de Eugene Field
En el reino de Egberto de Sajonia vivía en Bretaña una doncella llamada Isolda, quien era amada por todos, tanto por su bondad como por su belleza. Sin embargo, aunque muchos jóvenes se acercaban a cortejarla, ella amaba únicamente a Haroldo, y a él le había jurado fidelidad.
Entre los jóvenes por quienes Isolda era pretendida había uno, Alfredo, que se había ofendido por que ella demostraba preferencia por Haroldo, por lo que un día Alfredo dijo a Haroldo: “¿Es verdad que el viejo Sigfrido saldrá de su tumba y tomará a Isolda por esposa?” Luego añadió, “Por Dios, buen señor, por qué te has puesto tan pálido cuando he mencionado el nombre de tu abuelo?"
Entonces Haroldo preguntó, "¿Qué sabes tú de Sigfrido que te mofas de mí? ¿Qué recuerdo de él debería angustiarme ahora?" "Sabemos y sabemos," replicó Alfredo. "Existen algunas historias que nos han contado nuestras abuelas que no hemos olvidado."
Mucho después las palabras y la cruel sonrisa de Alfredo obsesionaron a Haroldo día y noche.
El abuelo de Haroldo, Sigfrido el Teutón, había sido un hombre de cruel violencia. La leyenda decía que un hechizo pesaba sobre él, y que en ciertos momentos era poseído por un espíritu maligno que descargaba su furia sobre la humanidad. Pero Sigfrido había muerto hacía ya muchos años, y nada tenía el mundo de qué preocuparse más que guardar la leyenda y una lanza diestramente forjada que había dejado Brunilda, la bruja. Esta lanza era un arma tal que nunca había perdido su brillo, ni su punta había sido desafilada. Colgaba en la alcoba de Haroldo, y era la maravilla entre las armas de aquel tiempo.
Isolda sabía que Alfredo la amaba, pero no sabía de las amargas palabras que Alfredo había dicho a Haroldo. Su amor por Haroldo era perfecto en su confianza y bondad. Pero Alfredo había golpeado la verdad: el hechizo del viejo Sigfrido pesaba sobre Haroldo - adormecido durante un siglo, había despertado en la sangre del nieto, y Haroldo conocía el hechizo que pesaba sobre él, y era esto lo que parecía interponerse entre él e Isolda. Pero el amor es más fuerte que todo lo demás, y Haroldo amaba.
Haroldo no le dijo a Isolda del hechizo que pendía sobre él, porque temía que ella ya no lo amara si lo sabía. Cuando fuera que sentía el fuego del hechizo ardiendo en sus venas le decía, “Mañana iré a la caza del jabalí en lo más profundo del bosque", o, "La semana próxima iré a acechar ciervos en las lejanas colinas del norte.” Tal es así que siempre tenía una buena excusa para su ausencia, e Isolda no pensaba cosas malignas, porque era confiada; y aunque se fue muchas veces y se alejaba por largo tiempo, Isolda no sospechaba nada malo. Por lo que nadie miraba a Haroldo cuando el hechizo caía sobre él en su violencia.
Únicamente Alfredo reflexionaba consigo mismo sobre cosas malignas. "Algo extraño sucede", decía, "que de cuando en cuando este gallardo amante nos deja sin su compañía y se dirige adonde nadie lo conoce. En realidad será mejor no sacarle la vista de encima al nieto de Sigfrido."
Haroldo sabía que Alfredo lo observaba celosamente y estaba atormentado por un temor constante de que Alfredo descubriera el hechizo que pesaba sobre él; pero lo que le causaba más angustia era el temor de que quizás en algún momento estando él en la presencia de Isolda, el hechizo se apoderara de él y le causara provocar gran daño sobre ella, por lo que quedaría destrozada o su amor por él se habría terminado para siempre. Por lo que Haroldo vivía en el terror, sintiendo que su amor no tenía esperanza, aún no sabiendo cómo combatirlo.
