miércoles, 2 de julio de 2008

Rumpelstikin

de Los hermanos Grimm. Jacob Ludwig Karl Grimm (1785-1863) y Wilhelm Karl Grimm (1786-1859)

Había una vez...
... Un pobre molinero que tenía una bellísima hija. Y sucedió que en cierta ocasión se encontró con el rey, y, como le gustaba darse importancia sin medir las consecuencias de sus mentiras, le dijo:

-Mi hija es tan hábil y sabe hilar tan bien, que convierte la hierba seca en oro.

-Eso es admirable, es un arte que me agrada -dijo el rey-. Si realmente tu hija puede hacer lo que dices, llévala mañana a palacio y la pondremos a prueba.

Y en cuanto llegó la muchacha ante la presencia del rey, éste la condujo a una habitación que estaba llena de hierba seca, le entregó una rueca y un carrete y le dijo:

-Ahora ponte a trabajar, y si mañana temprano toda esta hierba seca no ha sido convertida en oro, morirás.

Y dichas estas palabras, cerró él mismo la puerta y la dejó sola.

Allí quedó sentada la pobre hija del molinero, y aunque le iba en ello la vida, no se le ocurría cómo hilar la hierba seca para convertirla en oro. Cuanto más tiempo pasaba, más miedo tenía, y por fin no pudo más y se echó a llorar.

De repente, se abrió la puerta y entró un hombrecito. -¡Buenas tardes, señorita molinera! -le dijo-. ¿Por qué está llorando?

-¡Ay de mí! -respondió la muchacha.- Tengo que hilar toda esta hierba seca de modo que se convierta en oro, y no sé cómo hacerlo.

-¿Qué me darás -dijo el hombrecito- si lo hago por ti?

-Mi collar -dijo la muchacha.

El hombrecito tomó el collar, se sentó frente a la rueca y... ¡zas, zas, zas! , dio varias vueltas a la rueda y se llenó el carrete. Enseguida tomó otro y... ¡zas, zas, zas! . con varias vueltas estuvo el segundo lleno. Y así continuó sin parar hasta la mañana, en que toda la hierba seca quedó hilada y todos los carreteles llenos de oro.

Al amanecer se presentó el rey. Y cuando vio todo aquel oro. sintió un gran asombro y se alegró muchísimo: pero su corazón rebosó de codicia. Hizo que llevasen a la hija del molinero a una habitación mucho mayor que la primera y también atestada de hierba seca, y le ordenó que la hilase en una noche si en algo estimaba su vida. La muchacha no sabía cómo arreglárselas, y ya se había echado a llorar, cuando se abrió la puerta y apareció el hombrecito.

-¿Qué me darás -preguntó- si te convierto la hierba seca en oro?

-Mi sortija -contestó la muchacha.

El hombrecito tomó la sortija, volvió a sentarse a la rueca, y, al llegar la madrugada, toda la hierba seca estaba convertida en reluciente oro.

Se alegró el rey a más no poder cuando lo vio, pero aún no tenía bastante; y mandó que llevasen a la hija del molinero a una habitación mucho mayor que las anteriores y también atestada de hierba seca.

-Hilarás todo esto durante la noche -le dijo-, y si logras hacerlo, serás mi esposa.

Tan pronto quedó sola, apareció el hombrecito por tercera vez y le dijo:

-¿Qué me darás si nuevamente esta noche te convierto la hierba seca en oro?

-No me queda nada para darte -contestó la muchacha.

-Prométeme entonces -dijo el hombrecito- que, si llegas a ser reina, me entregarás tu primer hijo.

La muchacha dudó un momento. «¿Quién sabe si llegaré a tener un hijo algún día, y esta noche debo hilar este heno seco?» se dijo. Y no sabiendo cómo salir del paso, prometió al hombrecito lo que quería y éste convirtió una vez más la hierba seca en oro.

Cuando el rey llegó por la mañana y lo encontró todo tal como lo había deseado, se casó enseguida con la muchacha, y así fue como se convirtió en reina la linda hija del molinero.

Un año más tarde le nació un hermoso niño, sin que se hubiera acordado más del hombrecito. Pero. de repente, lo vio entrar en su cámara:

-Vine a buscar lo que me prometiste -dijo.

La reina se quedó horrorizada, y le ofreció cuantas riquezas había en el reino con tal de que le dejara al niño. Pero el hombrecito dijo:

-No. Una criatura viviente es más preciosa para mí que los mayores tesoros de este mundo.

Comenzó entonces la reina a llorar, a rogarle y a lamentarse de tal modo. que el hombrecito se compadeció de ella.

-Te daré tres días de plazo -le dijo-. Si en ese tiempo consigues adivinar mi nombre. te quedarás con el niño.

La reina se pasó la noche tratando de recordar todos los nombres que oyera en su vida, y como le parecieron pocos envió un mensajero a recoger, de un extremo a otro del país, los demás nombres que hubiese. Cuando el hombrecito llegó al día siguiente, empezó por Gaspar, Melchor y Baltasar, y fue luego recitando uno tras otro los nombres que sabía; pero el hombrecito repetía invariablemente:

-¡No! Así no me llamo yo.

Al segundo día la reina mandó averiguar los nombres de las personas que vivían en los alrededores del palacio y repitió al hombrecito los más curiosos y poco comunes.

-¿Te llamarás Arbilino, o Patizueco, o quizá Trinoboba?

Pero él contestaba invariablemente:

-¡No! Así no me llamo yo.

Al tercer día regresó el mensajero de la reina y le dijo:

-No he podido encontrar un sólo nombre nuevo; pero al subir a una altísima montaña, más allá de lo más profundo del bosque, allá donde el zorro y la liebre se dan las buenas noches, vi una casita diminuta. Delante de la puerta ardía una hoguera y, alrededor de ella un hombrecito ridículo brincaba sobre una sola pierna y cantaba:

Hoy tomo vino y mañana cerveza,

después al niño sin falta traerán.

Nunca, se rompan o no la cabeza,

el nombre Rumpelstikin adivinarán.

¡Imagínense lo contenta que se puso la reina cuando oyó este nombre!

Poco después entró el hombrecito y dijo:

-Y bien, señora reina, ¿cómo me llamo yo?

-¿Te llamarás Conrado? -empezó ella.

-¡No! Así no me llamo yo.

-¿Y Enrique?

-¡No! ¡Así no me llamo yo! -replicó el hombrecito con expresión triunfante.

Sonrió la reina y le dijo:

-Pues... ¿quizás te llamas... Rumpelstikin?

-¡Te lo dijo una bruja! ¡Te lo dijo una bruja! -gritó el hombrecito, y, furioso, dio en el suelo una patada tan fuerte, que se hundió hasta la cintura.

Luego, sujetándose al otro pie con ambas manos, tiró y tiró hasta que pudo salir; y entonces, sin dejar de protestar, se marchó corriendo y saltando sobre una sola pierna, mientras en palacio todos se reían de él por haber pasado en vano tantos trabajos.

Blancanieves

de Los hermanos Grimm. Jacob Ludwig Karl Grimm (1785-1863) y Wilhelm Karl Grimm (1786-1859)

Había una vez...
...Una niña muy bonita, una pequeña princesa que tenía un cutis blanco como la nieve, labios y mejillas rojos como la sangre, y cabellos negros como el azabache. Su nombre era Blancanieves.
A medida que crecía la princesa, su belleza aumentaba día tras día hasta que su madrastra, la reina, se puso muy celosa. Llegó un día en que la malvada madrastra no pudo tolerar más su presencia y ordenó a un cazador que la llevara al bosque y la matara. Como ella era tan joven y bella, el cazador se apiadó de la niña y le aconsejó que buscara un escondite en el bosque.

Blancanieves corrió tan lejos como se lo permitieron sus piernas, tropezando con rocas y troncos de árboles que la lastimaban. Por fin, cuando ya caía la noche, encontró una casita y entró para descansar.

Todo en aquella casa era pequeño, pero más lindo y limpio de lo que se pueda imaginar. Cerca de la chimenea estaba puesta una mesita con siete platos muy pequeñitos, siete tacitas de barro y al otro lado de la habitación se alineaban siete camitas muy ordenadas. La princesa, cansada, se echó sobre tres de las camitas, y se quedó profundamente dormida.

Cuando llegó la noche, los dueños de la casita regresaron. Eran siete enanitos, que todos los días salían para trabajar en las minas de oro, muy lejos, en el corazón de las montañas.

-¡Caramba, qué bella niña! -exclamaron sorprendidos-. ¿Y cómo llegó hasta aquí?

Se acercaron para admirarla cuidando de no despertarla. Por la mañana, Blancanieves sintió miedo al despertarse y ver a los siete enanitos que la rodeaban. Ellos la interrogaron tan suavemente que ella se tranquilizó y les contó su triste historia.

-Si quieres cocinar, coser y lavar para nosotros -dijeron los enanitos-, puedes quedarte aquí y te cuidaremos siempre.

Blancanieves aceptó contenta. Vivía muy alegre con los enanitos, preparándoles la comida y cuidando de la casita. Todas las mañanas se paraba en la puerta y los despedía con la mano cuando los enanitos salían para su trabajo.

Pero ellos le advirtieron:

-Cuídate. Tu madrastra puede saber que vives aquí y tratará de hacerte daño.

La madrastra, que de veras era una bruja, y consultaba a su espejo mágico para ver si existía alguien más bella que ella, descubrió que Blancanieves vivía en casa de los siete enanitos. Se puso furiosa y decidió matarla ella misma. Disfrazada de vieja, la malvada reina preparó una manzana con veneno, cruzó las siete montañas y llegó a casa de los enanitos.

Blancanieves, que sentía una gran soledad durante el día, pensó que aquella viejita no podía ser peligrosa. La invitó a entrar y aceptó agradecida la manzana, al parecer deliciosa, que la bruja le ofreció. Pero, con el primer mordisco que dio a la fruta, Blancanieves cayó como muerta.

Aquella noche, cuando los siete enanitos llegaron a la casita, encontraron a Blancanieves en el suelo. No respiraba ni se movía. Los enanitos lloraron amargamente porque la querían con delirio. Por tres días velaron su cuerpo, que seguía conservando su belleza -cutis blanco como la nieve, mejillas y labios rojos como la sangre, y cabellos negros como el azabache.

-No podemos poner su cuerpo bajo tierra -dijeron los enanitos. Hicieron un ataúd de cristal, y colocándola allí, la llevaron a la cima de una montaña. Todos los días los enanitos iban a velarla.

Un día el príncipe, que paseaba en su gran caballo blanco, vio a la bella niña en su caja de cristal y pudo escuchar la historia de labios de los enanitos. Se enamoró de Blancanieves y logró que los enanitos le permitieran llevar el cuerpo al palacio donde prometió adorarla siempre. Pero cuando movió la caja de cristal tropezó y el pedazo de manzana que había comido Blancanieves se desprendió de su garganta. Ella despertó de su largo sueño y se sentó. Hubo gran regocijo, y los enanitos bailaron alegres mientras Blancanieves aceptaba ir al palacio y casarse con el príncipe.

Hansel y Gretel

de Los hermanos Grimm. Jacob Ludwig Karl Grimm (1785-1863) y Wilhelm Karl Grimm (1786-1859)

Hansel y Gretel vivían con su padre, un pobre leñador, y su cruel madrastra, muy cerca de un espeso bosque. Vivían con muchísima escasez, y como ya no les alcanzaba para poder comer los cuatro, deberían plantearse el problema y tratar de darle una buena solución.

Una noche, creyendo que los niños estaban dormidos, la cruel madrastra dijo al leñador:

-No hay bastante comida para todos: mañana llevaremos a los niños a la parte más espesa del bosque y los dejaremos allí. Ellos no podrán encontrar el camino a casa y así nos desprenderemos de esa carga.

Al principio, el padre se opuso rotundamente a tener en cuenta la cruel idea de la malvada mujer.

-¿Cómo vamos a abandonar a mis hijos a la suerte de Dios, quizás sean atacados por los animales del bosque? -gritó enojado.

-De cualquier manera, así moriremos todos de hambre -dijo la madrastra y no descansó hasta convencerlo al débil hombre, de llevar adelante el malévolo plan que se había trazado.

Mientras tanto los niños, que en realidad no estaban dormidos, escucharon toda la conversación. Gretel lloraba amargamente, pero Hansel la consolaba.

-No llores, querida hermanita-decía él-, yo tengo una idea para encontrar el camino de regreso a casa.

A la mañana siguiente, cuando salieron para el bosque, la madrastra les dio a cada uno de los niños un pedazo de pan.

-No deben comer este pan antes del almuerzo -les dijo-. Eso es todo lo que tendrán para el día.

El dominado y débil padre y la madrastra los acompañaron a adentrarse en el bosque. Cuando penetraron en la espesura, los niños se quedaron atrás, y Hansel, haciendo migas de su pan, las fue dejando caer con disimulo para tener señales que les permitieran luego regresar a casa.

Los padres los llevaron muy adentro del bosque y les dijeron:

-Quédense aquí hasta que vengamos a buscarlos.

Hansel y Gretel hicieron lo que sus padres habían ordenado, pues creyeron que cambiarían de opinión y volverían por ellos. Pero cuando se acercaba la noche y los niños vieron que sus padres no aparecían, trataron de encontrar el camino de regreso. Desgraciadamente, los pájaros se habían comido las migas que marcaban el camino. Toda la noche anduvieron por el bosque con mucho temor observando las miradas, observando el brillo de los ojos de las fieras, y a cada paso se perdían más en aquella espesura.

