jueves, 27 de noviembre de 2008

Prometeo

de Kafka, Franz

De Prometeo nos hablan cuatro leyendas.

Según la primera, lo amarraron al Cáucaso por haber dado a conocer a los hombres los secretos divinos, y los dioses enviaron numerosas águilas a devorar su hígado, en continua renovación.

De acuerdo con la segunda, Prometeo, deshecho por el dolor que le producían los picos desgarradores, se fue empotrando en la roca hasta llegar a fundirse con ella.

Conforme a la tercera, su traición paso al olvido con el correr de los siglos. Los dioses lo olvidaron, las águilas, lo olvidaron, él mismo se olvidó.

Con arreglo a la cuarta, todos se aburrieron de esa historia absurda. Se aburrieron los dioses, se aburrieron las águilas y la herida se cerró de tedio.

Solo permaneció el inexplicable peñasco.

La leyenda pretende descifrar lo indescifrable.

Como surgida de una verdad, tiene que remontarse a lo indescifrable.

Las razones del niño

de Tagore, Rabindranath

Si quisiera, el niño podría volar ahora mismo al cielo.

Pero tiene sus razones para no dejarnos.

Toda su felicidad consiste en descansar su cabeza en el seno de su madre; por nada del mundo dejaría de verla.

La sabiduría del niño se expresa en sutiles palabras. ¡Qué pocos son los que pueden comprender su sentido! Si no habla, es que tiene sus razones.

Lo que más desea es aprender la lengua materna de los mismos labios de su madre. ¡Por ello adopta un aire tan inocente!

Pese a que poseía montones de oro y perlas, el niño vino a esta tierra como un mendigo.

Tuvo sus razones para llegar con este disfraz.

Pequeño, desnudo y suplicante, si simula una completa indigencia es para reclamar a su madre el inmenso tesoro de su ternura.

En el país de la minúscula luna creciente nada entorpecía la libertad del niño.

Si renunció a su independencia tuvo sus razones.

Sabe muy bien que ese pequeño nido, el corazón de su madre, contiene una alegría inagotable, y que la tierna atadura de los brazos maternales es infinitamente más dulce que la libertad.

El niño no sabía llorar. Vivía en el país de la felicidad perfecta.

No le faltaron las razones para empezar a verter lágrimas.

Las entrañas de su madre se conmueven con las sonrisas de su dulce rostro, pero es el pequeño llanto que nace de sus penas de niño el que teje entre ella y él el doble lazo de la piedad y el amor.

La honda de David

de Monterroso, Augusto


Había una vez un niño llamado David N., cuya puntería y habilidad en el manejo de la resortera despertaba tanta envidia y admiración en sus amigos de la vecindad y de la escuela, que veían en él -y así lo comentaban entre ellos cuando sus padres no podían escucharlos- un nuevo David.

Pasó el tiempo

Cansado del tedioso tiro al blanco que practicaba disparando sus guijarros contra latas vacías o pedazos de botella, David descubrió que era mucho más divertido ejercer contra los pájaros la habilidad con que Dios lo había dotado, de modo que de ahí en adelante la emprendió con todos los que se ponían a su alcance, en especial contra Pardillos, Alondras, Ruiseñores y Jilgueros, cuyos cuerpecitos sangrantes caían suavemente sobre la hierba, con el corazón agitado aún por el susto y la violencia de la pedrada.

David corría jubiloso hacia ellos y los enterraba cristianamente.

Cuando los padres de David se enteraron de esta costumbre de su buen hijo se alarmaron mucho, le dijeron que qué era aquello, y afearon su conducta en términos tan ásperos y convincentes que, con lágrimas en los ojos, él reconoció su culpa, se arrepintió sincero y durante mucho tiempo se aplicó a disparar exclusivamente sobre los otros niños.

Dedicado años después a la milicia, en la Segunda Guerra Mundial David fue ascendido a general y condecorado con las cruces más altas por matar él solo a treinta y seis hombres, y más tarde degradado y fusilado por dejar escapar con vida una Paloma mensajera del enemigo.

viernes, 31 de octubre de 2008

La cucaracha

de Javier Villafañe

Una vez había un hombre que vivía solo. Era periodista. Trabajaba en un diario desde las seis de la mañana hasta la medianoche. Cuando terminaba de trabajar salía del diario; caminaba unas cuadras; comía en un restaurante y después iba a un bar a tomar cerveza. Al amanecer regresaba a su casa. En su casa –era un pequeño departamento– no tenía un solo mueble; ni cama tenía, ni una silla en que sentarse. Había unos clavos en la pared en donde colgaba el saco, el pantalón y la camisa. Dormía en el suelo. En invierno o cuando hacía frío se envolvía en una frazada.

Le gustaba tomar cerveza. Todo el día tomaba cerveza: a la mañana, a la tarde, a la noche. Siempre llegaba a su casa con dos o tres botellas de cerveza.

Una madrugada, cuando se acostó en el suelo para dormir, vio a una cucaracha que salía de un agujero del zócalo. La vio caminar, detenerse y acostarse cerca de su cabeza.

Esto pasó varias veces. Una vez, cuando la cucaracha salía del agujero del zócalo, tomó la tapa de una botella de cerveza y la puso a su lado, y allí se acostó la cucaracha.

Al día siguiente el hombre llegó más temprano a su casa. Traía un poco de algodón: lo desmenuzó y le hizo una cama en la tapa de la botella de cerveza para que durmiera la cucaracha.

El hombre se acostó como siempre en el suelo. Vio salir a la cucaracha del agujero del zócalo: caminar y subir para acostarse en la cama que le había hecho en la tapa de la botella de cerveza.

Al otro día el hombre fue a trabajar. Estaba muy contento. Salió del diario. Iba silbando por la calle. Llegó al restaurante, comió, y después fue al bar a tomar cerveza. Se encontró con un amigo y le dijo:

–Ya no estoy solo. Cuando me acuesto, una cucaracha sale de un agujero del zócalo y viene a dormir a mi lado.

El amigo se rió.

–¿Cómo sabés que es la misma cucaracha? –le preguntó–. Tu casa debe estar llena de cucarachas.

–No, la conozco. Es la misma –respondió el hombre.

–¿Serías capaz de hacer una prueba?