Ahora bien, sucedió en aquellos tiempos que el país entero estaba siendo azotado por un hombre lobo, una criatura que era temida por todos los hombres sin importar qué tan valerosos fueran. Este hombre lobo era de día un hombre, pero por la noche un lobo dado a la destrucción y a la matanza, y tenía una existencia mágica contra la cual ningún ente humano podía disponer en absoluto. Donde fuera que iba, atacaba y devoraba personas, esparciendo terror y desolación por todos lados, y los adivinos decían que la tierra no sería liberada del hombre lobo hasta que algún hombre se ofreciera a sí mismo en sacrificio voluntario a la ira del monstruo.
Ahora bien, aunque Haroldo era conocido a lo ancho y largo como un extraordinario cazador, nunca había sido declarado para cazar al hombre lobo, y, extrañamente, el hombre lobo nunca atacaba los dominios mientras Haroldo estuviera en ellos. Lo cual extrañaba a Alfredo, quien a menudo decía: “Nuestro Haroldo es un cazador admirable. Quien mejor que él para acechar al tímido gamo e incapacitar al evasivo jabalí? Pero mientras tanto bien planea su ausencia de las apariciones del hombre lobo. Tal valor le sienta bien a nuestro joven Sigfrido."
Llegado esto al conocimiento de Harold su corazón se inflamó de rabia, pero no emitió respuesta, por miedo a delatar la verdad que temía.
Sucedió por aquel tiempo que Isolda dijo a Haroldo, “¿Irás conmigo mañana a la fiesta en la gruta sagrada?"
"No puedo hacerlo," respondió Haroldo. "Estoy convocado secretamente en una misión a Normandía de la cual en algún momento te diré. Y te ruego, por el amor que me tienes, que no vayas a la fiesta en la gruta sagrada sin mí."
"¿Que dices?" exclamó Isolda. "¿Que no vaya a la fiesta de Santa Ælfreda? Mi padre estará muy disgustado si no estoy allí con las otras doncellas. Sería una gran pena que yo desprecie su amor de esa manera."
"Pero no lo hagas, te lo suplico," imploró Haroldo. "¡No vayas a la fiesta de Santa Ælfreda en la gruta sagrada! Y si de verdad me amas, no vayas - mira, por mi vida, ¡te lo pido de rodillas!"
"Qué pálido estás", dijo Isolda, "y temblando".
"No vayas a la gruta sagrada hasta la noche de mañana”, suplicó él.
Isolda estaba extrañada por sus actos y sus palabras. Luego, por primera vez, pensó que él estaba celoso - lo cual secretamente disfrutó (siendo mujer).
"Ah," alegó ella, "dudas de mi amor," pero cuando vio una mirada de dolor asomar a su rostro agregó - como si se arrepintiera de las palabras que había dicho - "¿o es que le temes al hombre lobo?"
Entonces Haroldo respondió, fijando sus ojos en los de ella, "Tú lo has dicho; es al hombre lobo lo que temo."
"¿Por qué me miras de forma tan extraña, Haroldo?" gritó Isolda. "Por la cruel luz en tus ojos uno casi podría decir que fueras el hombre lobo!"
"Ven acá, siéntate a mi lado”, dijo Haroldo temblando "y te contaré por qué temo dejarte ir a la fiesta de Santa Ælfreda mañana a la noche. Escucha lo que soñé la noche pasada. Soñé que yo era el hombre lobo -no tiembles, mi amor, por que fue solo un sueño.
"Un anciano se paró al costado de mi cama como si me arrancara el alma de mi pecho.
"'¿Qué hacéis?' grité."
"'Tu alma es mía', dijo él, 'vivirás ahora bajo mi hechizo. Dame tu alma - movió sus manos - dame tu alma,' dijo."
"'Tu hechizo no estará sobre mí,' grité yo. '¿Qué he hecho para que tu hechizo pese sobre mí? Tú no tendrás mi alma.'"
"'Por esa ofensa tú sufrirás, y por mi hechizo irás al infierno - así está decretado.'”