Al amanecer, casi muertos de miedo y de hambre, los niños vieron un pájaro blanco que volaba frente a ellos y que para animarlos a seguir adelante les aleteaba en señal amistosa. Siguiendo el vuelo de aquel pájaro encontraron una casita construida toda de panes, dulces, bombones y otras confituras muy sabrosas.

Los niños, con un apetito terrible, corrieron hasta la rara casita, pero antes de que pudieran dar un mordisco a los riquísimos dulces, una bruja los detuvo.

La casa estaba hecha para atraer a los niños y cuando estos se encontraban en su poder, la bruja los mataba y los cocinaba para comérselos.

Como Hansel estaba muy delgadito, la bruja lo encerró en una jaula y allí lo alimentaba con ricos y sustanciosos manjares para engordarlo. Mientras tanto, Gretel tenía que hacer los trabajos más pesados y sólo tenía cáscaras de cangrejos para comer.

Un día, la bruja decidió que Hansel estaba ya listo para ser comido y ordenó a Gretel que preparara una enorme cacerola de agua para cocinarlo.

-Primero -dijo la bruja-, vamos a ver el horno que yo prendí para hacer pan. Entra tú primero, Gretel, y fíjate si está bien caliente como para hornear.

En realidad la bruja pensaba cerrar la puerta del horno una vez que Gretel estuviera dentro para cocinarla a ella también. Pero Gretel hizo como que no entendía lo que la bruja decía.

-Yo no sé. ¿Cómo entro? -preguntó Gretel.

-Tonta-dijo la bruja,- mira cómo se hace -y la bruja metió la cabeza dentro del horno. Rápidamente Gretel la empujó dentro del horno y cerró la puerta.

Gretel puso en libertad a Hansel. Antes de irse, los dos niños se llenaron los bolsillos de perlas y piedras preciosas del tesoro de la bruja.

Los niños huyeron del bosque hasta llegar a orillas de un inmenso lago que parecía imposible de atravesar. Por fin, un hermoso cisne blanco compadeciéndose de ellos, les ofreció pasarlos a la otra orilla. Con gran alegría los niños encontraron a su padre allí. Éste había sufrido mucho durante la ausencia de los niños y los había buscado por todas partes, e incluso les contó acerca de la muerte de la cruel madrastra.

Dejando caer los tesoros a los pies de su padre, los niños se arrojaron en sus brazos. Así juntos olvidaron todos los malos momentos que habían pasado y supieron que lo más importante en la vida es estar junto a los seres a quienes se ama, y siguieron viviendo felices y ricos para siempre.

El Gran Serafín

de Adolfo Bioy Casares

Bordeó los acantilados para encontrar una playa un poco apartada. La exploración fue breve, pues en aquel paraje ni la soledad ni la lejanía misma estaban lejos. Aun en las playas contiguas al pequeño espigón de pesca, bautizadas Negresco y Miramar por la patrona de la hostería, era escasa la gente. Alfonso Álvarez descubrió así un lugar que de modo admirable correspondía al anhelo de su corazón: una ensenada romántica, desgarrada, salvaje, a la que reputó uno de los puntos más remotos del mundo, Última Tule, Seno de la Última Esperanza o todavía más allá —Álvarez ahora articuló su divagación en un arrobado murmullo—las Largas y Prodigiosas Playas, Furdurstrandi. . . El mar entraba encajonado en acantilados pardos y abruptos, en los que se abrían cavernas. Hacia afuera, a los lados, empinábanse picos o agujas, modelados por la erosión de la espuma, de los huracanes y del tiempo. Todo ahí era grandioso para el observador echado en la arena, que sin dificultad olvidaba las dimensiones del paisaje, en verdad minúsculas. Despertó Álvarez de su ensimismamiento, descalzó unos piecitos blancos que, a la intemperie, resultaron patéticamente desnudos, hurgó en una bolsa de lona, encendió la pipa, contempló el mar y preparó el ánimo para un prolongado paladeo de la beatitud perfecta. Con asombro advirtió que no estaba feliz. Lo embargaba una desazón que apuntaba como vago recelo. Miró en derredor y afirmó: "Nada ocurrirá." Descartó la ilógica hipótesis de un asalto; escrutó la conciencia, luego el cielo, por fin el mar y no descubrió el motivo de su alarma.

Buscando distracción, Álvarez meditó sobre la recóndita virtud del mar, que nos urge a contemplarlo ávidamente. Se dijo: "En el mar nunca pasa nada, si no es una lancha o la consabida tropilla de toninas, que progresa con arreglo a horario, a mediodía rumbo al sur, después al norte: tales juguetes bastan para que en la costa la gente apunte con el dedo y prorrumpa en júbilo. Moneda falsa únicamente cobra el observador: sueños de viajes, de aventuras, de naufragios, de invasiones, de serpientes y de monstruos, que anhelamos porque no llegan." Se abandonó a ellos Álvarez, cuya ocupación favorita era hacer proyectos. Sin duda creía que viviría infinitamente y que siempre tendría por delante tiempo para todo. Aunque su profesión concernía al pasado—era profesor de historia en el Instituto Libre—había sentido siempre curiosidad por el porvenir.

A ratos olvidó su inquietud, y logró así una mañana casi agradable. Mañanas y tardes agradables, noches bien dormidas, eran para él necesarias. El médico había dictaminado:

—Cada vez que usted abra la boca no me tragará una farmacia, óigame bien; pero se me aleja de Buenos Aires, del trabajo y de las obligaciones. Óigame bien: no salga de la urbe para recaer en la muchedumbre de Mar del Plata o de Necochea. Su remedio se llama tran-qui-li-dad, tran-qui-li-dad.

Álvarez habló con el rector y obtuvo licencia. En el colegio todos resultaron expertos en playas tranquilas. El rector recomendó Claromecó, el jefe de celadores Mar del Sur, el profesor de castellano San Clemente. En cuanto a F. Arias, su colega de Oriente, Grecia y Roma (de puro displicente ni encendía ni arrojaba la colilla pegada a perpetuidad en el labio inferior), se reanimó para explicar:

—Va hasta Mar del Plata, sale de Mar del Plata, deja a la izquierda Miramar y Mar del Sur y a mitad camino a Necochea está San Jorge del Mar, el balneario que usted busca.

Inexplicablemente la elocuencia de F. Arias lo arrastró; compró un boleto, preparó el maletín, subió al ómnibus. Viajó una larga noche, cuya única imagen, evidente a través de cabeceos y vigilias, era la de un tubo infinito, iluminado por una línea de lámparas colgadas del techo.

La mañana refulgía cuando divisó el arco del letrero que rezaba:

San Jorge del Mar—Bienvenidos.

La muralla donde el cartelón estaba sostenido se prolongaba a los lados un buen trecho y en partes empezaba a desmoronarse. Por debajo del arco entraron en una calle de tierra dura, apisonada, rumbo a una arboleda próxima. A mano izquierda quedaba el mar, le explicaron. La comarca no le pareció triste. En esa primera visión predominaban los blancos y colorados de las casitas y el verde del pasto. Murmuró: "Verde de esperanza, de esperanza." No cabía definir aquello como caserío, sino como campo tendido, con algunas casas desparramadas. Entre todas, por la altura descollaba una que tenía menos aspecto de vivienda que de tinglado provisorio, con agudo mojinete asimétrico y el techo ladeado, acaso por derrumbe, probablemente por travesura arquitectónica. Antes de ver la cruz, Álvarez entendió que se trataba de la capilla, pues como todo el mundo tenía el ojo acostumbrado al estilo llamado moderno, de rigor, por aquel entonces, para los ramos de administración pública, clero y banca. Siguiendo un albo sendero de conchillas penetraron en la arboleda—trémulos eucaliptos, algún sauce claro—y pronto encontraron un basto bungalow de madera, pintado de color té con leche: la hostería El Bucanero Inglés, donde se hospedaría Álvarez. Con él bajaron del ómnibus un anciano de piel vagamente traslúcida, de la tonalidad blanca y celeste de las escamas, y una señora joven, de anteojos oscuros con el aire ambiguo y atractivo que suelen tener, en las fotografías de los periódicos, las litigantes en pleitos de divorcio. En ese momento salía de la hostería un pescador cargado de pescados, que automáticamente ofreció:

—¿Pesche?

Era un viejo de piel curtida, pipa en boca, ancho pecho en tricota azul botas de goma: uno de tantos personajes típicos, entre fabricados y genuinos, que se dan en todas partes.

Tras de apartarse un poco del pescador, la señora joven respiró a pleno pulmón y exclamó:

—Qué aire.

El pescador se golpeó el pecho con la mano que empuñaba la pipa y afirmó fatuamente:

—Aire puro. Aire de mar. Ah, el mar.

Cuando ya no se olía el humo dejado por el ómnibus, respiró con fuerza Alvarez y comentó:

—En efecto, qué aire.

No correspondía al de sus recuerdos; tenía una carga, tal vez pesada, de olor indefinido. ¿A pescados o algas? No, protestó para sí Álvarez, de ninguna manera, aunque tan saludable probablemente.

—¡Qué flores!—ponderó la señora—. Esto parece una estancia, no un hotel.

—Nunca vi tantas juntas—observó el anciano.

Convino Álvarez:

—Yo tampoco, salvo. . .

Lo invadió una inopinada pesadumbre y no supo concluir la frase. La señora rezongó:

—La casa está muerta. Nadie sale a recibirnos.

No estaba muerta. Adentro resonó un piano y los viajeros oyeron una trillada melodía norteamericana, que Álvarez no identificó. El viejo, momentáneamente rejuvenecido, tarareó:

—Cuando los santos del cielo
vengan marchando. . .

esbozó un zapateo criollo y se reintegró a la habitual flacidez. Por una puerta de resorte, tras dos portazos aparecieron dos mujeres: una criadita joven, alemana o suiza, rubia, rosada, de sonrisa muy dulce, y la patrona, una bella mujer en la ósea plenitud de los cincuenta años, erguida, majestuosa, a quien pechos eminentes y peinado en torre conferían algo de nave o de bastión.

Precedidos por esta señora, seguidos por la criadita, prodigiosamente cargada de equipajes, los viajeros entraron en la hostería. En un cuaderno Álvarez firmó.

—Alfonso Álvarez—leyó en voz alta la patrona, para agregar con una sonrisa encantadoramente mundana—: A. A.: qué gracioso.

—Yo diría monótono—acotó Álvarez, que más de una vez había oído la observación.

—Aquí está el teléfono—continuó la patrona, como quien da una prueba de ingenio. Al mover la mano produjo un relumbrón verde: lo originaba un anillo con esmeralda—. Y allá en lo alto el alojamiento del señor: pieza trece. Hilda lo va a acompañar.

Por una escalera ruidosa, tal vez frágil, subieron. La pieza tenía algo de cabina; desde luego, la estrechez. La mesita de pinotea, la silla, el lavatorio, apenas dejaban lugar libre. Álvarez, por un tiempo que le pareció interminable, se mantuvo inmóvil: tan cerca estaba la muchacha. Para romper esa incómoda quietud inclinó el cuerpo en sesgo, apoyó una mano en el borde del lavatorio, con la otra abrió el grifo. Como acróbata inseguro intentó una sonrisa. Ni bien manó el agua reparó en un aroma que le trajo vagos recuerdos.

—Olor a azufre—explicó la criadita—. Ahora el agua sale termal, dice la señora.

Él puso el dedo en el chorro.

—Está caliente—advirtió.

—Ahora toda el agua se volvió caliente. Y allá—indicó en dirección a la ventana—sale sola, en grandes chorros de la tierra.

El aire que la muchacha movía al hablar le soplaba cosquillas en la nuca; eso, por lo menos, creyó Álvarez. Pasó, como pudo, al otro lado del lavatorio y miró por la ventana. Vio el jardín de flores el sendero de granza blanca, una abertura en la arboleda, más allá el campo. A lo lejos divisó un grupo de gente y un humo tenue.

—El terreno aquel es de la señora—prosiguió la criadita—. Mandó a los peones cavar para descubrir qué hay abajo.

—En las entrañas—murmuró Alvarez.

—¿Cómo?

—Nada.

Entonces la miró de frente. Con una mano corta, graciosamente la alemanita levantó la mecha que le caía sobre los ojos ladeó su cara de cachorro, sonrió con extrema dulzura y partió. Álvarez recorrió con la mirada el cuarto. Por vez primera—¿desde cuándo? ya no recordaba— se encontró feliz. Tenía en ello parte cierta vanidad un tanto infantil, común a todos los hombres, y parte el cuartito que le destinaron, con algo de celda de refugio; y también la ventana sobre el campo. No importa sin embargo, el motivo del contento; importa el hecho por su cronología por casi inmediatamente preceder a la desazón y al temor en la playa. Desde luego, por motivos imponderables, un convaleciente pasa del bienestar a la depresión; pero la verdad es que Álvarez bajó al mar con el ánimo alegre.

Estuvo en la playa no menos de tres horas, al sol primero, luego a la sombra del acantilado, porque recordó vagas historias de veraneantes, inevitablemente comparados con camarones, que por un momento de descuido o por una demasiado íntima comunión con la naturaleza, tuvieron que envolver a la noche en aceite blanco las quemaduras de segundo grado, mientras el delirio les refería cuentos fantásticos. Álvarez no quería que un percance tan trillado le arruinara las vacaciones.