–Sí. ¿Qué hago?

–Le arrancás una pata a la cucaracha. La dejás renga. Y si al día siguiente ves a una cucaracha renga que viene a dormir a tu lado, es entonces la misma cucaracha.

El hombre llegó a su casa. Se desvistió. Colgó en los clavos el saco, el pantalón y la camisa. Se acostó. La cucaracha salió del agujero del zócalo. Caminó y cuando iba a subir a la cama para acostarse, el hombre tomó a la cucaracha con el pulgar y el índice de la mano izquierda, y con el pulgar y el índice de la mano derecha, le quebró una pata y se la arrancó. Tiró la pata y puso a la cucaracha en su cama.

La cucaracha durmió: pero el hombre no pudo dormir. Vio el sol, la mañana. Él, tendido en el suelo, y la cucaracha a su lado dormida. Después la vio despertar, caminar renga y meterse en el agujero del zócalo.

El hombre se levantó, se vistió y salió. Ese día tomó mucha cerveza. Llegó al diario a las seis y media. Trabajó hasta después de medianoche. Fue al restaurante; comió. Fue al bar. Llegó a su casa. Se acostó. Vio salir a una cucaracha renga del agujero del zócalo. La vio llegar, subir y acostarse en la cama de algodón que él le había hecho en la tapa de una botella de cerveza.

Es la misma –se dijo el hombre–. Yo sabía que no estaba solo.

Pero no pudo dormir. Vio el sol, la mañana. Vio cuando se despertó la cucaracha. La vio caminar renga y meterse en el agujero del zócalo.

A la madrugada siguiente volvió la cucaracha. Llegó caminando lentamente y se acostó al lado del hombre.

El hombre no podía dormir. Miraba dormir a la cucaracha. Estaba desnudo, sentado en el suelo, tomando cerveza. Tomó una botella, dos, tres botellas de cerveza. Sintió el sol en los ojos, la mañana.

La cucaracha se despertó. Bajó de la cama. Caminaba arrastrándose y se metió en el agujero del zócalo.

Y no volvió nunca más.

sábado, 4 de octubre de 2008

El parto

de Franco Sacchetti

En otro tiempo había como párroco de una iglesia de Castello, condado del territorio de Florencia, cierto cura llamado Tiraccio, que ya era viejo, pero que en su juventud tuvo por amiga una linda muchacha de la gran villa de Oguissante y había tenido de ella una hija, que en la época de nuestra narración era muy linda y estaba en edad de casarse. La fama divulgaba por todas partes que la sobrina del cura era una hermosa muchacha. En la vecindad habitaba un joven, del cual quiero callar el nombre y el de la familia. Este joven, habiendo visto muchas veces a la sobrina del cura, se enamoró de ella, y tuvo la idea de una astucia sutil para lograrla.
Una tarde en que el tiempo estaba lluvioso, hacia el obscurecer, se disfrazó de aldeana, y después de haberse puesto las faldas se amarró sobre el vientre líos de paja y de tela, que le daban el aire de estar embarazada y con el vientre en la boca.

En seguida se fue a la iglesia para pedir confesión, como hacen las mujeres a punto de parir. Llegado a la iglesia, hacia la primera hora de la noche, tocó a la puerta, y habiendo venido a abrirle un clérigo, le preguntó por el párroco. El clérigo le dijo:

-Ha salido hace un momento para llevar la comunión a un enfermo, pero no tardará en volver.

La mujer embarazada dijo entonces:

-¡Desdichada de mí! ¡Estoy rendida de fatiga!

Y se limpiaba a cada instante con su pañuelo, tanto para no ser reconocida como por el sudor que le cubría el rostro. Se dejó caer sentada como si no pudiese más, y quejándose continuó:

-Lo esperaré, porque a causa del peso de mi vientre me sería imposible volver, si el Señor dispone de mi vida, no querría que me cogiese sin confesión.

-Que Dios la proteja, hermana -respondió el clérigo, y la dejó que esperase tranquila.

El párroco volvió hacia la una de la noche. Su parroquia era muy grande y no conocía a todos sus feligreses. Cuando la hubo visto en la penumbra, la mujer, con dificultad, le explicó que lo había esperado, y limpiándose siempre el rostro, le dijo su estado y lo que deseaba. El cura en seguida empezó a confesarla, y el joven vestido de mujer le hizo una confesión muy larga, de manera que se hiciese bien tarde.

Terminada la confesión, la penitente se puso a suspirar diciendo:

-¡Desgraciada de mí! ¿Dónde voy a poder ir ya a estas horas?

El párroco le respondió:

-Sería una temeridad irse. La noche está oscura: llovizna y amenaza llover más fuerte. Puede usted quedarse esta noche en mi casa, y mañana podrá partir cuando guste.

Oyendo estas palabras, el hombre-mujer vio llegada la ocasión de lo que quería, y sintiendo el apetito despertarse con fuerza, respondió:

-Haré, padre mío, lo que usted me aconseja, porque estoy tan fatigada de haber venido, que no creo poder dar cien pasos sin gran peligro. Estando el tiempo malo y la noche avanzada, haré como usted quiera; pero le ruego que si mi marido dice algo me disculpe usted con él.

-Cuente conmigo -repuso el cura.

Por la invitación de éste se marchó a la cocina y cenó con la muchacha, haciendo con frecuencia uso del pañuelo para cubrir su cara. Cuando hubieron cenado, fueron a acostarse en un cuarto que no estaba separado de Tiraccio sino por un tabique.

La joven estaba en su primer sueño; había ya dormido un momento, cuando el otro se puso a tocarle los pechos. Se oía al cura roncar ruidosamente. Como la pretendida mujer encinta estaba colocada cerca de la sobrina, ésta conoció bien pronto lo que sucedía y se puso a gritar llamando al padre Tiraccio y diciendo:

-¡Es un muchacho!

Por tres veces llamó sin que se despertara, repitiendo:

-¡Padre Tiraccio, que es un muchacho!

A la cuarta el párroco, adormilado, le preguntó:

-¿Que es lo que dices?

Digo que es un muchacho.

El párroco, creyendo que se trataba de la buena mujer que paría un niño, respondió:

-Ayúdala, ayúdala, hija mía.