"Así habló el anciano, y continuó con sus pases en contra mía, y quitó el alma de mi cuerpo, y dijo, 'Vé, busca y mata' - y entonces, yo fui un lobo en el páramo."
"La hierba seca crujía bajo mi pisada. La oscuridad de la noche era pesada y me oprimía. Horrores extraños torturaban mi alma, que gemía y gemía en aquel cuerpo lobezno. El viento me susurraba; con miles de voces y me hablaba y decía, 'Vé, busca y mata.' Y sobre esas voces sonaba la risa horrible de un anciano. Corrí por el páramo - sin saber muy bien el motivo."
"Llegué a un río y me arrojé en él. Una sed ardiente me consumía, y sorbí las aguas del río - había llamaradas que centelleaban a mi alrededor, y el viento silbaba, y lo que decía era 'Vé, busca y mata,' y escuché la risa del anciano nuevamente.
"Un bosque se extendía ante mí con sus sombras impenetrables- con sus cuervos, sus vampiros, sus serpientes, sus reptiles, y todas sus espantosas especies de la noche. Me lancé entre las espinas y entre las hojas, las ortigas, y las zarzas. Los búhos me ululaban y las espinas lastimaban mi carne. 'Vé, busca y mata,' decían todos. Los conejos huían a mi paso; las otras bestias corrían en dirección contraria a la mía; toda forma de vida chillaba en mis oídos - el hechizo estaba en mí - yo era el hombre lobo."
"Corría a la par del viento, y mi alma gemía en su prisión lobata, y el viento, las aguas y los árboles me susurraban, 'Vé, busca y mata, tú bestia; vé, busca y mata.'”
"En ningún lugar había piedad para el lobo; ¿qué misericordia, entonces, podría yo, como lobo, tener? El hechizo estaba sobre mí y me llenaba con hambre y sed de sangre. Dentro de mí ser, grité, 'Déjame tener sangre, oh, déjame tener sangre humana, que esta ira pueda ser aplacada, que este hechizo pueda ser retirado.”
"Por ultimo llegué a la gruta sagrada. La sombra oscurecían los álamos, los robles se henchían sobre mí. Ante mí se paró un anciano - era él, el mismo siniestro anciano, cuyo hechizo padecía. No me asustó. Todas las otras cosas vivientes huían ante mí, pero el anciano no me asustaba. Una doncella se paró a su lado. Ella no me veía, porque era ciega."
“'Mata, mata,' exclamó el anciano, señalando a la niña a su lado."
"El Infierno rugió dentro de mí - el hechizo me impulsaba - Salté a su garganta. Escuché al anciano reir una vez más, y entonces - entonces desperté, temblando, helado, horrorizado."
Apenas Haroldo terminó de contar su sueño cuando Alfredo hizo su aparición.
"Ah, Señora," dijo él, "I creo me nunca haber visto un rostro tan triste."
Entonces Isolda le dijo como Haroldo le había rogado para no asistir a la fiesta de Santa Ælfreda en la gruta sagrada.
"Esos temores son infantiles", exclamó Alfredo alardeando. "Y tú sufrida, dulce señora, yo seré tu compañía a la fiesta, y un grupo de mis subalternos con sus escudos y lanzas, nos escoltarán. No habrá hombres lobo con nosotros."
Isolda rió feliz, y Haroldo dijo: "está bien; tú irás a la gruta sagrada, y quiera mi amor y la gracia de Dios resguardarte de todo mal."
Luego Haroldo fue a su morada, y dio la vieja lanza de Sigfrido a Isolda, y se la entregó en sus manos, diciendo, "Lleva esta lanza contigo a la fiesta mañana a la noche. Es la vieja lanza de Sigfrido, que es símbolo de la fuerza y la virtud."
Y Haroldo llevó la mano de Isolda a su corazón y la bendijo, y la besó en la frente y en los labios, diciendo, "adiós, oh, mi amada. Cómo me amarás cuando sepas de mi sacrificio. Adiós, adiós, por siempre, oh, amada mía."