Como tampoco quería disgustos con la patrona, a la una menos cuarto emprendió el camino de vuelta. A pesar del acostumbramiento del olfato, notó que el extraño olor marino aumentaba.

En una mesa de largura interminable almorzaron Álvarez, el anciano de piel traslúcida—que se llamaba Lynch y era profesor en un colegio de Quilmes—y la patrona; según ésta explicó, tanto su hija como la señora recién llegada y los demás pensionistas, todos gente joven, no volverían a la hostería hasta la caída del sol.

—¿Así que usted es profesor en Quilmes?—preguntó Álvarez a Lynch—. ¿De álgebra y de geometría?

—¿Y usted en el Instituto Libre?—Lynch preguntó a Álvarez—. ¿De historia?

Conversaron de planes de estudio, de la juventud y de las consecuencias, para la mente del profesor, de los sucesivos años de cátedra.

—Me gusta enseñar, pero. . .—empezó Álvarez.

—Hubiera querido otra cosa. ¡Yo también!—concluyó Lynch.

La coincidencia los maravilló.

El comedor era una vasta sala, con una araña de hierro en el centro. De la araña colgaban, probablemente desde las fiestas de fin de año guirnaldas de colores. La mesa estaba arrimada a un ángulo, para dejar espacio libre a posibles parejas de bailarines. Contra la pared se alineaban botellas; una puerta se abría sobre una visión de cocinas, mesas con tachos y algún atareado peón de campo, disfrazado de marmitón. En el otro extremo del comedor había un piano vertical.

La alemanita sirvió la mesa; entre plato y plato se sentaba detrás del mostrador; cuando trajo la jarra de agua, la patrona dijo:

—Hoy yo bebo vino blanco, Hilda. ¿Ustedes?

—¿Yo?—preguntó Álvarez, que se había distraído—. Un poco de agua y, para acompañar a la señora, vino blanco.

—Yo, agua, siempre agua—exclamó el viejo Lynch.

—Ahora sale termal—con satisfacción explicó la patrona—. Es un algo fuerte, hay que acostumbrarse, rica en sales sulfurosas, a mí me gusta.

—Pero no la bebe—acotó el viejo.

—Tengo grandes proyectos—anunció la patrona—. Habrá que incorporar capitales foráneos y levantaremos un conglomerado termal, llámelo nuestro Vichy, nuestro Contrexéville, aun nuestro Cauterets.

—La señora—reconoció el viejo—lleva la hotelería en las venas.

—Hasta aquí viene el aroma—observo Álvarez, tras alejar el vaso.

—Más que termal, podrida—puntualizó Lynch, en un intervalo entre dos tragos.

—Óiganlo—comentó graciosamente la patrona, moviendo con altivez la cabeza.

Álvarez inquirió:

—Señora, ¿cuál es el origen del nombre?

—¿Qué nombre?—preguntó la señora.

—El de la hostería.

—El bucanero inglés fue un tal Dobson—explicó la señora—que a fines del siglo dieciocho llegó a estas playas, con una cotorra llamada Fantasía, posada en el hombro. Se enamoró de la hija del cacique. . .

—Y adiós cotorra—declaró Lynch—. El cuentito parece una alegoría moral y también un emblema copiado de un libro de emblemas.

—Óiganlo—repitió la patrona—. En un gran día, señores, llegaron ustedes. Concurrirán después del almuerzo a las carreras. Espectáculo romano. Carreras de caballos junto al mar. Y al final de la tarde paseo; una caminata agradable los trasladará hasta las nuevas emanaciones de humo, los chorros de agua, legítimos géiseres y, ¿por qué no?, solfataras, de innegable valor termal y turístico. En las grietas donde sale humo verán a mi gente cavando. ¿Qué descubriremos? ¿Un volcán subterráneo?

Naturalmente tímido, Álvarez interrogó:

—Si hay un volcán abajo ¿agrandar las grietas no es imprudencia?

Ni le contestaron. Álvarez, pensó: "Todo cobarde es un solitario, un Robinsón."

—Mañana, otro gran día—continuó la patrona—. Mejor dicho: gran noche. Fiesta en honor de mi hija Blancheta que cumple dieciocho años. Comilona, convidados, cordialidad. Ya la palparán ustedes: nuestra pequeña ciudad balnearia es todavía un paraíso no corrompido. Somos como una familia cariñosa, en San Jorge, libre de pelandrunes y hampones. ¿Hasta cuándo le repetiré que no queremos delincuentes juveniles peleados con el peluquero? ¡Afuera, mal entrazado!

Perplejos y alarmados por el exabrupto, ambos pensionistas interrumpieron la masticación de un caliente navarrín con marcado sabor a azufre. Rápidamente se volvieron, porque a sus espaldas resonó una voz masculina:

—No se sulfure, doña. Me pidió Blanquita que le pidiera el pic-nic.

—¿Qué tiene que pedirle la Blancheta? Si lo veo junto a mi hija, con estas propias manos lo acogoto.

Quien así enojaba a la patrona era un tremendo muchachón, muy arropado y muy desnudo, hirsuto y lampiño, sin duda torvo, quizá afeminado, cuya redonda cabeza estaba rodeada de un círculo completo de pelo rubio, de espesura y largo parejos en el cuero cabelludo y en la barba. Desde el pelambre miraban dos ojillos que se movían a impulsos jactanciosos o furtivos o se aquietaban fríamente. Arropaban el busto una toalla, una tricota y del breve taparrabos colorado emergían piernas tan desprovistas de vello como las de una mujer; pero los aspectos más evidentes del conjunto quizá fueran pelos enmarañados y lanas sucias.

Incorporada a medias, preguntó la patrona:

—¿Se retira, joven Terranova, o de la oreja lo retiro?

Partió el animalote; la patrona se dejó caer en la silla y ocultó la cara entre las manos. Acudió, solícita, la criadita, con un vaso de agua.

—No, Hilda—protestó la patrona, que había recuperado la compostura—. Hoy bebo vino blanco.

El almuerzo concluyó por fin y cada cual se encaminó a su cuarto.

"Estoy débil o el aire es muy fuerte", pensó Álvarez, que por poco se duerme con el cepillo de dientes en la boca. Ya echado, durmió un rato, hasta que lo despertó un peso en los pies. Era Hilda, que se había sentado en el borde de la cama.

—Vine a verlo—explicó la muchacha.

—Ya veo—contestó Álvarez.

—Quería ver si quería algo.

—Dormir.

—¿Dormía?

—Sí.

—Qué suerte. Mañana a la noche es la fiesta de Blanquita.

—Ya sé.

—Terranova no viene, porque a espetaperros lo sacaría madame Medor. —¿Quién es madame Medor?

—La patrona. Y la pobre Blanquita enamorada.

—¿De Terranova?

—De Terranova, que no la quiere. Él quiere dinero. Un malo, un matón sin alma, carne y uña con Martín.

—¿Quién es Martín?

—El pianista. Madame Medor, que no traga a Terranova, mete al cómplice en la casa, porque toca bien el piano. Todo el mundo sabe que son agentes locales de la banda de Miramar.

Oyeron la voz de la patrona, que abajo gritaba:

—¡Hilda! ¡Hilda!

La muchacha dijo:

—Me voy. Si me pesca, me llama perra y palabras horribles.

Los pasos de la alemanita descendieron la crujiente escalera, subió el clamor de la reprimenda de madame Medor y acallando todo resonó en el piano la Marcha de los santos.

Se levantó Álvarez, porque ya no tenía ánimo para dormir. Estaba peor que antes. A pesar de las precauciones en la playa, la cabeza le dolía como si hubiera tomado mucho sol. Quería beber algo, para sacarse el gusto a azufre y aplacar la sed; una gran sed. Entró en el comedor. Martín machacaba Los santos en el piano, la patrona, acodada en la mesa, tildaba facturas y desde el mostrador Hilda miraba tiernamente.

—Un vinito blanco, bien helado—pidió.

La patrona ponderó:

—¡Qué siesta! Corrían las horas y yo pensé: con el solazo y el vinito el trece no aterriza hasta mañana. Es un hecho; no llega a las carreras, pero todavía hay luz y puede entretenerse con los géiseres.

Descorchó Hilda la botella; Álvarez bebió dos vasos y dijo:

—Gracias.

La patrona ordenó:

—Se la guardas, chica. El señor a la noche incorpora lo que queda. Preguntó Álvarez:

—¿Cómo voy?

La patrona lo acompañó hasta la puerta y lo encaminó. Siguió la calle más allá de la arboleda, por campo abierto; de trecho en trecho había un chalet, una vaca. La brisa marina traía olor a podredumbre. Caía la tarde.

Cuando llegó al lugar, la jornada había concluido; los peones, la pala al hombro, emprendían el camino de regreso. Con un cura que examinaba los chorros de agua caliente y la humosa excavación, de borde a borde entabló diálogo Álvarez.

—No creí que fuera tan profunda—gritó—. Da vértigo.

—¿Qué me cuenta de la temperatura del suelo?—gritó a su vez el cura—. Ponga la mano.

—Quema ¿Qué buscan?

—No importa lo que buscan, sino lo que encuentran—replicó el cura. —¿Encuentran algo?

—Casi nada. ¡Mire!

A gritos no caben sutilezas; de todos modos, la enfática exhortación a mirar sugería, para las palabras casi nada, intención irónica

—¿Dónde?—preguntó Álvarez.

El cura se le acercó, lo tomó paternalmente de los hombros y lo condujo hasta un eucalipto. En el suelo, apoyadas contra el tronco del árbol, vieron dos amplias alas y algunas plumas negras.

—¡Diablos!—exclamó Alvarez—. Padre, perdone, pero estas alas, no me negará, suponen un pajarraco infernal.

—No sé—contestó el cura—. Con franqueza, ¿qué ave tiene in mente? —¿Un águila?

—No es bastante grande.

—¿Me atreveré a decir: un cóndor?

—¿En estas regiones? ¿Usted no lo reputaría un tanto improbable? —Si usted lo permite, me vuelvo a la hostería—declaró Álvarez.

—Lo acompaño—dijo el cura—. Determinar la especie no es todo. . . Créame: hay otras dificultades.

—Qué barbaridad—comentó Álvarez, a quien el tema ya fatigaba.

—Si estaban en la tierra ¿por qué no se pudrieron?

Álvarez, aventuró:

—¿La acción del fuego?

El cura lo miró con indulgencia; después habló animadamente:

—Dejemos el capítulo. Nadie está obligado a saber química, pero la moral incumbe a todos. Vea a dónde lleva la curiosidad de los hombres. O de las mujeres, que es lo mismo. Para la incorregible curiosidad, un trofeo enigmático. Un castigo, ¿por qué no?

—¿De quién?—preguntó Álvarez.

—No crea, la madama tiene sus enemigos. Un tal Terranova, sin ir más lejos, un cachorrón capaz de gastarse cada bromita.

—¿Opina que se trata de una broma?

—¿Por qué no?

Juntó coraje Álvarez y preguntó:

—¿También el agua caliente y el humo?

Envalentonado, ahora devolvió la mirada indulgente.

—Estoy muy cansado—protestó el cura—. Vamos yendo. Créame usted, soy hombre de paz y de un año a esta parte me toca vivir en plena guerra, entre los dos bandos del Comité para Obras de la Capilla.

—¿Y si los deja pelear entre ellos?—propuso Álvarez.

—Los dejo—afirmó el cura—. Mañana voy de caza, con mi perro Tom, aunque el comité sesione. Los tradicionalistas porfían en pro del estilo moderno, los renovadores en pro del gótico y el padre Bellod, este servidor, con moderación de mártir, de tanto en tanto pone su semillita pro domo: sepa usted, favorezco el románico. Cuando los dos bandos se avengan no habrá capilla.

Se despidieron. Ni bien entró en la hostería, Álvarez divisó a la alemanita al pie de la escalera. La muchacha miró hacia arriba, corrió arriba y Álvarez quedó por un instante inmóvil, dobló por fin hacia el comedor, embistió con resolución al viejo Lynch.

—¿Qué le pasa amigo? ¿En qué piensa?—preguntó el viejo.

—En proverbios—contestó Álvarez—. Cazador sin munición...

Madame Medor anunció:

—Voy a presentarlo. El número trece...

—Álvarez—modestamente agregó Álvarez.

—Mi hija Blancheta...

La muchacha, de pelo claro, suave y largo, de tez lechosa, de ojos graves, casi tristes, de nariz delicadamente dibujada, era pequeña y bonitilla..

—La señora del once—prosiguió la patrona.

—La señora de Bianchi Vionnet—corrigió la interesada.

—Martín, nuestro hombre orquesta—dijo con voz firme la patrona—. Él y su piano constituyen la totalidad de la orquesta que anima nuestros bailes. Nunca hubo quejas, le ruego que tome nota, por falta de animación y buena música.

—Deja a este mozo en el tintero—observó el viejo.

Tratábase de un joven alto, con el pelo cortado a modo de cepillo de jabalí, con ojillos redondos, con risa permanente y cara de expresión atribulada.

—Aquilino Campolongo—dijo la patrona, moviendo los labios como quien articula no un nombre, sino una mala palabra.

—Estudio ciencias económicas—aclaró Campolongo.

