miércoles, 10 de abril de 2013

Los anteojos de Dios


por Mamerto Menapace
 

El cuento trata de un difunto. Anima bendita camino del cielo donde esperaba encontrarse con Tata Dios para el juicio sin trampas y a verdad desnuda. Y no era para menos, porque en la conciencia a más de llevar muchas cosas negras, tenía muy pocas positivas que hacer valer. Buscaba ansiosamente aquellos recuerdos de buenas acciones que había hecho en sus largos años de usurero. Había encontrado en los bolsillos del alma unos pocos recibos "Que Dios se lo pague", medio arrugados y amarillentos por lo viejo. Fuera de eso, bien poca más. Pertenecía a los ladrones de levita y galera, de quienes comentó un poeta: "No dijo malas palabras, ni realizó cosas buenas".
Parece que en el cielo las primeras se perdonan y las segundas se exigen. Todo esto ahora lo veía clarito. Pero ya era tarde. La cercanía del juicio de Tata Dios lo tenía a muy mal traer.
Se acercó despacito a la entrada principal, y se extraño mucho al ver que allí no había que hacer cola. O bien no había demasiados clientes o quizá los trámites se realizaban sin complicaciones.
Quedó realmente desconcertado cuando se percató no sólo de que no se hacía cola sino que las puertas estaban abiertas de par en par, y además no había nadie para vigilarlas. Golpeó las manos y gritó el Ave María Purísima. Pero nadie le respondió. Miró hacia adentro, y quedó maravillado de la cantidad de cosas lindas que se distinguían. Pero no vio a ninguno. Ni ángel, ni santo, ni nada que se le pareciera. Se animó un poco más y la curiosidad lo llevó a cruzar el umbral de las puertas celestiales. Y nada. Se encontró perfectamente dentro del paraíso sin que nadie se lo impidiera.
-¡Caramba — se dijo — parece que aquí deber ser todos gente muy honrada! ¡Mirá que dejar todo abierto y sin guardia que vigile!
Poco a poco fue perdiendo el miedo, y fascinado por lo que veía se fue adentrando por los patios de la Gloria. Realmente una preciosura. Era para pasarse allí una eternidad mirando, porque a cada momento uno descubría realidades asombrosas y bellas.
De patio en patio, de jardín en jardín y de sala en sala se fue internando en las mansiones celestiales, hasta que desembocó en lo que tendría que ser la oficina de Tata Dios. Por supuesto, estaba abierta también ella de par en par. Titubeó un poquito antes de entrar. Pero en el cielo todo termina por inspirar confianza. Así que penetró en la sala ocupada en su centro por el escritorio de Tata Dios. Y sobre el escritorio estaban sus anteojos. Nuestro amigo no pudo resistir la tentación — santa tentación al fin — de echar una miradita hacia la tierra con los anteojos de Tata Dios. Y fue ponérselos y caer en éxtasis. ¡Que maravilla! Se veía todo clarito y patente. Con esos anteojos se lograba ver la realidad profunda de todo y de todos sin la menor dificultad. Pudo mirar profundo de las intenciones de los políticos, las auténticas razones de los economistas, las tentaciones de los hombres de Iglesia, los sufrimientos de las dos terceras partes de la humanidad. Todo estaba patente a los anteojos de dios, como afirma la Biblia.