Muchas veces la joven repitió:

-¡Padre Tiraccio... padre Tiraccio! Le digo que es un muchacho.

Y el cura respondía siempre:

-Ayúdala, hija mía, ayúdala, y que Dios la bendiga.

Y fatigado, cayéndose de sueño, volvió a dormirse.

La muchacha, cansada también de luchar contra la embarazada y contra el sueño, y convencida además de que el cura la exhortaba a no resistir, pasó la noche lo mejor posible.

Al amanecer, el joven había satisfecho muchas veces su deseo y descubierto a la muchacha, que ya sin lucha se le entregaba, que por amor a ella se había disfrazado de mujer, y añadió que la amaba sobre todo lo del mundo. Para agasajarla le dio el dinero que llevaba, jurándole que cuanto poseía era para ella. Arregló, además, los medios de volverse a ver con frecuencia en lo sucesivo, y hecho esto, después de muchos besos y abrazos, se despidió diciéndole:

-Cuando el padre Tiraccio te pregunte por la mujer embarazada, le dices: “Ha parido esta noche un niño, mientras que yo te llamaba, y esta mañana al despuntar el día, se ha ido con la ayuda de Dios”.

La mujer embarazada se fue después de haber dejado en el jergón del párroco la paja que inflaba su vientre.

El cura, tan pronto como se levantó, entró en el cuarto de su hija y le dijo:

-¿Qué mala suerte has tenido esta noche que no me has dejado dormir? Toda la noche: “¡Padre Tiraccio! ¡Padre Tiraccio!” ¿Qué sucedía?

-¡Que aquella mujer parió un hermoso niño! -respondió la joven.

-¿Dónde está?

-Esta mañana, al despuntar el día, más por vergüenza, creo, que por otra cosa, se ha ido con su niño.

-¡Ah! -dijo el párroco- que Dios le dé malas Pascuas. Esas criaturas esperan por largo tiempo para ir a parir sus hijos no importándoles adónde. Si pudiese volverla a encontrar o supiera quién es su marido, ya le diría yo alguna cosa.

-Haría usted bien -respondió la joven-, porque a mí tampoco me ha dejado dormir esta noche.

Así terminó la cosa. A partir de este momento no hubo necesidad de grande alquimia para operar la conjunción de los planetas. Frecuentemente los dos amantes se encontraron, y el cura tenía su culpa, porque semejantes ejemplos dan ellos con frecuencia. Sería de desear que sucediera otro tanto a otros, y ya que no se pueden vengar en sus mujeres, que se venguen en sus sobrinas o en sus hijas con chascos parecidos a ese, ciertamente uno de los mejores y de más buen éxito que jamás se han visto.

Por mí creo que no se comete sino un pequeño pecado con faltar contra uno de esos que, bajo la capa de la religión, cometen tantos crímenes contra el prójimo.

Deje de mirarme las tetas, señor

de Charles Bukowski

Big Bart era el tío más salvaje del Oeste. Tenía la pistola más veloz del Oeste, y se había follado mayor variedad de mujeres que cualquier otro tío en el Oeste. No era aficionado a bañarse, ni a la mierda de toro, ni a discutir, ni a ser un segundón. También era guía de una caravana de emigrantes, y no había otro hombre de su edad que hubiese matado más indios, o follado más mujeres, o matado más hombres blancos.

Big Bart era un tío grande y él lo sabía y todo el mundo lo sabía. Incluso sus pedos eran excepcionales, más sonoros que la campana de la cena; y estaba además muy bien dotado, un gran mango siempre tieso e infernal. Su deber consistía en llevar las carretas a través de la sabana sanas y salvas, fornicar con las mujeres, matar a unos cuantos hombres, y entonces volver al Este a por otra caravana. Tenía una barba negra, unos sucios orificios en la nariz, y unos radiantes dientes amarillentos.

Acababa de metérsela a la joven esposa de Billy Joe, la estaba sacando los infiernos a martillazos de polla mientras obligaba a Billy Joe a observarlos. Obligaba a la chica a hablarle a su marido mientras lo hacían. Le obligaba a decir:

—¡Ah, Billy Joe, todo este palo, este cuello de pavo me atraviesa desde el coño hasta la garganta, no puedo respirar, me ahoga! ¡Sálvame, Billy Joe! ¡No, Billy Joe, no me salves! ¡Aaah!

Luego de que Big Bart se corriera, hizo que Billy Joe le lavara las partes y entonces salieron todos juntos a disfrutar de una espléndida cena a base de tocino, judías y galletas.

Al día siguiente se encontraron con una carreta solitaria que atravesaba la pradera por sus propios medios. Un chico delgaducho, de unos dieciséis años, con un acné cosa mala, llevaba las riendas. Big Bart se acercó cabalgando.

—¡Eh, chico! —dijo.

El chico no contestó.

—Te estoy hablando, chaval...

—Chúpame el culo —dijo el chico.

—Soy Big Bart.

—Chúpame el culo.

—¿Cómo te llamas, hijo?

—Me llaman «El Niño».

—Mira, Niño, no hay manera de que un hombre atraviese estas praderas con una sola carreta.

—Yo pienso hacerlo.

—Bueno, son tus pelotas, Niño —dijo Big Bart, y se dispuso a dar la vuelta a su caballo, cuando se abrieron las cortinas de la carreta y apareció esa mujercita, con unos pechos increíbles, un culo grande y bonito, y unos ojos como el cielo después de la lluvia. Dirigió su mirada hacia Big Bart, y el cuello de pavo se puso duro y chocó contra el torno de la silla de montar.

—Por tu propio bien, Niño, vente con nosotros.

—Que te den por el culo, viejo —dijo el chico—. No hago caso de avisos de viejos follamadres con los calzoncillos sucios.

—He matado a hombres sólo porque me disgustaba su mirada.

El Niño escupió al suelo. Entonces se incorporó y se rascó los cojones.

—Mira, viejo, me aburres. Ahora desaparece de mi vista o te voy a convertir en una plasta de queso suizo.

—Niño —dijo la chica asomándose por encima de él, saliéndosele una teta y poniendo cachondo al sol—. Niño, creo que este hombre tiene razón. No tenemos posibilidades contra esos cabronazos de indios si vamos solos. No seas gilipollas. Dile a este hombre que nos uniremos a ellos.