En un aparte poco menos que gritado—los viejos son invulnerables, porque no esperan nada, y también sordos—comentó Lynch:

—Sálvese quien pueda.

—¿Por qué?—preguntó Álvarez.

—¿Cómo por qué? ¿Es argentino y pregunta por qué? Si Adam Smith viera su progenie de doctores en ciencias económicas, se retorcería en la tumba. ¿Oímos las noticias?

El viejo puso en funcionamiento el receptor de radio. El boletín informativo había empezado. Nítidamente surgió una voz que explicaba:

—. . .vastos movimientos migratorios, comparables a las trágicas evacuaciones de tiempos de guerra.

Como por influjo de una asociación de ideas, ni bien fue pronunciada la palabra guerra rompió con animación y dianas una marcha militar. A dos manos retomó el viejo el receptor. Afanarse era inútil. Todos los programas habían desembocado en la misma marcha.

—Qué afición por La avenida de las palmeras—comentó.

Reflexionó Álvarez en voz alta:

—Culto el viejo. Lo que es yo, no distingo una marcha de otra.

—Otra revolución—vaticinó lúgubremente Campolongo—. Estos militares. . .

Madame Medor replicó en tono sarcástico:

—Mejor estaríamos con los bolcheviques.—En un movimiento en espiral y ascendente irguió el corpacho, dio la espalda al mequetrefe, golpeó el piso con patadita irritada y, debajo de las pirámides, las torres y los caireles del peinado, orientó la cara, de suyo un poquito feroz, en dirección a los otros pensionistas, la endulzó con una sonrisa mundana, anunció-—Cuando gusten pueden sentarse a la mesa.

La obedecieron. Durante la comida todos hablaron. Pasaron de la política, que encona, a la situación del país, que aviene.

—Aquí ¿quién trabaja?

—Roba quien puede.

—El ejemplo llega de arriba: de los grandes ladrones públicos.

Aunque las tendencias contrarias eran perceptibles, generosamente las ahogaba cada cual, para fraternizar en un torneo de anécdotas y hechos probatorios de nuestra bancarrota.

—No crea que están mucho mejor en otras partes—dijo Martín.

—Sin ir más lejos, el África negra—admitió la señora de Bianchi Vionnet.

Suspiró Álvarez; el diálogo lo aburría. Lo conocía de memoria, como si fuera un libreto que él mismo hubiera escrito. Preveía precisamente: ahora viene la pregunta retórica sobre el valor del dinero, ahora la anécdota que ilustra el triunfo de la codicia y lo mal que anda todo. Ahora dirán que perdimos el coraje, "las ganas de pelear" como el malevo del tango.

—No lo creerá—susurró Álvarez al viejo—. Ya oí esta retahíla de punta a punta.

El viejo empezó:

—A nuestra edad...

—Cruz diablo—replicó Álvarez.

—A nuestra edad—replicó el viejo—, ¿quién no tiene un pasado rico en conversaciones con chauffeures de taxi y otros interlocutores ocasionales?

—Me dan ganas de contarles lo que sentí en la playa.

—Anímese.

—Le contaba al señor Lynch—levantando la voz, declaró Álvarez— que esta mañana, en la playa...

Refirió que tuvo miedo, como si presintiera un ataque o algo más terrible. Concluyó:

—Una idea fija que totalmente me arruinó la mañana.

—Un ataque... ¿por la espalda?—inquirió Martín.

—¿Por qué no?—respondió Álvarez—. O del lado del mar.

—¿Qué temía?—interrogó Blanquita—, ¿que saliera un monstruo y lo tragara? Yo en la playa sueño cada locura.

Intervino la patrona

—Un monstruo, sí pero tal vez mecánico, ¿qué opina el señor Campolongo?

Este preguntó, molesto:

—¿Yo? ¿Qué tengo que ver?

—Exactamente—replicó la patrona—. Es lo que me pregunto. ¿Qué tiene que ver el señor Campolongo todas las tardes en la costa? O si ustedes prefieren, ¿qué mira? o ¿quién lo mira? Cara al mar hace gimnasia sueca. O haciéndose el sueco, hace señales. ¿A un pez espada, señor Campolongo? ¿A un submarino?

—A lo mejor—opinó la de Bianchi Vionnet—el señor Álvarez vio, sin saberlo, el submarino y se alarmó. Puede suceder.

—¿Por qué no algo más raro?—a su vez preguntó Lynch—. ¿Conocen la teoría de Dunne? Yo me paso la vida contándola. Pasado, presente y futuro existen al mismo tiempo...

—O no lo sigo—dijo Campolongo—o no hay relación alguna.

—Puede haberla—afirmó Lynch—porque los tiempos ocasionalmente empalman. Individuos extraordinarios, verdaderos videntes, ven el pasado y el futuro. Le hago notar que si no existe el futuro son inconcebibles las profecías. ¿Cómo ver lo que no está?

Campolongo interrogó:

—¿Usted reputa profeta al señor Álvarez?

—De ningún modo—aseveró Lynch—. Las personas más corrientes y hasta vulgares empalman en otro tiempo, cuando se dan las condiciones, ¿entiende o no? ¿Por qué el señor Álvarez no tendría esta mañana una premonición del desembarco del bucanero Dobson?

—Imposible—dictaminó la patrona—. Dobson contaría hoy más de ciento cincuenta años, edad a la que nadie llega.

Ignoró el reparo Lynch y prosiguió:

—El color de la cara del señor Álvarez, ¿no les dice que se le fue la mano con el sol? He puesto el dedo en la llaga. Insolación, infección, fiebre, según los entendidos, abren la puerta a estas visiones extraordinarias.

—¿Por qué suponer algo tan ingrato?—inquirió la señora de Bianchi Vionnet—. ¿Por un momento siquiera, imaginan la grosería de un bucanero de entonces?

—Un ser tosco tiene su interés—afirmó madame Medor.

—Póngase al día, señor Lynch—rogó Blanquita—. Yo prefiero cosas modernas. Hoy la gente habla de platos voladores.

—En efecto—corroboró Martín—. La juventud despierta se agrupa en círculos para la observación de platos voladores. Ya hay uno en Claromecó. Soy amigo del tesorero.

Henchido el pecho, altiva la cabeza, madame Medor pronosticó:

—Si Terranova también es amigote, poco les durará el tesoro a los de Claromecó.

Álvarez aquella noche durmió pesadamente, como quien está envenenado. Al otro día, en procura de aire, abrió de par en par la ventana. Pronto la cerró, porque en ese primer momento, con el estómago vacío el olor de afuera se le antojó nauseabundo. No le pareció mejor el gusto del café con leche y hasta en la dulzura de la miel encontró un dejo sulfuroso. Desayunó galletas viejas. Como pudo apartó a la alemanita que insistía en hablarle. En el espejo del corredor entrevistó su melancólica imagen de hombre maduro, con chambergo desteñido, con pantalón de baño y comentó airadamente: "El acabose." Cuando bajó la escalera sintió la falta de aire, y por si acaso llevó una mano a la baranda. Abajo estaba madame Medor.

—Va a tener que abrir las ventanas—indicó Álvarez—. La atmósfera aquí dentro está un poco pesada.

La señora replicó:

—¿Ventilación? ¿Corrientes de aire? Ni loca. Además, cómo le diré afuera usted nota la atmósfera cargada, comprometida del fuerte olor.

—¿A mar?—preguntó Álvarez.

La patrona se encogió de hombros, irguió corpacho y testa, partió a sus menesteres.

Cuando abrió la puerta, Álvarez por poco se vuelve. Salir afuera esa mañana era como entrar en un invernáculo: el aire libre estaba más pesado que el de adentro; en cuanto al olor, le sugirió una fantasía: el horizonte en círculo de carroñas monumentales. Era un día tormentoso. Un chaparrón con vendaval—reflexionó—, tal vez limpiara." Porque no quería perder una mañana de playa—eran cortas y caras estas vacaciones—encontró coraje para alejarse de la hostería, para aventurar unos pasos en la turbiedad y el mal olor. Al ver marchitas las flores de los canteros, murmuró:

Perecen las flores de todo jardín.

¿De dónde había sacado el verso? Le pareció que estaba a punto de recuperar recuerdos, para él exaltados y maravillosos. . . Después de un rato de perplejidad resolvió que a la hora del almuerzo consultara con Lynch. "El viejo leyó mucho."

Cerca de la costa el hedor aumentaba notablemente. Álvarez se dijo que después de una breve fracción de tiempo uno se acostumbra a cualquier olor y ya en el borde del acantilado se preguntó si él aguantaría durante esa fracción. Advirtió que la bajante de la marea había sido pronunciada y que había descubierto un trecho de playa borrosa. En la superficie del agua divisó grumos y espuma; luego, con sobresalto, vio que los grumos y la espuma estaban quietos, que el mar estaba quieto y por último reparó en la circunstancia que por su misma extrañeza era más evidente: el ruido del mar había cesado. Sólo graznidos de coléricas gaviotas interrumpían el deprimido silencio. Álvarez descalzó los piecitos, como un perro que escrupulosamente elige donde no caben distinciones buscó un lugar para echarse y acampó en la arena.

No se arrimó a los acantilados, para que lo protegieran del sol, porque un sucio manto de nubes cubría el firmamento. Cerró los ojos. Al rato lo invadió el mismo vago recelo de la víspera. Contrariado notó que la cargada atmósfera de la mañana gravitaba sobre él narcóticamente. En cualquier orden balbuceó las palabras: "Indefenso quedaré dormido."

Estaba en el centro de la playa, a mitad camino entre los acantilados y el mar. Pensó: "Expuesto. Como en una bandeja. Junto a los acantilados al menos tendría protegida la espalda. Una idea nomás, pues bien podría el atacante surgir de pronto en lo alto y dejarse caer. Pero no; del mar viene lo que viene." Porque olvidó la conclusión o porque lo dominaba el sueño, no se movió de donde estaba. Las gaviotas—nunca hubo tantas— perdían altura, para remontarse a último momento, con aleteos frenéticos y graznidos furiosos. Un nuevo ruido, que silenció a las gaviotas, evocó en la mente de Álvarez la mezcla final de agua y aire que un sumidero traga. Vio que el mar estaba todavía ahí y advirtió, en insólito movimiento en la superficie, los borbotones del comienzo del hervor. Le pareció después que la causa de toda esa agitación acuática debía de ser un cuerpo extremadamente largo, que en movimientos y planos desparejos emergía desde quién sabe qué abismos. Con menos temor que interés dedujo: "Una serpiente marina" Bajo el misterioso cuerpo pulularon seres cuya actividad recordaba a los diligentes operarios que entre un número y otro levantan la red y la jaula en la pista del circo. La tendencia de tal actividad era hacia adelante, hacia tierra; un movimiento único, de abajo arriba, la terminó. En la quietud inmediata Álvarez vio un arco; luego descubrió que era la boca de un largo túnel que se hundía en la profundidad del océano; en esa boca, a la oscuridad sucedieron colores, que se ordenaron para componer una comitiva. El conjunto lentamente se adelantaba hacia él, con pompa y determinación. Marchaba al frente un sujeto corpulento, de exótico aspecto rumboso un rey en quien la tiniebla verdosa de rostro y manos diríase encuadrada enfáticamente por los estrepitosos colores del atavío. Era Neptuno. Las fiestas rituales, las grandes carreras de caballos, ahora se desataban en la playa. Congraciadoramente, Alvarez elogió el espectáculo. El rey respondió con tristeza

—Es el último.

Importaban las tres palabras proferidas por Neptuno una revelación: había llegado el fin del mundo. Cuando lo rozó un desbocado caballo negro, gritando despertó.

Abrió los ojos junto a una superficie oscura, reluciente como caballo sudado, de mayor volumen, e instintivamente se apartó. La mirada abarcó un pez. Absorto, reprimió como pudo el miedo, el asco, y se dijo en tono de broma: "Que esto me pase a mí, tan luego." Con estertores la monstruosa mole moría.

Álvarez había despertado a una pesadilla verdadera, pues desde los acantilados hasta el mar colmaban la bahía enormes peces enfermos o muertos. Olían a barro, también a podredumbre. Huir cuanto antes fue su único anhelo. Se incorporó, sinuosamente sorteó los monstruos, escaló el sendero por donde un rato antes había bajado. En plena confusión y temor, formuló una opinión concreta: "Más que pez por su aspecto éste es cetáceo." Ya en lo alto, desde una saliente, descubrió que en todas las playas—en algunos sectores alcanzaban ahora proporciones nunca vistas, de kilómetros tal vez, antes de llegar al mar—el tendal de cetáceos gordos, de enormes peces, de no pocos pececillos, infinitamente se repetía y se extendía.

Miró en rumbo opuesto, tierra adentro. El aire estaba turbio de pájaros. En la ofuscación de su mente los identificó por un segundo con las gaviotas de allá abajo, ennegrecidas quién sabe cómo. Eran cuervos, atraídos por la hecatombe de la playa.

Emprendió con paso rápido el regreso, porque lo dominaba la incongruente convicción de que en la hora del fin del mundo se hallaría más protegido en la hostería que en la intemperie. Ante el peligro quiso volver a casa, y ya se sabe que el viajero confiere sin demora el carácter de tal a cualquier cuarto de hotel, como en cualquier hombre ve a un padre el huérfano. Junto al bungalow oyó una música de iglesia, que le recordó una noche en que llegó, muchos años atrás, a un pueblito de las sierras de Córdoba, en cuya desmoronada capilla, nítida a la luz de la luna, cantaban la misa coros de chicos. Tan lejano como ese recuerdo le pareció de pronto el mismo día de ayer, en que aún ignoraba la irrevocable inminencia del fin de todo.