Entonces se le ocurrió una idea. Trataría de ubicar a su socio de la financiera para observarlo desde esta situación privilegiada. No le resulto difícil conseguirlo. Pero lo agarró en un mal momento. En ese preciso instante su colega esta estafando a una pobre mujer viuda mediante un crédito bochornoso que terminaría de hundirla en la miseria por sécula seculorum. (En el cielo todavía se entiende latín). Y al ver con meridiana claridad la cochinada que su socio estaba por realizar, le subió al corazón un profundo deseo de justicia. Nunca le había pasado en la tierra. Pero, claro, ahora estaba en el cielo. Fue tan ardiente este deseo de hacer justicia, que sin pensar en otra cosa, buscó a tientas debajo de la mesa del banquito de Tata Dios, y revoleándolo por sobre su cabeza lo lanzó a la tierra con una tremenda puntería. Con semejante teleobjetivo el tiro fue certero. El banquito le pegó un formidable golpe a su socio, tumbándolo allí mismo.
En ese momento se sintió en el cielo una gran algarabía. Era Tata Dios que retornaba con sus angelitos, sus santas vírgenes, confesores y mártires, luego de un día de picnic realizado en los collados eternos. La alegría de todos se expresaba hasta por los poros del alma, haciendo una batahola celestial.
Nuestro amigo se sobresalto. Como era pura alma, el alma no se le fue a los pies, sino que se trató de esconder detrás del armario de las indulgencias. Pero ustedes comprenderás que la cosa no le sirvió de nada. Porque a los ojos de Dios todo está patente. Así que fue no más entrar y llamarlo a su presencia. Pero Dios no estaba irritado. Gozaba de muy buen humor, como siempre. Simplemente le preguntó qué estaba haciendo.
La pobre alma trató de explicar balbuceando que había entrado a la gloria, porque estando la puerta abierta nadie la había respondido y el quería pedir permiso, pero no sabía a quién.
-No, no — le dijo Tata Dios — no te pregunto eso. Todo está muy bien. Lo que te pregunto es lo que hiciste con mi banquito donde apoyo los pies.
Reconfortado por la misericordiosa manera de ser de Tata Dios, el pobre tipo fue animado y le contó que había entrado en su despacho, había visto el escritorio y encima los anteojos, y que no había resistido la tentación de colocárselos para echarle una miradita al mundo. Que le pedía perdón por el atrevimiento.
-No, no — volvió a decirle Tata Dios — Todo eso está muy bien. No hay nada que perdona. Mi deseo profundo es que todos los hombres fueran capaces de mirar el mundo como yo lo veo. En eso no hay pecado. Pero hiciste algo más. ¿Qué pasó con mi banquito donde apoyo los pies?
Ahora sí el ánima bendita se encontró animada del todo. Le contó a Tata Dios en forma apasionada que había estado observando a su socio justamente cuando cometía una tremenda injusticia y que le había subido al alma un gran deseo de justicia, y que sin pensar en nada había manoteado el banquito y se lo había arrojado por el lomo.
-¡Ah, no! — volvió a decirle Tata Dios. Ahí te equivocaste. No te diste cuenta de que si bien te había puesto mis anteojos, te faltaba tener mi corazón. Imaginate que si yo cada vez que veo una injusticia en la tierra me decidiera a tirarles un banquito, no alcanzarían los carpinteros de todo el universo para abastecerme de proyectiles. No m’hijo. No. Hay que tener mucho cuidado con ponerse mis anteojos, si no se está bien seguro de tener también mi corazón. Sólo tiene derecho a juzgar, el que tiene el poder de salvar.
-Volvete ahora a la tierra. Y en penitencia, durante cinco años rezá todo los días esta jaculatoria: "Jesús, manso y humilde de corazón dame un corazón semejante al tuyo".
Y el hombre se despertó todo transpirado, observando por la ventana entreabierta que el sol ya había salido y que afuera cantaban los pajaritos.
Hay historias que parecen sueños. Y sueños que podrían cambiar la historia.