Luego Haroldo prosiguió su camino, e Isolda se quedó sorprendida.
En la noche del siguiente día fue Isolda a la gruta sagrada donde la fiesta se había iniciado, y llevó la vieja lanza de Sigfrido con ella en su cinturón. Alfredo la acompañaba, y varios soldados estaban tras él. En la gruta había gran algarabía, y con cánticos y danzas y juegos la gente celebraba la fiesta de Santa Ælfreda.
Pero de pronto se elevó un fuerte tumulto, con gritos de “¡El hombre lobo! ¡El hombre lobo!". El terror paralizó a todos - los corazones de los fuertes se helaron de miedo. Saliendo de lo profundo del bosque rugió el hombre lobo, bramando, crujiendo sus colmillos y arrojando espuma amarilla de sus fauces. Corrió derecho a Isolda, como si un poder diabólico lo dirigirea hacia el lugar donde ella estaba parada. Pero Isolda no estaba atemorizada; se irguió como una estatua de mármol y vio venir al hombre lobo. Los lanceros, soltaron sus antorchas y cubriéndose tras sus escudos, huyeron; solo Alfredo se quedó ahí para dar batalla al monstruo.
Alzó su pesada lanza ante el lobo que se aproximaba, y la lanzó contra la erizada espalda del hombre lobo, pero el arma era insuficiente.
Luego el hombre lobo, fijando sus ojos sobre Isolda, se preparó por un momento en la sombra. Isolda , pensando en las palabras de Haroldo, sacó la vieja lanza de Sigfrido de su vaina, la levantó, y con la fuerza de la desesperación la lanzó a través del aire.
El hombre lobo vio el arma brillante, y un gritó surgió de su garganta - un grito de agonía humana. E Isolda vio en los ojos del hombre lobo los ojos de alguien que ella había visto y conocido, pero fue sólo por un instante, y luego los ojos ya no fueron humanos, sino los de una bestia feroz.
Una fuerza supernatural pareció impulsar la lanza en su vuelo. Con sobrenatural precisión el arma se enterró en la mitad de su pecho hirsuto de lobo, justo arriba del corazón, y luego, con un aullido monstruoso - como si se le fuera la vida - el hombre lobo cayó muerto entre las sombras.
Luego, ah, luego de verdad hubo gran júbilo, y grandes fueron las aclamaciones, mientras, hermosa en su temblorosa palidez, Isolda fue llevada hasta su casa, donde la gente se congregó para dar una gran festejo en su homenaje, porque el hombre lobo estaba muerto, y ella era quien le había dado muerte.
Pero Isolda exclamó: "Vayan, busquen a Haroldo - vayan, tráiganlo a mí. No comas ni duerman hasta encontrarlo."
"Mi Buena señora," dijo Alfredo, "¿como podría ser eso, si él ha marchado a Normandía?"
"No me importa dónde esté," exclamó ella. "Mi corazón está detenido hasta que pueda verme en sus ojos otra vez."
"Seguramente no se ha ido a Normandía" dijo Huberto. "Este vecino lo vio entrar en su casa."
Todos se apresuraron en ir, en vasta compañía, hacia allá. La puerta de su alcoba estaba cerrada.
"¡Haroldo, Haroldo, vamos!" exclamaron, mientras golpeaban la puerta, pero no hubo respuesta a sus llamados y golpes. Ya con miedo, tiraron la puerta abajo, y cuando esta cayó, vieron a Haroldo tendido en su cama.
"Duerme," dijo uno. "Vean, sostiene un portarretratos en su mano - y es el portarretrato de Isolda. Qué bello está y qué tranquilamente duerme."
Pero no, Haroldo no estaba dormido. Su rostro estaba calmo y hermoso, como si soñara con su amada, pero su vestimenta estaba roja con la sangre que manaba de una herida en su pecho - una herida horrenda, como de lanza, justo encima de su corazón.
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