De rodillas en el comedor las mujeres le rezaban al aparato de radio, que transmitía el Requiem de Mozart. "Lo que me faltaba—dijo para sí, Alvarez—. Como si no tuviera bastante miedo. Ah, no—corrigió—la que faltaba es ésta." En efecto, Blanquita salió de la cabina del teléfono, entró en puntas de pie en el comedor, se arrodilló. Hilda se recogió el flequillo y con una mirada significativa buscó los ojos de Álvarez.

Concluida la misa, la patrona se incorporó, empezó a mandar

—Hilda, la comida. La vida sigue, chica.

Álvarez, comentó:

—Hum.

—El buque se hunde, pero el capitán se mantiene en el puente—observó el viejo Lynch.

—Si me permite, señor Álvarez, lo pongo al tanto—propuso Campolongo—. El gobierno se arrancó la máscara. Las radios informan sin tapujos, aunque alternando misas y consejos paternales, fuera de lugar.

—¿Por qué fuera de lugar?—protestó Lynch—. No hay que perder la compostura.

Álvarez, que no quería contradecirlo ante Campolongo, le susurró al viejo:

—¿Compostura? La palabra resulta irónica, mi amigo. Sospecho que la máquina entera se nos descompone.

—No lo dude—respondió Lynch.

—Parece que el mar se pudre—declaró Blanquita—. Tanta agua abombada debe de ser de lo más malsano. No me creerán, pero a mí el agua abombada me da no sé qué.

—Qué porquería—exclamó la de Bianchi Vionnet.

—Es un fenómeno generalizado—puntualizó Martín—. ¿No oyeron el telegrama de Niza? En toda la costa de Europa...

Dolido, Campolongo argumentó:

—Deje en paz a Niza y a Europa. La mirada fija en el extranjero es el drama del argentino. ¿Hasta cuándo? Si aquí tenemos de todo, señor Martín, y bien cerca, en Necochea, en Mar del Sur, en Miramar, en Mar del Plata, los grandes caminitos de hormiga del éxodo han comenzado pavorosamente. . .

—Una tragedia. ¡A mí se me rompe el corazón!—afirmó Blanquita—. La pobre gente carga con lo que puede y engrosa la columna que marcha sin destino. Miren, se me caen las lágrimas.

—Vanidosa, pero compasiva—diagnosticó fríamente el viejo.

—Con tal que una columna sin destino no se nos meta por acá—suspiró gesticulando la de Bianchi Vionnet.

—El sentido general de la marcha—aseguró Martín—es para adentro. En este punto coincide Niza con las estaciones locales.

—Dale con Niza—rezongó Campolongo.

Martín le previno:

—Usted aburre una vez más y lo dejo sin fin del mundo.

—Ahí el matón intuye una verdad, amigo Álvarez—Lynch señaló—.

Asistir al espectáculo es un privilegio único, por lo menos para gente como usted y yo.

Involuntariamente contestó Álvarez

—Hum.

—Lo que pido es quedarme donde estoy—confió la de Bianchi Vionnet—. Me muero si nosotros también formamos nuestra comparsa de gitanos y tomamos la calle.

—¿Para qué?—interrogó la patrona—. El sismo te prende donde vayas.

—Habrá que ver si no se nos vuelve irrespirable el aire de mar—opinó el viejo.

La señora de Bianchi Vionnet lo contradijo:

—A la larga uno se acostumbra a cualquier cosa.

—Mientras el mar se pudre y el agua de la tierra se ha vuelto remedio —declaró la patrona—la clientela del Bucanero Inglés degustará hasta último momento bebidas de calidad y refrescos finos. De regreso a casita no dejen de contarlo a sus amistades: no pido propaganda mejor.

Apuntalado por fenómenos cósmicos, el tema del fin del mundo duró todo el almuerzo, pero a la altura del café había perdido actualidad. Madre e hija se toparon en una disputa acre. Analizó Blanquita:

—No te resignas a mi dicha, a mi belleza, a mi juventud.

Madame Medor replicó: —En verdad, eres joven, mi Blancheta, y te queda una larga vida por delante.—Resoplando agregó:—Mientras yo bufe, no te la arruinará el matasiete.

—Miren—pidió Lynch.

La luz de afuera variaba espectacularmente, como si estallaran en no interrumpida sucesión auroras anacrónicas. Mientras los demás miraban por la ventana Martín salió del comedor en puntas de pie, y se encerró en la cabina del teléfono. Con una mano de dedos cortos, Hilda recogió el flequillo y de nuevo buscó los ojos de Álvarez; instantes después ella también salió del comedor.

—Esto se veía venir—aseguró madame Medor—. La locura del dinero llegó al colmo. La dueña de La Legua vendió los pinos, le prometo que centenarios, de la calle de entrada. ¡Y qué me cuentan de la política! ¿Saben quién tiene una vara alta en la casa de gobierno? El loco del pueblo, Palacin, mejor conocido por el Gran Palacin, que hasta ayer pedía limosna en un caballo francamente impresentable.

—Aduce causas morales. Aquí nadie toma en serio el fin del mundo —lamentó Álvarez.

—Nadie cree en el fin del mundo—confirmó el viejo; tras una pausa preguntó—: ¿En qué piensa?

—En nada—contestó Álvarez.

Mintió; pensaba: "Con gente, quiero estar solo; solo, quiero estar con gente." Volvió a mentir, dijo:

—Vuelvo en seguida.

Salió del comedor y, ni bien llegó al vestíbulo de entrada, no supo qué hacer. Cuando vio a Hilda se decidió resueltamente por la fuga. La muchacha alcanzó la manija de la puerta antes que él.

—¿Qué pasa?—preguntó Alvarez.

—Escuché la conversación entre Martín y Terranova. Si usted levanta el tubo en el escritorio, oye todo. Esta noche, a las doce, en la fiesta de cumpleaños, madame Medor regala el anillo a Blanquita. Al rato, Blanquita escapa de la fiesta y baja a la playa de los acantilados, donde la espera el Terranova. Ella está lo más creída que se va a fugar con su gran amor, pero los matones tienen otro plan: de un tirón le arrancan la esmeralda, le ponen un puntapié, no le digo dónde dijeron, y enderezan para el Gran Buenos Aires, como dos potentados. ¡Pobre Blanquita!

—No he visto chica más vanidosa.

—Es buena. ¿Usted sabe la desilusión que se va a llevar?

—Usted no tiene un pelo de sonsa, pero ¿qué importa una desilusión ahora? Ya nada importa nada. ¿Cuándo les entrará en la cabeza—preguntó, mientras con el revés de la mano tocaba repetidamente la frente de Hilda—que ha llegado el fin del mundo?

—Si nada importa...—protestó interrogativamente la chica.

Álvarez dijo:

—Tan de cerca la veo turbia.

Riendo nerviosamente la esquivó; aprovechó la circunstancia de que la mano de la muchacha había soltado el pomo de la puerta, para empuñarlo, abrir y saltar afuera. Mientras comía pensó: "Por suerte no me faltó coraje." Con rapidez admirable se encontró a veinte o treinta metros de la casa, en plena intemperie. Ahí lo sosegó otro miedo. "Esto es horrible—dijo—. Qué colores. Todo se ha puesto violeta Y un olor verdaderamente infecto. No sé por qué huyo de Hilda. Para un viejo como yo... ¿Estaré loco?"

En ese momento entrevió una sombra que se movía entre los árboles. Era el cura, escopeta al hombro, con el perro Tom.

—Padre—balbuceó Álvarez, un poco ahogado por el olor y la sorpresa—. ¿Usted, en un día como hoy, va de caza?

—¿Por qué no?—preguntó el padre Bellod.

—Lo imaginaba atareado en la extremaunción para medio mundo.

—Todavía no llegó el trance. Cuando llegue, habrá que darla al mundo entero. Para ello un solo cura queda corto. Entonces yo predico que cada cual siga la vida de todos los días. La actividad del hombre (¡en estos momentos no le digo nada!) tiene su lado de plegaria, porque es una prueba de fe en el Creador.

—Predica con el ejemplo y sale de caza.

—No seas pedante, hijo. Siempre el hombre, en plena inocencia, ha matado criaturas.

—¿Es pedantería la compasión?

—No; lo malo es que yo cavé mi propia tumba. Cuando dije: "Hay que seguir como si nada", olvidé que había citado al Comité pro Obras de la Capilla. No está bien que hoy yo me escapé, pero, hijo mío, no tengo salud ni resignación cristiana para entregar mi última tarde a esas fieras. Yo me voy al campo, con mi perro Tom, que ha perdido el habla con el susto. No se dirá que lo desamparo.

—¿Y usted cree, padre, que realmente habrá llegado el fin del mundo?

—Es una cosa en la que nadie íntimamente cree; pero tal vez importen menos nuestras creencias que el mar podrido y el agua dulce con olor a azufre.

—¿Olor a Lucifer?

—Hablando en serio, pienso que ustedes están mejor que yo, en materia de líquido, porque la madama se ufana de buena bodega, y mis reservas, todas de Lacrima Christi, no irán más allá de tres o cuatro días.

—Las nuestras, cuatro o cinco, seguramente. ¿Eso qué importa, padre?

—La vida del hombre siempre se contó por días.

—No por tan pocos. Ahora uno más quizá nos exponga a asaltos de los que no se resignan a morir. A lo mejor tienen razón. A lo mejor no es el fin del mundo...

—Para cada cual la muerte siempre fue el fin del mundo. Esta vez la hora de preparar el alma llegó para todos. Cuando una repartición tan acreditada como el Observatorio de La Plata lanza la bomba de ese boletín, deja poco lugar a dudas. ¿Lo oyeron ustedes en la radio?

—Me entristece que dentro de pocos días no haya Observatorio, ni La Plata, ni reparticiones públicas.

—Te ríes porque eres valiente. El alma ha de sobrevivir y llegará entonces la hora de echar mano a todo nuestro coraje.

—Hago bromas para distraerme, porque soy cobarde. ¿Le cuento algo que es verdad, que no tiene importancia y que me parece bastante raro? Lo que está pasando en el mundo, continuamente me trae a la memoria versitos olvidados, tan olvidados que si yo fuera capaz de versificar los creería de mi cosecha. Por ejemplo, ahora mismo oigo en la cabeza un sonsonete y estoy diciendo:

Amigos, ya veo acercarse la fin.

—Admirable, admirable. Pronóstico que ha de llegar el día en que aquilatarán tus quilates de vate.

—¿Y usted cree que yo digo la fin?

—Una licencia.

—En todo caso, no quiero que me agarre el fin o la fin, sin haberle preguntado al viejo de quién son estos versos. Pero tengo tan mala memoria. . .

—Y yo me pregunto si Tom y yo cobraremos hoy una sola pieza. ¿Como siempre volarán las perdices?

—A lo mejor se animan, si los ven a ustedes dos. Aunque con esta luz, francamente. . .

Caminaron juntos un breve tramo y se despidieron. Álvarez volvió sus pasos en dirección de la hostería, pues, aunque la tuviera a la vista, temía extraviarla: los cambios de tonalidad en la luz y la penumbra de aquel atardecer transfiguraban los lugares. De pronto resonó cerca un relincho. Alarmado, Álvarez divisó el caballo—testa y orejas levantadas, ojos ariscos, belfo resoplante y abierto—que se aproximaba nerviosamente. Recordó: "De los perros no hay que huir", y se amonestó: "Hombre de ciudad, ¿quién te manda salir al campo?" Ahora el caballo lo había alcanzado, caminaba a su lado, como si la compañía lo confortara. La caminata duró lo suficientemente para que Álvarez también se tranquilizara y aun para que se apiadara de su compañero, que se quedaría afuera.

Antes de llegar a la hostería, oyó la Marcha de los santos. Estaba la gente en el comedor. Por la ventana vio a Hilda, sobre la mesa, descalza, plumero en mano, atareada en quitar el polvo a las guirnaldas. "Es una chiquilina—se dijo—. No puede ser", para prestamente agregar: "Y yo, lo primero que veo, la chica." Martín tocaba el piano, Lynch y la señora de Bianchi Vionnet, sentados como espectadores, conversaban; Blanquita distribuía por la mesa platos, servilletas panes, y madame Medor el torreón del peinado sublime, el dedo con esmeralda activo y relumbrante, daba órdenes. Aliviado de librarse del caballo, entró en la casa; con sigilo subió la crujiente escalera y se metió en su cuarto. Ni bien cerró la puerta—puso llave, sin saber por qué—se enfrentó con la situación. "Debe uno estar solo en su cuarto, para entender las cosas", reflexionó, mientras un frío le bajaba por la espalda. El pensamiento rápidamente degeneró en imágenes más o menos fortuitas: una esquina de la infancia, con el cupuloso colegio como postre gris o como proa cuyo mascarón innegable era don Benjamin Zorrilla, en busto diminuto; o la gallina de hierro que por monedas ponía huevos confitados en el Pabellón de los Lagos. Para recordarlas ¿no quedará nadie? En ese momento la realidad de la historia se parecía a los sueños de un moribundo, y si le dolía que cesaran con él recuerdos de sus padres, de su casa y quizá totalmente la cara de alguna muchacha (Ercilia Villoldo), la idea de que desaparecieran auténticos bienes de la herencia universal—como la muerte en alta mar de Mariano Moreno o como las promesas del Preámbulo de la Constitución para nosotros, para nuestra posteridad y para todos los hombres del mundo—le resultaba intolerablemente patética. Se echó en la cama, trató de dormir, aunque dormir, desde luego, no era posible. Mientras pensaba esto soñaba con el olor a alucemas de un gran armario oscuro con lunas de espejo. Ese perfume persuasivamente evocador de la cercanía de su madre, le comunicó una seguridad tan completa que se preguntó si no soñaba y, angustiado, despertó. Asimismo tuvo parte en despertarlo una suerte de clamor que atribuyó en el primer momento a algún perro que arañaba una puerta y ululaba lejos en la noche. De repente comprendió que arañazos y ululatos ocurrían en su propia puerta y que parecían lejanos de puro suaves. ¡Hilda temía a la patrona! La chica suplicaba que le abrieran, lloraba y reía sofocadamente, tuteaba, mimaba de palabra, prometía caricias, prorrumpía en besos.