Los dos paraísos


por Mamerto Menapace
 

En el patio de tierra de mi casa había dos grandes paraísos.
De chico nunca me pregunté si ellos también habrían nacido, crecido, o sido trasplantados.
Simplemente estaban allí, en el patio, como estaban el cielo las estrellas, la cañada en el campo, y el arroyo allá dentro del monte. Formaban parte de ese mundo preexistente, de ese mundo viejo con capacidad de acogida que uno empezaba a descubrir con asombro.
Eran lo más cercano de ese mundo porque estaban allí nomás, en el medio del patio, con su ancho ramerío cubriéndolo todo y llenando de sombra toda la geografía de nuestros primeros gateos sobre la tierra.
Ellos nos ayudaron a ponernos de pie, ofreciéndonos el rugoso apoyo de su fuerte tronco sin espinas. Encaramados a sus ramas miramos por primera vez con miedo y con asombro la tierra allá abajo, y un horizonte más amplio alrededor.
Los pájaros más familiares, fue allí donde los descubrimos. En cambio los otros, los que anidaban en la leyenda y en el misterio de los montes, los fuimos descubriendo mucho después, cuando aprendimos a cambiar de geografía y a alejarnos de la sombra del rancho.
Fue en ellos donde aprendimos que la primavera florece. Para setiembre el perfume de los paraísos llenaba los patios y el viento del este metía su aroma hasta dentro del rancho. No perfumaban tan fuerte como los naranjos, pero su perfume era más parejo. Parecía como que abarcara más ancho. A veces, un golpe de aire nos traía su aroma hasta más allá de los corrales.
También nos enseñaron cómo el otoño despoja las realidades y las prepara para cuartear el invierno. Concentrando su savia por dentro en espera de nuevas primaveras, amarilleaban su follaje y el viento amontonaba y desamontonaba las hojas que ellos iban entregando.
En otoño no se esperaba la tarde del sábado para barrer los patios. Se los limpiaba en cada amanecer.
¡Cuántas cosas nos enseñaron los dos viejos paraísos, nada más que con callarse!
Fue apoyados en sus troncos, con la cara escondida con el brazo, donde puchereamos nuestros primeros lloros después de las palizas. Allí, en silencio, escuchaban el apagarse de nuestros suspiros entrecortados por palabras incoherentes que puntuaban nuestras primeras reflexiones internas de niños castigados. Y en el silencio de sus arrugas, guardaron junto con nuestros lagrimones esas primeras experiencias nuestras sobre la justicia, la culpa, el castigo y la autoridad.
Y luego, cansados de una reflexión que nos quedaba grande y agotada nuestra gana de llorar, nos alejábamos de sus troncos y reingresábamos a la euforia de nuestros juegos y de nuestras peleas.
Cuando jugábamos a la mancha, transformaban su quietud en la piedra del "pido" que nos convertía en invulnerables. Y en el juego de la escondida escuchaban recitar contra su tronco la cuenta que iba disminuyendo el tiempo para ubicar un escondite. Y luego eran la meta que era preciso alcanzar antes que el otro, para no quedar descalificado. Ellos participaron de todos nuestros juegos y fueron los confidentes de todos nuestros momentos importantes.
Escondidos detrás de sus troncos, nuestra timidez y viveza de chicos de campo espiaba a las visitas de forasteros, mientras escuchábamos nuevas palabras, otra manera de pronunciarlas y nuevos tonos de voz, que luego se convertían en material de imitación y de mímica para las comedias infantiles en que remedábamos a las visitas. Así fue como aprendí la palabra "etcétera", que me causó una profunda hilaridad, y que al repetirla luego a cada momento y para cualquier cosa, nos hacía reír a todos en la familia. En mi familia siempre producían hilaridad las palabras esdrújulas.