—Nos uniremos —dijo el Niño.

—¿Cómo se llama tu chica? —preguntó Big Bart.

—Rocío de Miel —dijo el Niño.

—Y deje de mirarme las tetas, señor —dijo Rocío de Miel— o le voy a sacar la mierda a hostias.

Las cosas fueron bien por un tiempo. Hubo una escaramuza con los indios en Blueball Canyon. 37 indios muertos, uno prisionero. Sin bajas americanas. Big Bart le puso una argolla en la nariz...

Era obvio que Big Bart se ponía cachondo con Rocío de Miel. No podía apartar sus ojos de ella. Ese culo, casi todo por culpa de ese culo. Una vez mirándola se cayó de su caballo y uno de los cocineros indios se puso a reír. Quedó un sólo cocinero indio.

Un día Big Bart mandó al Niño con una partida de caza a matar algunos búfalos. Big Bart esperó hasta que desaparecieron de la vista y entonces se fue hacia la carreta del Niño. Subió por el sillín, apartó la cortina, y entró. Rocío de Miel estaba tumbada en el centro de la carreta masturbándose.

—Cristo, nena —dijo Big Bart—. ¡No lo malgastes!

—Lárgate de aquí —dijo Rocío de Miel sacando el dedo de su chocho y apuntando a Big Bart—. ¡Lárgate de aquí echando leches y déjame hacer mis cosas!

—¡Tu hombre no te cuida lo suficiente, Rocío de Miel!

—Claro que me cuida, gilipollas, sólo que no tengo bastante. Lo único que ocurre es que después del período me pongo cachonda.

—Escucha, nena...

—¡Que te den por el culo!

—Escucha, nena, contempla...

Entonces sacó el gran martillo. Era púrpura, descapullado, infernal, y basculaba de un lado a otro como el péndulo de un gran reloj. Gotas de semen lubricante cayeron al suelo.

Rocío de Miel no pudo apartar sus ojos de tal instrumento. Después de un rato

dijo:

—¡No me vas a meter esa condenada cosa dentro!

—Dilo como si de verdad lo sintieras, Rocío de Miel.

—¡NO VAS A METERME ESA CONDENADA COSA DENTRO!

—¿Pero por qué? ¿Por qué? ¡Mírala!

—¡La estoy mirando!

—¿Pero por qué no la deseas?

—Porque estoy enamorada del Niño.

—¿Amor? —dijo Big Bart riéndose—. ¿Amor? ¡Eso es un cuento para idiotas! ¡Mira esta condenada estaca! ¡Puede matar de amor a cualquier hora!

—Yo amo al Niño, Big Bart.

—Y también está mi lengua —dijo Big Bart—. ¡La mejor lengua del Oeste!

La sacó e hizo ejercicios gimnásticos con ella.

—Yo amo al Niño —dijo Rocío de Miel.

—Bueno, pues jódete —dijo Big Bart y de un salto se echó encima de ella. Era un trabajo de perros meter toda esa cosa, y cuando lo consiguió, Rocío de Miel gritó. Había dado unos siete caderazos entre los muslos de la chica, cuando se vio arrastrado rudamente hacia atrás.

ERA EL NIÑO, DE VUELTA DE LA PARTIDA DE CAZA.

—Te trajimos tus búfalos, hijoputa. Ahora, si te subes los pantalones y sales afuera, arreglaremos el resto...

—Soy la pistola más rápida del Oeste —dijo Big Bart.

—Te haré un agujero tan grande, que el ojo de tu culo parecerá sólo un poro de la piel —dijo el Niño—. Vamos, acabemos de una vez. Estoy hambriento y quiero cenar. Cazar búfalos abre el apetito...

Los hombres se sentaron alrededor del campo de tiro, observando. Había una tensa vibración en el aire. Las mujeres se quedaron en las carretas, rezando, masturbándose y bebiendo ginebra. Big Bart tenía 34 muescas en su pistola, y una fama infernal. El Niño no tenía ninguna muesca en su arma, pero tenía una confianza en sí mismo que Big Bart no había visto nunca en sus otros oponentes. Big Bart parecía el más nervioso de los dos. Se tomó un trago de whisky, bebiéndose la mitad de la botella, y entonces caminó hacia el Niño.

—Mira, Niño...

—¿Sí, hijoputa...?

—Mira, quiero decir, ¿por qué te cabreas?

—¡Te voy a volar las pelotas, viejo!

—¿Pero por qué?

—¡Estabas jodiendo con mi mujer, viejo!

—Escucha, Niño, ¿es que no lo ves? Las mujeres juegan con un hombre detrás de otro. Sólo somos víctimas del mismo juego.

—No quiero escuchar tu mierda, papá. ¡Ahora aléjate y prepárate a desenfundar!

—Niño...

—¡Aléjate y listo para disparar!

Los hombres en el campo de fuego se levantaron. Una ligera brisa vino del Oeste oliendo a mierda de caballo. Alguien tosió. Las mujeres se agazaparon en las carretas, bebiendo ginebra, rezando y masturbándose. El crepúsculo caía.

Big Bart y el Niño estaban separados 30 pasos.

—Desenfunda tú, mierda seca —dijo el Niño—, desenfunda, viejo de mierda, sucio rijoso.

Despacio, a través de las cortinas de una carreta, apareció una mujer con un rifle. Era Rocío de Miel. Se puso el rifle al hombro y lo apoyó en un barril.

—Vamos, violador cornudo —dijo el Niño—. ¡DESENFUNDA!

La mano de Big Bart bajó hacia su revolver. Sonó un disparo cortando el crepúsculo. Rocío de Miel bajó su rifle humeante y volvió a meterse en la carreta. El Niño estaba muerto en el suelo, con un agujero en la nuca. Big Bart enfundó su pistola sin usar y caminó hacia la carreta. La luna estaba ya alta.

Se busca una mujer

de Charles Bukowski

Edna bajaba por la calle con su bolsa de la compra, cuando pasó a la altura del automóvil. Había algo escrito en la ventanilla lateral:

SE BUSCA UNA MUJER.

Se paró. Era un cartón pegado a la ventanilla, con alguna especie de anuncio. En su mayor parte estaba escrito a máquina. Edna no podía leerlo desde el lugar de la acera en que se encontraba. Sólo podía ver las letras grandes:

SE BUSCA UNA MUJER.