Providencialmente resonó la voz de madame Medor:

—¡Hilda ¡Pronto! ¡Pícara

Corrió abajo la chica. Álvarez, naturalmente compasivo, acotó: "Un pobre animalito ahuyentado. Si lo dejan, terco, eso sí." Consideró también que a él le convenía salir cuanto antes del cuarto, no fueran de nuevo a ponerle sitio. Saltó de la cama recordó la comida para Blanquita, se felicitó por no perder la cabeza, echó mano a la muda nueva, en voz baja repitió la palabra coraje, con temor entreabrió la puerta, precavidamente se asomó, a pasos de tres escalones bajó la escalera (que por poco se derrumba) y ni bien entró en el comedor desembocó en Hilda. Mirándolo de frente, con ojos que habían llorado la chica dijo:

—Tiene un corazón de piedra. ¿Por qué no quiere que le hablen de Blanquita?

—Oh las mujeres—murmuró, para agregar algún lugar común sobre la imposibilidad de entenderlas.

¿De veras Hilda había acudido a su cuarto para interceder por la hija de la patrona? Otro móvil le atribuyó él, tal vez por influjo de sus propios deseos, pero ahora todo aquello era un recuerdo, ¿cómo cotejarlo con las afirmaciones de la muchacha? No estaba seguro de nada, salvo de que Blanquita por tonta y vanidosa no merecía ningún sacrificio. ¿Qué le importaba una desilusión para Blanquita, si en un rato el mundo acabaría con ellos adentro? Todavía si fuera Hilda la amenazada.. . Pensó: "Para mantener una conducta, para cometer delitos o siquiera para caer en tentaciones, hay que contar con un mínimo de futuro; el universo lo niega, pero esta gente no lo descarta"

En confirmación de tales reflexiones habló la patrona:

—A usted quiero consultarlo—anunció, con el dedito de la esmeralda en alto y una voz cuando se le escapaba, hombruna—. ¿Qué opina de los planes de ahorró? Aquí tengo el prospecto de una sociedad (¡piratas financieros, no lo dudo!) para las ampliaciones que sueño, el establecimiento termal...

—Yo, en su lugar, me emborracharía—contestó Álvarez.

—¿Me cree tonta? ¿Qué estoy haciendo?—hipó la señora y tras un mohín encantador le dio la espalda.

—Medio alegrones en verdad estamos todos—le explicó la de Bianchi Vionnet—. Pero usted ¿por qué no me quiere? No sea pesado, soy una buena chica y echarse enemigos a la larga embroma.

—La humanidad es incorregible—Álvarez dijo al viejo.

—Incorregible—concedió éste—pero voy a pedirle un favor. ¿Usted oyó hablar de la velocidad de la luz? Yo descubrí lo que todo el mundo sospechaba: que la luz no tiene velocidad. Al diablo con la relatividad, al diablo con Einstein.

—Buen tema para distraernos de las catástrofes—convino Álvarez.

Casi enojado el viejo replicó:

—¿Qué me importan las distracciones? Por favor, grábeselo en esa mente: la luz no tiene velocidad. Al diablo con Einstein. Si muero en el fin del mundo, dígales: Lynch descubrió que la luz no tiene velocidad.

—Tú también—murmuró Álvarez.

—No le escucho—articuló finamente Campolongo.

—No le oigo—corrigió Álvarez y para sí añadió—: Lo que es yo no transijo. Al fin y al cabo siempre supe que moriría solo.

Cuando trajo la fuente de la carbonada, Hilda le susurró al oído:

—Mire la Blanquita confiada. Tenga compasión.

Alvarez preguntó:

—¿Qué puedo hacer?—Agregó irritadamente:—Yo no transijo.

Se explicó a sí mismo que no debía preocuparse por la suerte de Blanquita porque a la vista del fin del mundo la suerte para todos era pareja y lo que entretanto pudiera ocurrir, retrospectivamente perdería significación. "La preocupación—concluyó—no prueba que compadezco a la chica sino que tengo una mente obsesiva: defecto que debo corregir."

Apuntalada por la mano derecha en un respaldo de silla y por la izquierda en un hombro de Lynch, se incorporó la patrona; luego empuñó concienzudamente una copa, que levantó en alto, y brindó:

—Por mi hija Blancheta.

Entre aplausos corrió la hija al abrazo de la madre.

—¡Por muchos años!—gritó, ya frenético, Lynch.

—Martín, música—madame Medor ordenó con dignidad irrefutable.

Por respuesta la señora obtuvo el primer instante de completo silencio. Todos se volvieron al taburete del piano. Martín no lo ocupaba. ¡Sin que lo advirtieran el músico había desaparecido! Significativamente Hilda buscó la mirada de Álvarez.

Campolongo, atento y ágil, puso en funcionamiento el aparato de radio, que atronó con los acordes más fúnebres de la séptima sinfonía de Beethoven. Manteniendo una soberbia rayana en testas coronadas madame Medor llevó de su dedo a uno de Blanquita el anillo de la esmeralda.

Campolongo observó:

—De vez en cuando riñen, pero mire cómo se quieren, ¡es humano!

—Grotesco. Pura gente loca—protestó Álvarez

—No sé. Pobre chica. Me da lástima—reconoció la de Bianchi Vionnet.

—¡Por favor!—argumentó él.

—Yo estoy conmovida.

—Como en el cine. Mientras despreciamos la película, lloramos. Yo no transijo.

—¿Qué tiene que ver el cine? Madre e hija: nada más natural.

—Fíjese—dijo Álvarez en un arranque de orgullo—. Seguramente soy el más cobarde, y ahora descubro que soy el único que tiene valor para mirar las cosas de frente. ¿Usted cree que estoy con ganas de aflojar? De ningún modo. Yo sigo así hasta el fin ¿Qué le parece?

—Que no ha crecido, que es un chico. Nada más deprimente que un hombre alardeando coraje.

Álvarez la miró con detención, tomando tiempo para entender.

—Ah ¿usted es partidaria de la compasión? Una mujer que conocí, una muchacha joven, me pedía siempre que fuera compasivo.

Con instintiva brusquedad replicó la de Bianchi Vionnet:

—Esa niña era una hipócrita. Yo no creo en el sacrificio por el prójimo.

Álvarez respondió suavemente:

—Alguna vez hay que pensar por sí mismo. Yo creo en la compasión. La virtud humana por excelencia.

—¡Malo!—la de Bianchi Vionnet gimió mimosamente—: ¿Por qué te gusta tanto esa niña?

Álvarez no oyó la pregunta, porque seguía con los ojos a Blanquita a través del comedor, del vestíbulo, hasta el cuarto de toilette. Se excusó:

—Ya vuelvo.

Se levantó, se dirigió al cuarto de toilette, entreabrió la puerta, vio a la chica, peine en mano, ensimismada en el espejo. Sacó la llave, que estaba en la cerradura, del lado de adentro, y casi inaudiblemente murmuró:

—Aunque patalee, con Beethoven no la oyen.

Con suavidad cerró la puerta, echó llave. Al volverse encontró a Hilda.

—Si lo ve al cura—dijo Álvarez, arrimándose a la puerta que daba afuera—le dice que los versos no eran míos. Que hice memoria Que son de un tocayo.

—¿Adónde va?—preguntó la chica, alarmada

Alvarez empuñó el picaporte y contestó:

—A la playa. A decirles a los rufianes que avisé a la policía y que se larguen de San Jorge.

—Lo van a matar.

—¿Nunca entenderás, Hilda? Nada importa nada.

Álvarez entreabrió la puerta y la chica repitió una pregunta que en otra ocasión había formulado:

—¿Si nada importa...?

—Yo tampoco—respondió Álvarez.

Hilda tendió ansiosamente la mano, pero a él un paso afuera le bastó para ocultarse en esa noche horrible. Otros pasos dio, se creyó perdido, hasta que divisó a lo lejos una luz en vaivén. Orientado, se encaminó hacia allá.

El caso de los viejitos voladores

de Adolfo Bioy Casares

Un diputado, que en estos años viajó con frecuencia al extranjero, pidió a la cámara que nombrara una comisión investigadora.
El legislador había advertido, primero sin alegría, por último con alarma, que en aviones de diversas líneas cruzaba el espacio en todas direcciones, de modo casi continuo, un puñado de hombres muy viejos, poco menos que moribundos. A uno de ellos, que vio en un vuelo de mayo, de nuevo lo encontró en uno de junio. Según el diputado, lo reconoció "porque el destino lo quiso".
En efecto, al anciano se lo veía tan desmejorado que parecía otro, más pálido, más débil, más decrépito. Esta circunstancia llevó al diputado a entrever una hipótesis que daba respuesta a sus preguntas.
Detrás de tan misterioso tráfico aéreo, ¿no habría una organización para el robo y la venta de órganos de viejos? Parece increíble, pero también es increíble que exista para el robo y la venta de órganos de jóvenes. ¿Los órganos de los jóvenes resultan más actrativos, más convenientes? De acuerdo: pero las dificultades para conseguirlos han de ser mayores. En el caso de los viejos podrá contarse, en alguna medida, con la complicidad de la familia.
En efecto, hoy todo viejo plantea dos alternativas: la molestia o el geriátrico. Una invitación al viaje procura, por regla general, la aceptación inmediata, sin averiguaciones previas. A caballo regalado no se le mira la boca.
La comisión bicameral, para peor, resultó demasiado numerosa para actuar con la agilidad y eficacia sugeridas. El diputado, que no daba el brazo a torcer, consiguió que la comisión delegara su cometido a un investigador profesional. Fue así como El caso de los viejos voladores llegó a esta oficina.
Lo primero que hice fue preguntar al diputado en aviones de qué líneas viajó en mayo y en junio.
"En Aerolíneas y en Líneas Aéreas Portuguesas" me contestó. Me presenté en ambas compañías, requerí las listas de pasajeros y no tardé en identificar al viejo en cuestión. Tenía que ser una de las dos personas que figuraban en ambas listas; la otra era el diputado.
Proseguí las investigaciones, con resultados poco estimulantes al principio (la contestación variaba entre "Ni idea" y "El hombre me suena"), pero finalmente un adolescente me dijo "Es una de las glorias de nuestra literatura". No sé cómo uno se mete de investigador: es tan raro todo. Bastó que yo recibiera la respuesta del menor, para que todos los interrogados, como si se hubieran parado en San Benito, me contestaran: "¿Todavía no lo sabe? Es una de las glorias de nuestra literatura".
Fui a la Sociedad de Escritores donde un socio joven, confirmó en lo esencial la información. En realidad me preguntó: –¿Usted es arqueólogo?
–No, ¿Por qué?
–¿No me diga que es escritor?
–Tampoco.
–Entonces no lo entiendo. Para el común de los mortales, el señor del que me habla tiene un interés puramente arqueológico. Para los escritores, él y algunos otros como él, son algo muy real y, sobre todo, muy molesto.
–Me parece que usted no le tiene simpatía.
–¿Cómo tener simpatía por un obstáculo? El señor en cuestión no es más que un obstáculo. Un obstáculo insalvable para todo escritor joven. Si llevamos un cuento, un poema, un ensayo a cualquier periódico, nos postergan indefinidamente, porque todos los espacios están ocupados por colaboraciones de ese individuo o de individuos como él. A ningún joven le dan premios o le hacen reportajes, porque todos los premios y todos los reportajes son para el señor o similares.
Resolví visitar al viejo. No fue fácil.En su casa, invariablemente, me decían que no estaba. Un día me preguntaron para qué deseaba hablar con él. "Quisiera preguntarle algo", contesté. "Acabáramos", dijeron y me comunicaron con el viejo. Este repitió la pregunta de si yo era periodista. Le dije que no. "¿Está seguro? preguntó.
"Segurísimo" dije. Me citó ese mismo día en su casa.
–Quisiera preguntarle, si usted me lo permite, ¿por qué viaja tanto?
–¿Usted es médico? –me preguntó–. Sí, viajo demasiado y sé que me hace mal, doctor.
–¿ Por qué viaja? ¿Por qué le han prometido operaciones que le devolverán la salud?
–¿De qué operaciones me está hablando?
–Operaciones quirúrgicas.
–¿Cómo se le ocurre? Viajaría para salvarme de que me las hicieran.
–Entonces, ¿por qué viaja?
–Porque me dan premios.
–Ya un escritor joven me dijo que usted acapara todos los premios.
–Si. Una prueba de la falta de originalidad de la gente. Uno le da un premio y todos sienten que ellos también tienen que darle un premio.
–¿No piensa que es una injusticia con los jóvenes?
–Si los premios se los dieran a los que escriben bien, sería una injusticia premiar a los jóvenes, porque no saben escribir. Pero no me premian porque escriba bien, sino porque otros me premiaron.
–La situación debe de ser muy dolorosa para los jóvenes.
–Dolorosa ¿Por qué? Cuando nos premian, pasamos unos días sonseando vanidosamente. Nos cansamos. Por un tiempo considerable no escribimos. Si los jóvenes tuvieran un poco de sentido de la oportunidad, llevarían en nuestra ausencia sus colaboraciones a los periódicos y por malas que sean tendrían siquiera una remota posibilidad de que se las aceptaran.
Eso no es todo. Con estos premios el trabajo se nos atrasa y no llevamos en fecha el libro al editor. Otro claro que el joven despabilado puede aprovechar para colocar su mamotreto. Y todavía guardo en la manga otro regalo para los jóvenes, pero mejor no hablar, para que la impaciencia no los carcoma.
–A mí puede decirme cualquier cosa.
–Bueno, se lo digo: ya me dieron cinco o seis premios. Si continúan con este ritmo ¿usted cree que voy a sobrevivir? Desde ya le participo que no. ¿Usted sabe cómo le sacan la frisa al premiado? Creo que no me quedan fuerzas para aguantar otro premio.