Al llegar la noche, todo nuestro mundo amigo se atrincheraba alrededor de los paraísos. El farol que se colgaba de una de sus ramas creaba una pequeña geografía de luz que era todo lo que nos pertenecía en este mundo. Más allá estaba el reino de la noche desde donde nos venían los gemidos de las ranas sorprendidas pro las culebras; y hacia donde los perros hacían rápidas salidas para defender nuestro reino sitiado. Desde la noche sabía llegar hasta nuestro puerto de luz algún forastero o algún amigo náufrago de las sombras que había logrado ubicar el faro de nuestra lámpara suspendidas de las ramas de los paraísos. Desde lo más hondo de la noche remaban hacia la lámpara miles de insectos: las luciérnagas describían amplios círculos de luz alrededor de los paraísos, y a veces volvían a hundirse en la inmensidad sideral de la noche como pequeños cometas de nuestro pequeño sistema solar. Otras veces, encandiladas por la luz del farol, terminaban en nuestras manos llenándolas de todo eso misterioso que brilla en las noches.
Cuando me vine hacia el sur, la imagen de los paraísos vino conmigo, y conmigo fue creciendo al ritmo de mi propio crecimiento. Los veía simplemente como parte de mi propia historia.
Al volver luego de unos años, me impresionó ver nuevamente a mis dos viejos paraísos familiares. Sí. Eran los mismos: ocupaban el mismo sitio; los aseguraban las mismas raíces y los identificaba por las mismas arrugas de sus troncos amigos.
Y sin embargo me parecieron más pequeños. Cierto: la cabellera de sus copas había raleado, y tal vez sus ramas ya no fueran tan flexibles. Pero fundamentalmente habían quedado iguales; idénticos. No fue por haber cambiado por lo que me resultaron más pequeños. Yo diría que fue mi relación con ellos lo que había crecido, lo que me daba de ellos una visión distinta.
Quizá no es que los viera más pequeños; sino que ya no me parecían tan altos, ni tan ancha su sombra, ni tan difíciles de subir, ni tan imprescindibles dentro de la geografía del mundo que me tocaba habitar. Mientras tanto, yo ya había conocido otros árboles grandes, importantes, útiles o amigos, y a lo mejor había adornado inconscientemente con esas dimensiones prestadas a mis dos viejos paraísos familiares.
Ahora, al verlos en su realidad concreta, desmitizados de mis adornos fantasiosos, comencé a darme cuenta de sus auténticos límites, de la dimensión concreta de sus ramas. Podría decir que casi afloró a mi conciencia un descubrimiento:
"Mis dos viejos paraísos también tenían su historia."
Historia personal, intransferible. Su existencia no era sólo relación conmigo. También ellos habían nacido en alguna parte, habían tenido su historia de crecimiento, para luego ser trasplantados juntos y compartir la historia de un mismo patio. El estar allí, el compartir su vida con nosotros, su sombra y el ciclo de sus otoños y primaveras, era el resultado de decisiones que bien hubieran podido ser distintas, y con ello totalmente otra mi propia historia y mi geografía personal.
Me di cuenta de la tremenda responsabilidad de sus decisiones; cosa que ningún otro árbol había tenido, ni jamás podría tener en mi vida.
Y pienso que, si hoy todo árbol es mi amigo, esto se debe a la calidez de amigo que supe encontrar allá en mi emplumar, en aquellos dos paraísos familiares. Ellos dieron a mis ojos, a mi corazón y a mis manos, esa imagen primordial que trataría de buscar en cada árbol luego en mi vida.
Insisto. Esto lo empecé a ver y a comprender cuando desmiticé a mis dos viejos paraísos de todo lo que no era auténticamente suyo. Cuando comprendí que también ellos tenían unas dimensiones concretas y relativamente pequeñas; cuando les descubrí sus carencias y cuando supe que su existencia almacenaba, como la mía una cadena de decisiones personales, y no un mero sucederse de preexistencias sin historia. Cuando me di cuenta de que tenían menos dimensiones de las que yo me imaginaba, y más méritos de los que yo suponía.
Hoy aquel patio familiar existe sólo en mi recuerdo. Los dos paraísos han dejado en pie dos grandes huecos de luz. Buscando sus copas mis ojos miran para arriba y se encuentran con el cielo.
No han muerto. Y pienso que no morirán nunca, porque rama a rama se van quemando en el fogón familiar, y de cada astilla que se ha vuelto ceniza se ha liberado la tibieza que calienta nuestros inviernos. Y sus troncos rugosos se han vuelto tablas de la mesa familiar que nos seguirá reuniendo a los hermanos distantes para compartir el pan.