Era un coche nuevo y de los caros. Edna cruzó la hierba y se acercó a leer la

parte mecanografiada:

«Hombre de 49 años. Divorciado. Busca una mujer con fines matrimoniales. Que tenga entre 35 y 44 años. Me gusta la televisión y los films. La buena comida. Soy contable y tengo el trabajo bien asegurado. Tengo dinero en el banco. Me gustan las mujeres algo rellenas.

Edna tenía 37 años y estaba algo rellena. Había un número de teléfono. También había tres fotos del caballero que buscaba una mujer. Parecía rico y elegante, con su traje y corbata. También parecía algo estúpido y un poco cruel. Y hecho de madera, pensó Edna, hecho de madera...

Siguió su camino, con una pequeña sonrisa. También sentía una especie de repulsión. Pero cuando llegó a su apartamento ya se había olvidado por completo de todo. Fue varias horas más tarde, sentada en la bañera, cuando empezó a pensar en él otra vez, y esta vez pensó en lo solo, en lo terriblemente solo que debía encontrarse para haber llegado a hacer una cosa así:

SE BUSCA UNA MUJER.

Se lo imaginó llegando a la casa, encontrándose las facturas del gas y del teléfono en el buzón, desnudándose, tomando un baño, la televisión encendida. Después leería el periódico de la tarde. Luego entraría en la cocina a hacerse la cena. Allí, quieto, mirando como se fríe el pan, en calzoncillos. Luego cogería la comida y la llevaría a una mesa, se la comería. Le podía ver

bebiéndose su café. Luego más televisión. Y quizás un solitario bote de cerveza antes de acostarse. Debía haber millones de hombres como él en toda América.

Edna salió de la bañera, se secó, se vistió y salió del apartamento. El coche seguía allí. Apuntó su nombre, Joe Lighthill, y el número de teléfono. Leyó de nuevo toda la parte mecanografiada. «Films». Era un término muy culto. La gente decía «películas» normalmente. Se busca una mujer. El anuncio era bastante atrevido. Por lo menos había mostrado ser original al escribirlo.

Cuando Edna volvió a casa se tomó tres tazas de café antes de marcar el número. El teléfono sonó cuatro veces. «¿Hola?» Contestó él.

—¿Señor Lighthill?

—¿Sí?

—Es que vi su anuncio. Su anuncio en el coche...

—Ah, sí.

—Me llamo Edna.

—¿Cómo estás, Edna?

—Oh, muy bien. Pero hace tanto calor. Este tiempo es demasiado.

—Sí, hace la vida difícil.

—Bueno, señor Lighthill...

—Llámame Joe, a secas.

—Bueno, Joe, ja, ja, ja, me siento como una tonta. ¿Sabes por qué he llamado?

—Viste mi anuncio.

—Bueno, quiero decir, ja, ja, ja. ¿Qué es lo que te pasa? ¿No puedes conseguir una mujer?

—Creo que no. Edna, dime. ¿Dónde están?

—¿Las mujeres?

—Sí.

—Oh, pues en todas partes, ya sabes.

—¿Dónde? Dime. ¿Dónde?

—Bueno, en la iglesia, por ejemplo. Hay mujeres en la iglesia.

—No me gusta la iglesia.

—Oh.

—Escucha. ¿Por qué no te vienes aquí, Edna?

—¿Quieres decir allí, a tu casa?

—Sí. Tengo un buen apartamento. Podemos tomarnos una copa, conversar. Sin compromiso.

—Es tarde.

—No es tan tarde. Escucha, viste mi anuncio y llamaste. Debes estar interesada.

—Bueno, es que...

—Tienes miedo, eso es lo que te pasa. Tienes miedo.

—No, yo no tengo miedo.

—Entonces vente, Edna.

—Bueno, es que...

—Vamos.

—Bueno, de acuerdo. Estaré allí en quince minutos.

Era en el último piso de un moderno complejo de apartamentos. Apartamento 17. La piscina reflejaba las luces. Edna llamó. La puerta se abrió y allí estaba el señor Lighthill. Con una calvicie incipiente; la nariz afilada con pelos saliéndole de los orificios; la camisa abierta por el cuello.

—Entra, Edna...

Ella pasó y la puerta se cerró detrás. Edna se había puesto un vestido de seda azul. No se había puesto medias. Iba en sandalias y fumando un cigarrillo.

—Siéntate. Te serviré algo de beber.

Era un sitio bonito. Todo estaba decorado en azul y verde, y además estaba muy limpio. Pudo oír al señor Lighthill canturreando sordamente mientras preparaba las bebidas... Parecía relajado y eso la tranquilizó.

El señor Lighthill —Joe— salió con las bebidas. Le alcanzó a Edna la suya y fue a sentarse a una silla en el lado opuesto de la habitación.

—Sí —dijo él—, hace calor, un calor infernal. Pero yo tengo aire acondicionado. ¿Te has dado cuenta?

—Sí, ya lo noté. Está muy bien.

—Bebe algo.

—Oh, sí.

Edna probó un trago. Estaba bueno, un poco fuerte, pero sabía bien. Vio a Joe inclinar la cabeza hacia atrás al beber. Tenía una gruesa papada. Y sus pantalones eran demasiado holgados. Parecían ser varias tallas más grandes. Le daban a sus piernas un aspecto cómico, ridículo.

—Llevas un vestido muy bonito, Edna.

—¿Te gusta?

—Oh, sí, te cae muy bien. Parece cómodo, muy cómodo.

Edna no dijo nada. Y Joe tampoco. Y allí estaban, sentados, mirándose el uno al otro, bebiéndose sus vasos.

¿Por qué no habla?, pensó Edna. Se supone que es él quien debe empezar la conversación. Verdaderamente tenía algo de madera...

Edna terminó su bebida.

—Deja que te sirva otro —dijo Joe.

—No. Me tengo que ir ya.

—Oh, vamos —dijo él—; déjame que te sirva otro trago. Necesitamos beber algo para soltarnos.

—Está bien, pero después de éste me voy.