El calamar opta por su tinta

de Adolfo Bioy Casares

Más ocurrió en este pueblo en los últimos días que en el resto de su historia. Para medir como corresponde mi palabra recuerden ustedes que hablo de uno de los pueblos viejos de la provincia, de uno en cuya vida abundan los hechos notables: la fundación, en pleno siglo XIX; algo después el cólera –un brote que felizmente no llegó a mayores- y el peligro del malón, que si bien no se concretaría nunca, mantuvo a la gente en jaque a lo largo de un lustro en que partidos limítrofes conocieron la tribulación por el indio. Dejando atrás la época heroica, pasaré por alto tantas otras visitas de gobernadores, diputados, candidatos de toda laya, amén de cómicos y uno o dos gigantes del deporte. Para morderme la cola concluiré esta breve lista con la fiesta del Centenario de la Fundación, genuino torneo de oratoria y homenajes.

Como he de comunicar un hecho de primer orden, presento mis credenciales al lector. De espíritu amplio e ideas avanzadas, devoro cuanto libro atrapo en la librería de mi amigo el gallego Villarroel, desde el doctor Jung hasta Hugo, Walter Scott y Goldoni, sin olvidar el último tomito de Escenas matritenses. Mi meta es la cultura, pero bordeo los “malditos treinta años” y de veras temo que me quede por aprender más de lo que sé. En resumen, procuro seguir el movimiento e inculcar las luces entre los vecinos, todos bellas personas, platita labrada, eso sí muy afectos a la siesta que hereditariamente acunan desde la edad media y el oscurantismo. Soy docente –maestro de escuela- y periodista. Ejerzo la cátedra de la péndola en modestos órganos locales, ora factotum de El Mirasol (título mal elegido, que provoca pullas y atrae una enormidad de correspondencia errónea, pues nos tomas por tribuna cerealista), ora de Nueva Patria.

El tema de esta crónica ofrece una particularidad que no quiero omitir: no sólo ocurrió el hecho en mi pueblo; ocurrió en la manzana donde transcurre mi vida entera, donde se halla mi hogar, mi escuelita –segundo hogar- y el bar de un hotel frente a la estación, al cual acudimos noche a noche, en altas horas, el núcleo con inquietud de la juventud lugareña. El epicentro del fenómeno, el foco si prefieren, fue el corralón de Juan Camargo, cuyos fondos lindan por el costado este con el hotel y por el norte con el patio de casa. Un par de circunstancias, que no cualquiera vincularía, lo anunciaron: me refiero al pedido de los libros y al retiro del molinete de riego.

Las Margaritas, el petit-hôtel particular de don Juan, verdadero chalet provisto de florido jardín a la calle, ocupa la mitad del frente y apenas parte del fondo del terreno del corralón, donde se amontonan incalculables materiales, como reliquias de buques en el fondo del mar. En cuanto al molinete, giró siempre en el apuntado jardín, al extremo de configurar una de las más viejas tradiciones y una de las más interesantes peculiaridades de nuestro pueblo.

Un día domingo, a principios de mes, misteriosamente el molinete faltó. Como al cabo de la semana no había reaparecido, el jardín perdió color y brillo. Mientras muchos miraron sin ver, hubo uno a quien la curiosidad embargó desde el primer momento. Ese uno infestó a otros, y a la noche, en el bar, frente a la estación, la muchachada bullía de preguntas y comentarios. De tal modo, al calor de una comezón ingenua, natural, destapamos algo que tenia poco de natural y resultó una sorpresa.

Bien sabíamos que don Juan no era hombre de cortar el agua del jardín, por descuido, un verano seco. Por de pronto lo reputamos pilar del pueblo. Con fidelidad la estampa retrata el carácter de nuestro cincuentón: elevada estatura, porte corpulento, cabello cano peinado en dóciles mitades, cuyas ondas dibujan arcos paralelos a los del bigote y a los inferiores de la cadena del reloj. Otro detalles revelan al caballero chapado a la antigua: breeches, polainas de cuero, botín. En su vida, regida por la moderación y el orden, nadie, que yo recuerde, computó una debilidad, llámela borrachera, mujerzuela o traspié político. En un ayer que de buen grado olvidaríamos -¿quién de nosotros, en materia de infamia, no arrojó su canita al aire?- don Juan se mantuvo limpio. Por algo le reconocieron autoridad los mismos interventores de la Cooperativa, etcétera, gente muy poco espectable, francamente pelandrunes. Por algo en años ingratos aquel bigotazo constituyó el manubrio del que la familia sana del pueblo se mantuvo colgada.

Obligatorio es reconocer que este varón señero milita ideas de viejo cuño y que nuestras filas, de suyo idealistas, hasta ahora no produjeron prohombres de temple comparable. En un país nuevo, las ideas nuevas carecen de tradición. Ya se sabe, sin tradición no hay estabilidad.

Por arriba de esta figura, nuestra jerarquía ad usum no pone a nadie, salvo a doña Remedios, madre y consejera única de tan abultado hijo. Entre nosotros, no sólo porque manu militari arregla cuanto conflicto le someten o no, la llamamos Remedio Heroico. Aunque burlesco, el mote es cariñoso.

Para completar el cuadro de quienes viven en el chalet, ya no falta sino un apéndice indudablemente menor, el ahijado, don Tadeíto, alumno del turno de la noche de mi escuela. Como doña Remedios y don Juan no toleran casi nunca extraños en la casa, ni en calidad de colaboradores ni de invitados, el muchacho reúne sobre la testa los títulos de peón y dependiente del corralón y de sirvientillo de Las Margaritas. Agreguen a lo anterior que el pobre diablo acude regularmente a mis clases y comprenderán por qué respondo con cajas destempladas a cuantos, por pifia y maldad pura, le endosan el sonsonete de un apodo. Que olímpicamente lo rechazaran del servicio militar me tiene sin cuidado, porque de envidioso no peco.

El domingo en cuestión, a una hora que se me extravió entre las dos y las cuatro de la tarde, llamaron a mi puerta, con el deliberado afán, a juzgar por los golpes, de voltearla. Tambaleando me incorporé, murmuré: “No es otro”, proferí palabras que no están bien en boca de un maestro y como si esta no fuera época de visitas desagradables abrí, seguro de encontrar a don Tadeíto. Tuve razón. Ahí sonreía el alumno, con la cara tan flacucha que ni siquiera servía de pantalla contra el sol, de lleno en mis ojos. A lo que entendí solicitaba a boca de jarro y con esa voz que de pronto se ahuyenta, textos de primer grado, segundo y tercero. Irritadamente inquirí:

-¿Podrías informar para qué?

-Pide padrino –contestó.

En el acto entregué los libros y olvidé el episodio como si fuera parte de un sueño.

Horas después, cuando me dirigía a la estación y alargaba el camino con una vuelta para matar el tiempo, advertí en Las Margaritas la falta del molinete. La comenté en el andén, mientras esperábamos el expreso de Plaza de las 19.30 que llegó a las 20.54, y la comenté a la noche, en el bar. No me referí al pedido de textos, ni menos aún vinculé un hecho con otro, porque al primero, ya dije, lo registré apenas en la memoria.

Supuse que tras un día tan movido retomaríamos el tranco habitual. El lunes, a la hora de la siesta, alborozadamente me dije: “Esta va de veras”, pero todavía cosquilleaba el fleco del poncho la nariz, cuando empezó el estruendo. Murmurando: “Y hoy qué le ha dado. Si lo pesco a las patadas en la puerta pagará lágrimas de sangre”, enfilé las alpargatas y me encaminé al zaguán.

-¿Ya es una costumbre interrumpir a tu maestro? –espeté al recibir de vuelta la pila de libros.

La sorpresa me confundió enteramente, porque oí por toda conversación:

-Pide padrino los de tercero, cuarto y quinto.

Logré articular:

-¿Para qué?

-Pide padrino –explicó don Tadeíto.

Entregué los libros y volví al lecho, en pos del sueño. Admito que dormí, pero lo hice, ruego que me crean, en el aire.

Luego, camino de la estación, comprobé que el molinete no había retomado su puesto y que el tono amarillo se difundía en el jardín. Conjeturé, por lógica, despropósitos y en pleno andén, mientras el físico se lucía ante frívolas bandadas de señoritas, la mente aún trabajaba en la interpretación del misterio.

Mirando la luna, enorme allá por el cielo, uno de nosotros, creo que Di Pinto, entregado siempre a la quimera romántica de quedar como hombre de campo (¡por favor, ante los amigos de toda la vida!), comentó:

-La luna se hizo de seca. No atribuyamos, pues, a un pronóstico de lluvia el retiro de un artefacto. ¡Su móvil habrá tenido nuestro don Juan!

Badaracco, mozo despierto, que presenta un lunar, porque en otra época, aparte del sueldo bancario, cobraba un tanto por delación, me preguntó:

-¿Por qué no apestillas al respecto al taradito?

-¿A quién? –interrogué por decoro.

-A tu alumno – respondió.

Aprobé el temperamento y lo apliqué esa misma noche, después de clase. Traté de marear primero a don Tadeíto con la perogrullada de que la lluvia entona al vegetal, para atacar por fin a fondo. El diálogo fue como sigue:

-¿Se descompaginó el molinete?

-No

-No lo veo en el jardín.

-¿Cómo lo va a ver?

-¿Por qué cómo lo voy a ver?

-Porque está regando el depósito.

Aclaro que entre nosotros llamamos depósito a la última barraca del corralón, donde don Juan amontona los materiales de poca venta, por ejemplo, estrafalarias estufas y estatuas, monolitos y malacates.

Urgido por el deseo de notificar a los muchachos de la novedad sobre el molinete, ya despachaba a mi alumno sin interrogarlo sobre el otro punto. Recordar y chillar fue todo uno. Desde el zaguán don Tadeíto me miró con ojos de oveja.

-¿Qué hace don Juan con los textos? –grité.

-Y... –gritó de vuelta- los deposita en el depósito.

Alelado corrí al hotel, ante mis comunicaciones, tal como lo preví, cundió la perplejidad entre la juventud. Todos formulamos alguna opinión, pues el buen callar en aquel momento era un bochorno, y por fortuna nadie prestó oídos a nadie. O quizá prestara oídos el patrón, el enorme don Pomponio del vientre hidrópico, a quien los del grupo a gatas distinguimos de las columnas, mesas y vajilla, porque la soberbia del intelecto nos ofusca. La voz de bronce, apagada por ríos de ginebra, de don Pomponio, llamó al orden. Siete caras miraron para arriba y catorce ojos quedaron pendientes de una sola cara roja y brillante, que se partía en la boca, para inquirir:

-¿Por qué no se dan traslado en comitiva y piden explicación a don Juan en persona?

El sarcasmo despabiló a uno, de apellido Aldini, que estudia por correspondencia y lleva corbata blanca. Enarcando cejas me dijo:

-¿Por qué no ordenas a tu alumno que espíe las conversaciones entre doña Remedios y don Juan? Después le aplicas la picana.

-¿Qué picana?

-Tu autoridad de maestro ciruela –aclaró con odio.

-¿Don Tadeíto tiene memoria? –preguntó Badaracco.

-Tiene –afirmé-. Lo que entra en su caletre, por un rato queda fotografiado.

-Don Juan –continuó Aldini- para todo se aconseja de doña Remedios.

-Ante un testigo como el ahijado –declaró Di Pinto- hablarán con entera libertad.

-Si hay misterio, saldrá a relucir –vaticinó Toledo.

Chazarreta, que trabajaba de ayudante en la feria, gruñó:

-Si no hay misterio ¿qué hay?

Como el diálogo se desencaminaba, Badaracco, famoso por la ecuanimidad, contuvo a los polemistas.

-Muchachos –los reconvino-, no están en edad de malgastar energías.

Para tener la última palabra, Toledo repitió:

-Si hay misterio, saldrá a relucir.

Salió a relucir, pero no sin que antes giraran días enteros.