Los dos burritos


por Mamerto Menapace
 

Erase una vez una madre - así comienza esta historia encontrada en un viejo libro de vida de monjes, y escrita en los primeros siglos de la Iglesia -. Erase una vez una madre - digo - que estaba muy apesadumbrada, porque sus dos hijos se habían desviado del camino en que ella los había educado. Mal aconsejados por sus maestros de retórica, habían abandonado la fe católica adhiriéndose a la herejía, y además se estaban entregando a un vida licenciosa desbarrancándose cada día más por la pendiente del vicio.
Y bien. Esta madre fue un día a desahogar su congoja con un santo eremita que vivía en el desierto de la Tebaida. Era este un santo monje, de los de antes, que se había ido al desierto a fin de estar en la presencia de Dios purificando su corazón con el ayuno y la oración. A él acudían cuantos se sentían atormentados por la vida o los demonios difíciles de expulsar.
Fue así que esta madre de nuestra historia se encontró con el santo monje en su ermita, y le abrió el corazón contándole toda su congoja. Su esposo había muerto cuando sus hijos eran aún pequeños, y ella había tenido que dedicar toda la vida a su cuidado. Había puesto todo su empeño en recordarles permanentemente la figura del padre ausente, a fin de que los pequeños tuvieran una imagen que imitar y una motivación para seguir su ejemplo. Pero , hete aquí, que ahora, ya adolescentes, se habían dejado influir por las doctrinas de maestros que no seguían el buen camino y enseñaban a no seguirlo. Y ella sentía que todo el esfuerzo de su vida se estaba inutilizando. ¿Qué hacer? Retirar a sus hijos de la escuela, era exponerlos a que suspendidos sus estudios, terminaran por sumergirse aún más en los vicios por dedicarse al ocio y vagancia del teatro al circo.
Lo peor de la situación era que ella misma ya no sabía qué actitud tomar respecto a sus convicciones religiosas y personales. Porque si éstas no habían servido para mantener a sus propios hijos en la buena senda, quizá fueran indicio de que estaba equivocada también ella. En fin, al dolor se sumaba la dura y el desconcierto no sabiendo qué sentido podría tener ya el continuar siendo fiel al recuerdo de su esposo difunto.
Todo esto y muchas otras cosas contó la mujer al santo eremita, que la escuchó en silencio y con cariño. Cuando terminó su exposición, el monje continuó en silencio mirándola. Finalmente se levantó de su asiento y la invitó a que juntos se acercaran a la ventana. Daba esta hacia la falda de la colina donde solamente se veía un arbusto, y atada a su tronco una burra con sus dos burritos mellizos.
-¿Qué ves? - le preguntó a la mujer quien respondió:
-Veo una burra atada al tronco del arbusto y a sus dos burritos que retozan a su alrededor sueltos. A veces vienen y maman un poquito, y luego se alejan corriendo por detrás de la colina donde parecen perderse, para aparecer enseguida cerca de su burra madre. Y esto lo han venido haciendo desde que llegué aquí. Los miraba sin ver mientras te hablaba.
-Has visto bien - le respondió el ermitaño-. Aprende de la burra. Ella permanece atada y tranquila. Deja que sus burritos retocen y se vayan. Pero su presencia allí es un continuo punto de referencia para ellos, que permanentemente retornan a su lado. Si ella se desatara para querer seguirlos, probablemente se perderían los tres en el desierto. Tu fidelidad es el mejor método para que tus hijos puedan reencontrar el buen camino cuando se den cuenta de que están extraviados.
Sé fiel y conservarás tu paz, aun en la soledad y el dolor. Diciendo esto la bendijo, y la mujer retornó a su casa con la paz en su corazón adolorido.