Joe se llevó los vasos a la cocina. Esta vez no canturreó. Salió, le dio a Edna su vaso y volvió a sentarse en la silla al lado opuesto de la habitación. La bebida era ahora más fuerte.

—Sabes —dijo—, soy bastante bueno en el sexo.

Edna bebió su vaso y no contestó nada.

—¿Qué tal eres tú en la cuestión sexual? —preguntó Joe.

—Nunca lo he hecho.

—Deberías hacerlo, sabes, así te darías cuenta de quién eres y qué eres.

—¿Tú crees que todo eso es verdad? Quiero decir, yo lo he leído en los periódicos, no sé qué pensar. Yo no lo he hecho nunca pero he visto fotos —dijo Edna.

—Por supuesto que es verdad, deberías hacerlo.

—Tal vez no sea muy buena para estas cosas —dijo Edna—. Tal vez es por eso que estoy sola. —Se tomó un buen trago del vaso.

—Cada uno de nosotros, al fin y al cabo, siempre solos —dijo Joe.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que, no importe cómo vaya la cuestión sexual, o el amor, o ambos, llega un día en que todo se acaba.

—Eso es triste —dijo Edna.

—Sí, claro. Así llega un día en que todo se pasa. Y entonces, o se corta o todo se convierte en una tregua infernal: Dos personas viviendo juntas sin el menor sentimiento entre ellas. Creo que es mucho mejor vivir solo que eso.

—¿Tú te divorciaste de tu mujer, Joe?

—No, ella se divorció de mí.

—Y qué es lo que fue mal?

—Las orgías sexuales.

—¿Las orgías sexuales?

—Sí, ya sabes, una orgía es el lugar más solitario del mundo. Esas orgías... Me sentía desesperado... Esas pollas deslizándose dentro y fuera... Perdóname...

—No pasa nada.

—Bueno, esas pollas deslizándose dentro y fuera, piernas enredadas, los dedos trabajando, hurgando por todos lados, bocas, todo el mundo babeando, y sudando, y una ciega determinación a hacerlo... como sea.

—No sé mucho acerca de esas cosas, Joe —dijo Edna.

—Yo creo que, sin amor, el sexo no es nada. Las cosas sólo pueden tener un significado cuando existe algún sentimiento entre los participantes.

—¿Quieres decir que a cada uno le debe gustar el otro?

—Eso ayuda bastante.

—¿Supón que ambos se casen. Supón que tienen que seguir juntos, por cuestiones económicas, niños, cualquier cosa?

—Las orgías no arreglarán nada.

—¿Y entonces qué?

—Bueno, no sé. Tal vez el swap.

—¿El swap?

—Sí, ya sabes, cuando dos parejas se conocen muy bien y entonces hacen intercambio de componentes. Los sentimientos, al fin y al cabo, tienen una oportunidad. Por ejemplo, digamos que a mí siempre me ha gustado la mujer de Mike. Me viene gustando desde hace meses. La he visto pasear por la habitación. Me gustan sus movimientos, llaman mi atención. Me imagino, ya sabes, lo que va con esos movimientos. La he visto furiosa, la he visto

borracha, la he visto sobria. Y entonces, el swap. Estás en la cama con ella, y por fin la estás conociendo. Existe la posibilidad de que sea algo real. Por supuesto, Mike se está tirando a tu mujer en la otra habitación. Muy bien, buena suerte, Mike, piensas, y espero que seas tan buen amante como yo.

—¿Y funciona bien?

—Bueno, no sé... Los swaps pueden traer problemas... a la larga. Tiene que estar todo muy hablado... bien hablado y con tiempo. Y aún así puede haber gente que no sepa bastante, no importa cuánto se haya hablado...

—¿Tú sabes bastante, Joe?

—Bueno, estos swaps... Creo que pueden ser buenos para algunos... Tal vez para muchos. Pero me temo que conmigo no funcionan. Soy bastante mojigato.

Joe acabó su bebida. Edna se bebió de un trago el resto de la suya y se levantó.

—Escucha, Joe, me tengo que ir...

Joe cruzó la habitación hacia ella. Parecía un elefante mientras se acercaba, con esos pantalones. Vio sus grandes orejas. Entonces la agarró y comenzó a besarla. Su mal aliento arrastraba todas las bebidas; era un olor agrio. Parte de su boca no hacía contacto. Era fuerte pero su fuerza no era real. Ella apartó su cabeza pero él la siguió agarrando.

SE BUSCA UNA MUJER.

—¡Déjame, Joe! ¡Estás yendo muy de prisa, Joe! ¡Deja que me vaya!

—¿Por qué viniste aquí, zorra?

La intentó besar otra vez y lo consiguió. Era horrible. Edna subió la rodilla bruscamente. Y le alcanzó de lleno. El se llevó las manos a las partes y cayó al suelo.

—Dios, Dios... ¿Por qué has tenido que hacerme esto? Me has querido asesinar... ¡Auuggh!

Rodó por el suelo gimiendo.

Su trasero, pensó ella, tiene un trasero tan horrible.

Le dejó tirado en el suelo y bajó corriendo las escaleras. El aire estaba limpio allá fuera. Mientras bajaba, pudo oír gente hablando, pudo oír sus televisores. Su casa no estaba muy lejos. Sintió que necesitaba darse otro baño, quitarse su vestido de seda azul y lavarse bien todo el cuerpo. Hacía calor. Más tarde, salió de la bañera, se secó y se colocó unos rulos rosados en el pelo. Decidió no volver a verle más.

sábado, 23 de agosto de 2008

Monóloga de la Gringa

de Abel Pohulanik

Soy la "Gringa Loca" y mañana todo el pueblo hablará de mí. Como cuando era "La gringa" a secas y empezaron a llamarme así porque no me vieron llorar en el velorio del Basilio. Era el único hijo varón que en mala hora tuve con el Gervasio; me lo mataron como a un pato de estero, con perdigones...

Y yo pregunto si no es como para volverse loca si una dejó que se le seque el alma durante veinte años cuidando un hijo para que al final... Me había salido demasiado rubio y hermoso como para que durase.

La hija no: negra y mala como su padre, sólo nos parecíamos en el odio.

Cuando mi hijo murió sangrando por diez mil agujeros yo ya estaba seca desde siempre, Se me había ido la vida de a poco gambeteándole a la muerte desde que él nació. El resto fue sólo para exprimirme lo que quedaba.