A la otra siesta, cuando me hundía en el sueño, resonaron, cómo no, los golpes. A juzgar por las palpitaciones, resonaron a un tiempo en la puerta y en mi corazón. Don Tadeíto traía los libros de la víspera y reclamaba los de primer año, segundo y tercero, del ciclo secundario. Porque el texto superior escapa a mi órbita, hubo que comparecer en el negocio de librería de Villarroel, a vivo golpe en la puerta despertar al gallego y aplacarlo posteriormente con la satisfacción de que don Juan reclamaba los libros. Como era de temer, el gallego preguntó:

-¿Qué mosca picó al tío ese? En la perra vida compró un libro y a la vejez viruela. Va de suyo que el muy chulo los pide en préstamo.

-No lo tome a la tremenda, gallego –le razoné con palmaditas-. Por lo amargado parece criollo.

Referí los pedidos previos de textos primarios y mantuve la más estricta reserva en cuanto al molinete, de cuya desaparición, según él mismo me dio a entender, estaba perfectamente compenetrado. Con los libracos debajo del brazo, agregué:

-A la noche nos reunimos en el bar del hotel para debatir todo esto. Si quiere aportar su grano de arena, allá nos encuentra.

En el trayecto de ida y vuelta no vimos un alma, salvo al perro barcino del carnicero, que debía de estar de nuevo empachado, porque en sus cabales ni el más humilde irracional se expone a la resolana de las dos de la tarde.

Adoctriné al discípulo para que me reportara verbatim de las conversaciones entre don Juan y doña Remedios. Por algo afirman que en el pecado está el castigo. Esa misma noche emprendí una tortura que, en mi gula de curioso, no había previsto: escuchar aquellos coloquios puntualmente comunicados, interminables y de lo más insulsos. De cuando en cuando llegó a la punta de mi lengua alguna ironía cruel sobre que me tenían sin cuidado las opiniones de doña Remedios acerca de la última partida de jabón amarillo y la franeleta para el reuma de don Juan; pero me refrené, pues ¿cómo delegar en el criterio del mozo la estimación de lo que era importante o no?

Por descontado que al otro día me interrumpió la siesta con los libros en devolución para Villarroel. Ahí se produjo la primera novedad: don Juan, dijo don Tadeíto, ya no quería textos; quería diarios viejos, que él debía procurar al kilo, en la mercería, la carnicería y la panadería. A su debido tiempo me enteré de que los diarios, como antes los libros, iban a parar al depósito.

Después hubo un período en que no ocurrió nada. El alma no tiene arreglo: eché de menos los mismos golpes que antes me arrancaban de la siesta. Quería que pasara algo, bueno o malo. Habituado a la vida intensa, ya no me resignaba a la pachorra. Por fin una noche el alumno, tras un prolijo inventario de los efectos de la sal y otras materias nutritivas en el organismo de doña Remedios, sin la más leve alteración de tono que preparara para un cambio de tema, recitó:

-Padrino dijo a doña Remedios que tienen una visita viviendo en el depósito y que por poco no se la lleva por delante los otros días, porque miraba a una especie de columpio de parque de diversiones al que no había dado entrada en los libros y que él no perdió el aplomo aunque el estado de la misma daba lástima y le recordaba un bagre boqueando fuera de la laguna. Dijo que atinó a traer un balde lleno de agua, porque sin pensarlo comprendió que le pedían agua y él no iba a permitir cruzado de brazos que un semejante muriera. No obtuvo resultado apreciable y prefirió acercar un bebedero a tocar la visita. Llenó el bebedero a baldazos y no obtuvo resultado apreciable. De pronto se acordó del molinete y como el médico de cabecera que prueba, dijo, a tientas los remedios para salvar a un moribundo, corrió a buscar el molinete y lo conectó. A ojos vista el resultado fue apreciable porque el moribundo revivió como si le cayera de lo más bien respirar el aire mojado. Padrino dijo que perdió un rato con su visita, porque le preguntó como pudo si necesitaba algo y que la visita era francamente avispada y al cabo de un cuartito de hora ya picoteaba por acá y por allá alguna palabra en castilla y le pedía los rudimentos para instruirse. Padrino dijo que mandó al ahijado a pedir los textos de los primeros grados al maestro. Como la visita era francamente avispada aprendió todos los grados en dos días y en uno lo que tuvo ganas del bachillerato. Después, dijo padrino, se puso a leer los diarios para enterarse de cómo andaba el mundo.

Aventuré la pregunta:

-¿La conversación fue hoy?

-Y, claro –contestó-, mientras tomaban el café.

-¿Dijo algo más tu padrino?

-Y, claro, pero no me acuerdo.

-¿Cómo no me acuerdo? –protesté airadamente.

-Y, usted me interrumpió –explicó el alumno.

-Te doy la razón. Pero no me vas a dejar así –argumenté-, muerto de curiosidad. A ver, un esfuerzo.

-Y, usted me interrumpió.

-Ya sé. Te interrumpí. Yo tengo toda la culpa.

-Toda la culpa –repitió.

-Don Tadeíto es bueno. No va a dejar así al maestro, en la mitad de la charla, para seguir mañana o nunca.

Con honda pena repitió:

-O nunca.

Yo estaba contrariado, como si me sustrajeran una ganancia de gran valor. No sé por qué reflexioné que nuestro diálogo consistía en repeticiones y de repente entreví en eso mismo una esperanza. Repetí la última frase del relato de don Tadeíto:

-Leyó los diarios para enterarse de cómo andaba el mundo.

Mi alumno continuó indiferentemente:

-Dijo padrino que la visita quedó pasmada al enterarse de que el gobierno de este mundo no estaba en manos de gente de lo mejorcito, sino más bien de medias cucharas, cuando no de pelafustanes. Que tal morralla tuviera a su arbitrio la bomba atómica, dijo la visita, era de alquilar balcones. Que si la tuviera a su arbitrio la gente de lo mejorcito, acabaría por tirarla, porque está visto que si alguien la tiene, la tira; pero que la tuviera esa morralla no era serio. Dijo que en otros mundos antes de ahora descubrieron la bomba y que tales mundos fatalmente reventaron. Que los tuvo sin cuidado que reventaran, porque estaban lejos, pero que nuestro mundo está cerca y que ellos temen que una explosión en cadena los envuelva.

La increíble sospecha de que don Tadeíto se burlaba de mí, me llevó a interrogarlo con severidad:

-¿Estuviste leyendo Sobre cosas que se ven en el cielo del doctor Jung?

Por fortuna no oyó la interrupción y prosiguió:

-Dijo padrino que la visita dijo que vino de su planeta en un vehículo especialmente fabricado a puro pulmón, porque por allá escasea el material adecuado y que es el fruto de años de investigación y trabajo. Que vino como amigo y como libertador, y que pedía el pleno apoyo de padrino para llevar adelante un plan para salvar el mundo. Dijo padrino que la entrevista con la visita tuvo lugar esta tarde y que él, ante la gravedad, no trepidó en molestar a doña Remedios, para recabarle su opinión, que desde ya descontaba era la suya.

Como la pausa inmediata no concluía, pregunté cuál fue la respuesta de la señora.

-Ah, no sé – contestó.

-¿Cómo ah no sé? –repetí enojado de nuevo.

-Los dejé hablando y me vine, porque era hora de clase. Pensé yo solo: cuando no llego tarde el maestro se pone contento.

Envanecida la cara de oveja esperaba congratulaciones. Con admirable presencia de ánimo reflexioné que los muchachos no creerían mi relato, si no llevaba como testigo a don Tadeíto. Violentamente lo empuñé de un brazo y a empujones lo llevé hasta el bar. Ahí estaban los amigos, con el agregado del gallego Villarroel.

Mientras tenga memoria no olvidaré aquella noche:

-Señores –grité, a tiempo que proyectaba a don Tadeíto contra nuestra mesa-. Traigo la explicación de todo, una novedad de envergadura y un testigo que no me dejará mentir. Con lujo de detalle don Juan comunicó el hecho a su señora madre y mi fiel alumno no perdió palabra. En el depósito del corralón, aquí nomás, pared de por medio, está alojado -¿adivinen quién?- un habitante de otro mundo. No se alarmen, señores: aparentemente el viajero no dispone de constitución robusta, ya que tolera mal el aire seco de nuestra ciudad –todavía resultaremos competidores de Córdoba- y para que no muera como pescado fuera del agua, don Juan le enchufó el molinete, que de continuo humedece el ambiente del depósito. Es más: aparentemente el móvil del arribo del monstruo no debe provocar inquietud. Llegó para salvarnos, persuadido de que el mundo va camino de estallar por la bomba atómica y a calzón quitado informó a don Juan de su punto de vista. Naturalmente, don Juan, mientras degustaba el café, consultó con doña Remedios. Es de lamentar que este mozo aquí presente –agité a don Tadeíto, como si fuera monigote- se retiró justo a tiempo de no oír la opinión de doña Remedios, de modo que no sabemos qué resolvieron.

-Sabemos –dijo el librero, moviendo como trompa labios mojados y gordos.

Me incomodó que me corrigieran la plana en una novedad de la que me creía único depositario. Inquirí:

-¿Qué sabemos?

-No se amosque usted –pidió Villarroel, que ve bajo el agua-. Si es como usted dice aquello de que el viajero muere si le quitan el molinete, don Juan le condenó a morir. De acá pasé frente a Las Margaritas y a la luz de la luna vi perfectamente el molinete que regaba el jardín como antes.

-Yo también lo vi –confirmó Chazarreta.

-Con la mano en el corazón –murmuró Aldini- les digo que el viajero no mintió. Tarde o temprano reventamos con la bomba atómica. No veo escapatoria.

Como hablando solo preguntó Badaracco:

-No me digan que esos viejos, entre ellos, liquidaron nuestra última esperanza.

-Don Juan no quiere que le cambien su composición de lugar –opinó el gallego-. Prefiere que este mundo estalle, a que la salvación venga de otros. Vea usted, es una manera de amar a la humanidad.

-Asco por lo desconocido –comenté-. Oscurantismo.

Afirman que el miedo aviva la mente. La verdad es que algo extraño flotaba en el bar aquella noche, y que todos aportábamos ideas.

-Coraje, muchachos, hagamos algo –exhortó Badaracco-. Por amor a la humanidad.

-¿Por qué tiene usted, señor Badaracco, tanto amor a la humanidad? –preguntó el gallego.

Ruborizado, Badaracco balbuceó:

-No sé. Todos sabemos.

-¿Qué sabemos, señor Badaracco? ¿Si usted piensa en los hombres, los encuentra admirables? Yo todo lo contrario: estúpidos, crueles, mezquinos, envidiosos –declaró Villarroel.

-Cuando hay elecciones –reconoció Chazarreta-, tu bonita humanidad se desnuda rápidamente y se muestra tal cual es. Gana siempre el peor.

-¿El amor por la humanidad es una frase hueca?

-No, señor maestro –respondió Villarroel-. Llamamos amor a la humanidad a la compasión por el dolor ajeno y a la veneración por las obras de nuestros grandes ingenios, por el Quijote del Manco Inmortal, por los cuadros de Velásquez y de Murillo. En ninguna de ambas formas vale ese amor como argumento para demorar el fin del mundo. Sólo para los hombres existen las obras y después del fin del mundo –el día llegará, por la bomba o por muerte natural- no tendrán ni justificación ni asidero, créame usted. En cuanto a la compasión, sale gananciosa con un fin próximo... Como de ninguna manera nadie escapará a la muerte ¡que venga pronto, para todos, que así la suma del dolor será la mínima!

-Perdemos tiempo en el preciosismo de una charla académica y aquí nomás, pared por medio, muere nuestra última esperanza –dije con una elocuencia que fui el primero en admirar.

-Hay que obrar ahora –observó Badaracco-. Pronto será tarde.

-Si le invadimos el corralón, don Juan a lo mejor se enoja –apuntó Di Pinto.

Don Pomponio, que se arrimó sin que lo oyéramos y por poco nos derriba con el susto, propuso:

-¿Por qué no destacan a este mozo don Tadeíto como piquete de avanzada? Sería lo prudente.

-Bueno –aprobó Toledo-. Que don Tadeíto conecte el molinete en el depósito y que espíe, para contarnos cómo es el viajero de otro planeta.

En tropel salimos a la noche, iluminada por la impasible luna. Casi llorando rogaba Badaracco:

-Generosidad, muchachos. No importa que pongamos en peligro el pellejo. Están pendientes de nosotros todas las madres y todas las criaturas del mundo.

Frente al corralón nos arremolinamos, hubo marchas y contramarchas, cabildeos y corridas. Por fin Badaracco juntó coraje y empujó adentro a don Tadeíto. Mi alumno volvió después de un rato interminable, para comunicar:

-El bagre se murió.

Nos desbandamos tristemente. El librero regresó conmigo. Por una razón que no entiendo del todo su compañía me confortaba.

Frente a Las Margaritas, mientras el molinete monótonamente regaba el jardín, exclamé:

-Yo le echo en cara la falta de curiosidad –para agregar con la mirada absorta en las constelaciones-. Cuántas Américas y Terranovas infinitas perdimos esta noche.

-Don Juan –dijo Villarroel- prefirió vivir en su ley de hombre limitado. Yo le admiro el coraje. Nosotros dos, ni siquiera a entrar aquí nos atrevemos.

Dije:

-Es tarde.

-Es tarde –repitió.

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