Nuestro loro


por Mamerto Menapace
 

En casa teníamos un loro.
Pero un loro auténtico. No una cotorra. Ni siquiera se lo hubiera podido confundir con uno de esos loros chicos, que comen girasol y que en norte llaman calancates. El nuestro era un loro grande, nacido en el norte.
Lo habían traído de pichón y se había criado con nosotros, compartiendo nuestra vida de cada día, nuestros entusiasmos y nuestras discusiones. Y fue así como aprendió a gritar muchas cosas.
Se llamaba Pastor. Es cierto que ese nombre se lo habíamos impuesto. Pero él lo había aceptado. Cuando tenía hambre, por ejemplo, y quería suscitar nuestra compasión, repetía en tono triste:
-¡Pobrecito Pastor! ¡La papa para Pastor, pobrecito Pastor! - Y agarraba con una de sus patitas el pedazo de pan familiar.
Aferrándose con la otra de donde estaba apoyado, lo comía con gesto humano. Con gesto de familia.
Cuando sentía torear los perros, gritaba: "¡Fuera, fuera!", y compartía nuestras euforias gritando: "¡Viva Boca!" cuando escuchaba los partidos por radio. Además repetía las órdenes que se daban a los chicos, y así nos mandaba encerrar los terneros, traer agua; o simplemente nos llamaba por nuestro nombre.
En casa lo teníamos por uno más de la familia. Habiendo compartido casi la totalidad de su vida conciente con nosotros, pensábamos que todos sus ideales se identificaban con los nuestros. Lo creíamos un loro domesticado. Le teníamos tanta confianza que le habíamos otorgado plena libertad.
Porque tienen que saber que teníamos otros pájaros: tres cardenales copete rojo y una urraca de monte. Tuvimos tordos y boyeros de esos que hacen su nido como una larga media colgada de las ramas de un algarrobo. En fin, una variedad de otros pájaros salvajes. Pero a todos los teníamos en cerrados en sus jaulas. De ellos nos interesaban sus trinos y sus colores; pero sabíamos que no deseaban compartir nuestra vida. No estaban integrados.
En cambio nuestro loro, no. Se subía a nuestros mismos árboles y gateaba las mismas ramas que nosotros, los chicos. Nuestro parral era también suyo. Y los días de lluvia o frío compartía la tibieza de nuestra cocina.
Para saber dónde estaba, bastaba con gritar fuerte:
-¡Pastor!…- y él, desde su rama o su rincón contestaba:
-¡Eu!
Con pico y patas descendía hasta uno para tomar su pedazo de pan familiar.
Eso sí. Tenía sus agresividades. ¡Cómo no! Y también sus antipatías. Eso era lógico. A todos en casa nos pasaba más o menos lo mismo.
Pero no. Seguramente no fue ése el motivo de su insólita actitud aquella tarde de otoño.
Sí. Era otoño. Lo recuerdo bien. Como una cicatriz de mi infancia. Era otoño porque aquella tarde casi todos los mayores estaban juntando algodón en el campo. Papá estaba en el pueblo. Algunos estábamos en la escuela, y sólo quedaba en casa mamá y uno o dos de los más chicos. Habrán sido las tres o cuatro de la tarde. Cada uno estaba en lo suyo, y todo parecía estar en paz.
Viniendo desde el sur, una bandada de loros salvajes emigraba hacia el norte; hacia las selvas, las Cataratas, el Paraguay. Su vuelo nervioso era apuntado por esos gritos característicos del loro en vuelo:
-¡Creo, creo, creo!…- y la bandada pasó sobre mi casa.
¿Qué le pasó a nuestro loro? ¿Habrá estado triste, disconforme? ¿Se habrá sentido oprimido o alienado? Puedo asegurarles que en casa no le faltaba nada y papá era exigente en que no se maltratara a ningún animal; menos al loro familiar por el cual sentía afecto especial.
No. Estoy seguro de que no. No fue por ninguno de esos motivos. No fue para liberarse de algo. Fue simplemente porque sintió que algo se liberaba en él. Sacudido por ese grito ancestral de su raza en vuelo, también en él surgió la necesidad imperiosa de afirmar su fe en aquellas realidades primordiales que constituyen la esencia de todos los loros. Y agitando sus alas torpes, no adiestradas para el vuelo, lanzó también él ese grito que le dormía dentro:
-¡Creo, creo, creo!… - y se largó a volar.
Fue sólo un gesto. Una manera de concretizar su profunda fe en las selvas, en las cataratas, en yerbales y naranjales que él nunca viera, y que nunca serían plenamente suyos.
La bandada se perdió pronto sobre los chañares, arreando hacia el norte su profesión de fe.
Nuestro loro no pudo seguirla. A las pocas cuadras perdió altura y aterrizó. No estaba adiestrado para el vuelo largo. En nuestra familia nadie tenía esas oportunidades, y a él mismo nunca se había presentado la necesidad de ensayarlas.
Esa noche, al reencontrarnos todos nuevamente reunidos en familia, notamos la ausencia de Pastor. En su media lengua, mi hermanito menor dio a entender que el loro se había volado hacia el norte. Alguien creyó recordar que, efectivamente, a media tarde una bandada de loros había sobrevolado el algodonal.
Todos lamentados sinceramente que nuestro loro se hubiera podido ir con ellos. Y a todos nos sobrecogió el temor por los peligros que acecharían a Pastor, ya que sabíamos que era imposible que hubiera podido seguir el ritmo de la bandada. Caído a mitad de vuelo, quizás no habría un árbol cerca; así estaría en pleno campo bajo el peligro de los zorros o de los gatos. Una de mis hermanas - la más sensible - se largó a llorar.