El Basilio nació cuando Gervasio ya se había mandado a mudar a tentar suerte a la capital; esperé mucho la plata para seguirlo. Un día apareció para hacerme la otra hija y contarme que todavía no era tiempo para que yo también me vaya.

Nunca más lo vi. Cuando la chica quiso ir con el padre me alegré. Cada uno con lo suyo, pensé, ambos eran iguales, que me dejen con lo mío.

Y yo pregunto si una es loca si sabe que la muerte está en todas partes queriéndose llevar un pedazo de carne rosada y tibia y toda mía. Había una muerte silenciosa ondulando entre los yuyos; había otra en los oscuros remolinos de la correntada; otra en esta maldita resolana que no perdona, y otras mil en las noches que no acaban, en las madrugadas en las que mi hijo ya no vuelve...

Había peligro en todo: en los aljibes, en las zanjas, en las ventanas abiertas, en la escuela. en la hamaca y las hondas, en los cuchillos y las tormentas. Para que no sufra, yo misma enseñé a mi Basilio a leer, sola lavé, cociné y corté la leña. Lo tenía en cajoncitos cuando tuve que trabajar afuera y cuando caminó no dejé que llegue más allá del portoncito.

Iba conmigo a la iglesia, al almacén y a los velorios. En las visitas me sobaba todo el tiempo la cartera sentado al lado mío y por suerte nunca lo invitaron a una fiesta.

Yo misma le cortaba el pelo y las camisas; le mostré cómo hay que afeitarse y ponerse talco para evitar las paspaduras. Quemé la citación del regimiento y cuando me preguntó por qué no lo llamaban le mentí que a los sin padre no los necesita nadie.

Recién cuando me enfermé de la pierna dejé que fuera solo a comprarme la provista y a entregar la ropa lavada. Le indicaba el camino más corto pero empezó a demorar siglos en volver. Esas veces me volvía más loca que nunca. No hubo caso, al principio se demoraba un rato para escucharlos, luego ya se sentó de amigo con los del Bar.

Tantos años de sufrimientos para que termine en la mesa de un boliche con media docena de atorrantes, escuchando porquerías. Por lo menos, decía yo, si ninguno de ellos trabaja, ni juega al fútbol, ni sale de caza, no hay peligro. Eran seis o siete inútiles, jugando al dominó en la vereda para poder sacar mejor el cuero a la gente.

Terminé por darle para el café con tal que se quedase allí sin moverse y venga a comer y dormir a la casa.

Pero no, el más inútil de todos, el hijo de Pereda, tuvo que llevar una escopeta para hacerse ver. Él, el hijo del más rico del pueblo, tenía que ser al que se le escape la perdigonada que me dejó sin alma...

Después del entierro escribí a la hija, seguí lavando ropa afuera y comencé a criar cuanto perro guacho y abandonado encontraba por ahí. Por tan poco me llamaron la "Gringa Loca".

Pero mañana todos hablarán de mí.

En el mismo jeep en el que lo llevaron preso al hijo de Pereda lo trajeron hace unos meses, en "libertad condicional", o suelto "por falta de pruebas", o algo así; lo único seguro son los millones que había aflojado el padre para que lo larguen. ¿Cuánto haría falta para que me devuelvan el mío?

Sé también que el cretino volvió más porquería que nunca, y que persigue hace rato a una pobre sirvientita que tomaron. No para mucho le ha de dar el amor porque se sabe que la cacheteó un día porque se le quemaron unas ropas con lavandina. No le servirán ésas pero se compra otras... pero yo, ¿qué hago con dos cajas con las de mi hijo? Ahí están sobre el ropero, mejor lavadas y planchadas que nunca, ropas que para siempre no usará el Basilio; como las mías, ya que quemé todas las que no pude teñir de negro.

También dicen que el Pereda armó un escándalo porque a Ia chica se le rompió un frasco de colonia. , . Y yo que dejé a mano uno que era del Basilio, para olerlo de vez en cuando si me amenaza el olvido o se me quiere espantar la rabia que siempre tuve... Entonces, en vez de llorar como el mundo quiere, salgo al patio y les destrozo el espinazo a palos a los perros que junto, que para eso están, para que me aguanten la bronca. Y gracias a ellos mañana todo el pueblo hablará de mí.

Hace tres meses que todas las noches les rompo el alma a esos veinte perros, vistiéndome con las ropas que tiró el hijo de Pereda porque se le "quemaron" con lavandina. Veinte perros alimentados a carne cruda, que cuando olfatean una colonia que se le rompió a la sirvienta de los Pereda, se retuercen de dolor y espanto, queriendo morder a quien desde las sombras los castiga sin piedad, mientras silba como un tordo.

Y esta noche vendrá el hijo de Pereda, caliente y perfumado, buscando el cuerpo de una sirvientita con la que hace tiempo afila en el portoncito de un rancho, en las afueras del pueblo; una negrita que sale a mañerearle la boca apenas siente que él le silba como un tordo desde la oscuridad.

Digo yo si será estúpida la gente, que habiendo otras atorrantas en el pueblo, justo tuvo que gustarle ésta, una pobre muchachita con modales de porteña, en mala hora hija mía y del Gervasio, que se me parece sólo en el odio que tenemos, desde que le escribí a Buenos Aires, contándole lo de su hermano.

La misma sirvientita que cuando sienta el ya pactado silbidito "como de tordo" llamándola por última vez desde el portoncito abierto, me ayudará a soltar veinte perros famélicos, para que mañana y siempre todo el pueblo hable de mí.

Un piloto y un marinero

de Fedro

Lamentábase uno de su negra fortuna, y Esopo imagina esta
fábula para consolarlo.

Estaba una nave a merced de los varios y encontrados,
vientos de alterado mar, y la tripulación con las lá-
grimas, temor y congojas de cercana muerte; serenóse
de súbito el furioso temporal; continuaron bogando
con próspero viento, y al punto se vió a los pasajeros.,
henchidos de gozo, solazarse con inusitada alegría.
Mas el piloto, aleccionado con la experiencia del pa-
sado peligro, dijo así. «Puesto qup en la tierra andan
siempre asidos de la mano el placer y la pena, mostré-
monos.tan prudentes antes de llegar al deseado puerto,
que tanto las expansiones como las quejas sean siempre
moderadas.»
En la prosperidad teme; en la adversidad espera.

jueves, 21 de agosto de 2008

Mister Taylor

de Augusto Monterroso

-Menos rara, aunque sin duda más ejemplar -dijo entonces el
otro -, es la historia de Mr. Percy Taylor, cazador de cabezas en la selva
amazónica.