Con todo, creo que se exageraron un poco los peligros. Probablemente lo que nos preocupaba no era tanto las dificultades que encontraría nuestro loro en su nueva situación, cuando el haberlo perdido. Sobre todo nos mortificaba que ya no fuera nuestro loro.
De hecho, Pastor había caído a unas pocas cuadras entre el algodonal. Dos o tres días después lo encontramos. ¡Pobre!, daba lástima. Estaba muerto de hambre. Y lo descubrimos justamente porque al pasar cerca de él, se puso a gritar esa serie de frases familiares que había aprendido entre nosotros. Sus ¡vivas! y sus ¡fuera! Fue así como descubrimos su paradero.
Todos nos alegramos de haberlo reencontrado. Y todos estuvimos de acuerdo en que había que cortarle las plumas de sus alas para que no volviera a repetir la experiencia. Hasta mi hermana - ¡la más sensible! - estuvo de acuerdo también. Porque Pastor nunca podría seguir a las bandadas. Por tanto había que impedirle nuevas experiencias.
Hoy, al pensar en aquella decisión de mi familia, me pregunto: "¿Fue un auténtico y sincero cariño por Pastor lo que nos llevó a cortarle las alas para evitarle problemas?".
Tal vez hubiera sido mejor darle mayores oportunidades de vuelos controlados, para que realmente estuviera capacitado. No sé. Por ejemplo, se lo podría haber llevado lejos, dejándolo luego un poco solo, para obligarlo a volar por su cuenta hasta nosotros. Así, a la vez que ensayaba el vuelo largo, aprendería a tomar nuestra casa como punto de referencia y lograría realizar el vuelo de retorno.
Pero tengo que reconocer que fuimos egoístas. Preferimos la solución fácil. Pastor fue humillado y perdió las hermosas plumas de colores de la punta de sus alas.
Pienso que también dramatizamos algo que no era para tanto. ¿Qué es lo que en el fondo había hecho Pastor? Seguramente, su gesto no fue un signo de protesta contra nuestro estilo de vida familiar. No fue un querer irse porque estuviera en desacuerdo, o como un decirnos que todos sus gestos anteriores habían sido un simple formulismo hecho sin convicción; como si nunca hubiera compartido auténticamente lo nuestro.
Simplemente había sentido de repente ese grito que despertaba en Pastor una fidelidad que nunca había sentido antes entre nosotros. Era la profesión de fe de su raza en vuelo. Y Pastor, sacudido por ese grito de su raza, había realizado un gesto sin pensar siquiera en las consecuencias, y menos que con ello pudiera ofender nuestra incapacidad de volar.
Se había equivocado. De acuerdo. Pero ¿a quién en casa no le había pasado alguna vez algo parecido, no se había equivocado al escuchar un grito nuevo?
-Habría podido consultar - se me dirá. Pero ¿a quién? Cada uno estaba enteramente ocupado en lo suyo y ni siquiera hubiera podido comprender su intimidad intransferible de loro.
Nosotros sacamos demasiadas conclusiones. La verdad: le tuvimos miedo al futuro. Y olvidamos sus diez mil gestos buenos, profundos, con sentido auténtico, por uno que le fracasó y que había hecho sin consultar.
¡Qué ridículo fuiste, Pastor, durante un tiempo, caminando pasito a paso por los patios, intentando vuelos que irremediablemente terminaban en tumbos, con tus alas amputadas! Para alcanzar las ramas que antes eran las metas de sus volidos, ahora tenías que gatear el tronco con pico y patas como una comadreja. Realmente, Pastor, te hicimos sufrir una gran humillación.
Pero, creémelo: lo pensábamos justificado. Porque con ello asegurábamos tu permanencia definitiva entre nosotros. Nosotros, ¡te hubiéramos extrañado tanto! Con esa decisión de cortarte las plumas y no permitirte el vuelo largo, nosotros nos comprometíamos con vos, con tu futuro, con tu seguridad.
Pero nuestra familia no era dueña del futuro. Ni del tuyo, ni del de ella misma. El futuro es sólo de Dios. ¡Es tan delicado comprender a los demás definitivamente mediante nuestras decisiones arbitrarias y poco generosas!
Unos cuantas años después nuestra familia tuvo que emigrar. Tuvo que dejar ese campo familiar, ese rancho con tantos recuerdos y esos árboles que vos y yo gateábamos rama a rama. Y nos fuimos a vivir al pueblo.
No. No fue fácil acostumbrarse. Tampoco para nosotros. Creémelo. El terreno era pequeño. La casa de material, con pisos de cemento. No había árboles. Al principio ni siquiera teníamos un parral.
Pero si a mi familia se la hacía difícil amoldarse, a vos se te hizo imposible.
No hubo santo. No tenías espacio vital. Comenzaste a ponerte triste. Ya no hablabas. Perdías el color de tus plumas. Andabas todo el día huraño. Y lo que es peor: molestabas en todas partes porque no lograbas ubicarte vos mismo.
Las visitas, que allá en el campo dejabas admiradas, ahora preguntaban para qué te teníamos. Y entre esas visitas, no faltó quien te codiciara. En su casa tenía un lindo bananal.
Y fue así nomás: te vendimos. Siento una profunda vergüenza al tener que confesarlo. Pero… te vendimos. Quinientos pesos viejos. Casi como para decir que carecías de valor. Como quien se saca de encima un estorbo.
La última vez que te vi estabas encaramado entre las hojas del bananal. No diste señales de reconocerme.
Y sin embargo yo quiero creer que no nos guardás rencor.
Necesito creerlo. Para que en mí no muera lo mejor de vos.

Nota: Este cuento no es un cuento. Es un sucedido. Es estrictamente histórico hasta en sus detalles. Por ello puede ser una parábola.

El relojero


por Mamerto Menapace
 

De esto hace mucho tiempo. Epoca en la que todavía todo oficio era un arte y una herencia. El hijo aprendía de su padre, lo que éste había sabido por su abuelo. El trabajo heredado terminaba por dar un apellido a la familia. Existían así los Herrero, los Barrero, la familia de Tejedor, etcétera.
Bueno, en aquella época y en un pueblito perdido en la montaña, pasaba más o menos lo mismo que sucedía en todas las otras poblaciones. Las necesidades de la gente eran satisfechas por las diferentes familias que con sus oficios heredados se preocupaban de solucionar todos los problemas. Cada día, el aguatero con su familia traía desde el río cercano toda el agua que el pueblito necesitaba. El cantero hacía lo mismo con respecto a las piedras y lajas necesarias para la construcción o reparación de las viviendas. El panadero se ocupaba con los suyos de amasar la harina y hornear el pan que se consumiría. Y así pasaba con el carnicero, el zapatero, el relojero. Cada uno se sentía útil y necesario al aportar lo suyo a las necesidades comunes. Nadie se sentía más que los otros, porque todos eran necesarios.
Pero un día algo vino a turbar la tranquila vida de los pobladores de aquella aldea perdida en la montaña. En un amanecer se sintió a lo lejos el clarín del heraldo que hacía de postillón o correo. El retumbo de los cascos de caballo se fue acercando y finalmente se lo vio doblar la calle que daba entrada al pueblito: un caballo sudoroso que fue frenado justo delante de la puerta de la casa del relojero. El heraldo le entregó un grueso sobre que traía noticias de la capital. Toda la gente se mantuvo a la expectativa a la puerta de sus casas a fin de conocer la importante noticia que seguramente se sabría de un momento al otro.
Y así fue efectivamente. Pronto corrió por todo el pueblo la voz de que desde la capital lo llamaban al relojero para que se hiciera cargo de una enorme herencia que un pariente le había legado. Toda la población quedó consternada. El pueblito se quedaría sin relojero. Todos se sintieron turbados frente a la idea de que desde aquel día, algo faltaría al irse quien se ocupaba de atender los relojes con los que podían conocer la hora exacta.
Al día siguiente una pesada carreta cargada con todas las pertenencias de la familia, cruzaba lentamente el poblado, alejándose quizás para siempre rumbo a la ciudad capital. En ella se marchaba el relojero con toda su gente: el viejo abuelo y los hijos pequeños. Nadie quedaba en el lugar que pudiera entender de relojes.
La gente se sintió huérfana, y comenzó a mirar ansiosamente y a cada rato el reloj de la torre de la Iglesia. Otro tanto hacía cada uno con su propio reloj de bolsillo. Con el pasar de los días el sentimiento comenzó a cambiar. El relojero se había ido y nada había cambiado. Todo seguía en plena normalidad. El aparato de la torre y los de cada uno seguía rítmicamente funcionando y dando la hora sin contratiempo alguno.
-¡Caramba!- se decía la gente. Nos hemos asustado de gusto. Después de todo, el relojero no era una persona indispensable entre nosotros. Se ha marchado y todo sigue en orden y bien como cuando él estaba aquí. Otra cosa muy distinta hubiera sido sin el panadero. No había porqué preocuparse. Bien se podía vivir sin el ausente.
Y los días fueron pasando, haciéndose meses. De pronto a alguien se le cayó el reloj, y aunque al sacudirlo comenzó a funcionar, desde ese día su manera de señalar la hora ya no era de fiar. Adelantaba o atrasaba sin motivo aparente. Fue inútil sacudirlo o darle cuerda. La cosa no parecía tener solución. De manera que el propietario del aparato decidió guardarlo en su mesita de luz, y bien pronto lo olvidó al ir amontonando sobre él otras cosas que también iban a para al mismo lugar de descanso.
Y lo que le pasó a esta persona, le fue sucediendo más o menos al resto de los pobladores. En pocos años todos los relojes, por una causa o por otra, dejaron de funcionar normalmente, y con ello ya no fueron de fiar. Recién entonces se comenzó a notar la ausencia del relojero. Pero era inútil lamentarlo. Ya n estaba, y esto sucedía desde hacía varios años. Por ello cada uno guardó su reloj en el cajón de la mesa de luz, y poco a poco lo fue olvidando y arrinconando.
Digo mal al decir que todos hacían esto. Porque hubo alguien que obró de una manera extraña. Su reloj también se descompuso. Dejó de marcar la hora correcta, y ya fue poco menos que inútil. Pero esta persona tenía cariño por aquel objeto que recibiera de sus antepasados, y que lo acompañara cada día con sus exigencias de darle cuerda por la noche, y de marcarle el ritmo de las horas durante la jornada. Por ello no lo abandonó al olvido de las cosas inútiles. Cierto: no le servía de gran cosa. Pero lo mismo, cada noche, antes de acostarse cumplía con el rito de sacar el reloj del cajón, para darle fielmente cuerda a fin de que se mantuviera funcionando. Le corregía la hora más o menos intuitivamente recordando las últimas campanadas del reloj de la iglesia. Luego lo volvía a guardar hasta la noche siguiente en que repetía religiosamente el gesto.
Un buen día, la población fue nuevamente sacudida por una noticia. ¡Retornaba el relojero! Se armó un enorme revuelo. Cada uno comenzó a buscar ansiosamente entre sus cosas olvidadas el reloj abandonado por inútil a fin de hacerlo llegar lo antes posible al que podría arreglárselo. En esta búsqueda aparecieron cartas no contestadas, facturas no pagadas, junto al reloj ya medio oxidado.
Fue inútil. Los viejos engranajes tanto tiempo olvidados, estaban trabados por el óxido y el aceite endurecido. Apenas puestos en funcionamiento, comenzaron a descomponerse nuevamente: a uno se le quebraba la cuerda, a otro se le rompía un eje, al de más allá se le partía un engranaje. No había compostura posible para objetos tanto tiempo detenidos. Se habían definitiva e irremediablemente deteriorado.
Solamente uno de los relojes pudo ser reparado con relativa facilidad. El que se había mantenido en funcionamiento aunque no marcara correctamente la hora. La fidelidad de su dueño que cada noche le diera cuerda, había mantenido su maquinaria lubricada y en buen estado. Bastó con enderezarle el eje torcido y colocar sus piezas en la posición debida, y todo volvió a andar como en sus mejores tiempos.
La fidelidad a un cariño había hecho superar la utilidad, y había mantenido la realidad en espera de tiempos mejores. Ello había posibilitado la recuperación.
La oración pertenece a este tipo de realidades. Tiene mucho de herencia, poco de utilidad a corta distancia, necesidad de fidelidad constante, y capacidad de recuperación plena cuando regrese el relojero.

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