Se sabe que en 1937 salió de Boston, Massachusetts, en donde
había pulido su espíritu hasta el extremo de no tener un
centavo. En 1944 aparece por primera vez en América del Sur, en
la región del Amazonas, conviviendo con los indígenas de
una tribu cuyo nombre no hace falta recordar.

Por sus ojeras y su aspecto famélico pronto llegó a ser
conocido allí como "el gringo pobre", y los niños de la
escuela hasta lo señalaban con el dedo y le tiraban piedras cuando
pasaba con su barba brillante bajo el dorado sol tropical. Pero esto no
afligía la humilde condición de Mr. Taylor porque había
leído en el primer tomo de las Obras Completas de William G. Knight
que si no se siente envidia de los ricos la pobreza no deshonra.

En pocas semanas los naturales se acostumbraron a él y a su
ropa extravagante. Además, como tenía los ojos azules y
un vago acento extranjero, el Presidente y el Ministro de Relaciones Exteriores
lo trataban con singular respeto, temerosos de provocar incidentes internacionales.

Tan pobre y mísero estaba, que cierto día se internó
en la selva en busca de hierbas para alimentarse. Había caminado
cosa de varios metros sin atreverse a volver el rostro, cuando por pura
casualidad vio a traves de la maleza dos ojos indígenas que lo
observaban decididamente. Un largo estremecimiento recorrió la
sensitiva espalda de Mr. Taylor. Pero Mr. Taylor, intrépido, arrostró
el peligro y siguió su camino silbando como si nada hubiera pasado.

De un salto (que no hay para qué llamar felino) el nativo se
le puso enfrente y exclamó:

-Buy head? Money, money.

A pesar de que el inglés no podía ser peor, Mr. Taylor,
algo indispuesto, sacó en claro que el indígena le ofrecía
en venta una cabeza de hombre, curiosamente reducida, que traía
en la mano.

Es innecesario decir que Mr. Taylor no estaba en capacidad de comprarla;
pero como aparentó no comprender, el indio se sintió terriblemente
disminuido por no hablar bien el inglés, y se la regaló
pidiéndole disculpas.

Grande fue el regocijo con que Mr. Taylor regresó a su choza.
Esa noche, acostado boca arriba sobre la precaria estera de palma que
le servía de lecho, interrumpido tan solo por el zumbar de las
moscas acaloradas que revoloteaban en torno haciéndose obscenamente
el amor, Mr. Taylor contempló con deleite durante un buen rato
su curiosa adquisición. El mayor goce estético lo extraía
de contar, uno por uno, los pelos de la barba y el bigote, y de ver de
frente el par de ojillos entre irónicos que parecían sonreirle
agradecidos por aquella deferencia.

Hombre de vasta cultura, Mr. Taylor solía entregarse a la contemplación;
pero esta vez en seguida se aburrió de sus reflexiones filosóficas
y dispuso obsequiar la cabeza a un tío suyo, Mr. Rolston, residente
en Nueva York, quien desde la mas tierna infancia había revelado
una fuerte inclinacion por las manifestaciones culturales de los pueblos
hispanoamericanos.

Pocos días despues el tío de Mr. Taylor le pidió
-previa indagacion sobre el estado de su importante salud- que por favor
lo complaciera con cinco más. Mr. Taylor accedió gustoso
al capricho de Mr. Rolston y -no se sabe de qué modo- a vuelta
de correo "tenía mucho agrado en satisfacer sus deseos". Muy reconocido,
Mr. Rolston le solicitó otras diez. Mr. Taylor se sintió
"halagadísimo de poder servirlo". Pero cuando pasado un mes aquél
le rogo el envío de veinte, Mr. Taylor, hombre rudo y barbado pero
de refinada sensibilidad artística, tuvo el presentimiento de que
el hermano de su madre estaba haciendo negocio con ellas.

Bueno, si lo quieren saber, así era. Con toda franqueza, Mr.
Rolston se lo dio a entender en una inspirada carta cuyos términos
resueltamente comerciales hicieron vibrar como nunca las cuerdas del sensible
espíritu de Mr. Taylor.

De inmediato concertaron una sociedad en la que Mr. Taylor se comprometía
a obtener y remitir cabezas humanas reducidas en escala industrial, en
tanto que Mr. Rolston las vendería lo mejor que pudiera en su pais.

Los primeros días hubo algunas molestas dificultades con ciertos
tipos del lugar. Pero Mr. Taylor, que en Boston había logrado las
mejores notas con un ensayo sobre Joseph Henry Silliman, se reveló
como político y obtuvo de las autoridades no sólo el permiso
necesario para exportar, sino, ademas, una concesión exclusiva
por noventa y nueve años. Escaso trabajo le costó convencer
al guerrero Ejecutivo y a los brujos Legislativos de que aquel paso patriótico
enriquecería en corto tiempo a la comunidad, y de que luego luego
estarían todos los sedientos aborígenes en posibilidad de
beber (cada vez que hicieran una pausa en la recolección de cabezas)
de beber un refresco bien frío, cuya fórmula mágica
él mismo proporcionaría.

Cuando los miembros de la Cámara, después de un breve
pero luminoso esfuerzo intelectual, se dieron cuenta de tales ventajas,
sintieron hervir su amor a la patria y en tres días promulgaron
un decreto exigiendo al pueblo que acelerara la producción de cabezas
reducidas.

Contados meses mas tarde, en el país de Mr. Taylor las cabezas
alcanzaron aquella popularidad que todos recordamos. Al principio eran
privilegio de las familias mas pudientes; pero la democracia es la democracia
y, nadie lo va a negar, en cuestión de semanas pudieron adquirirlas
hasta los mismos maestros de escuela.

Un hogar sin su correspondiente cabeza teníase por un hogar
fracasado. Pronto vinieron los coleccionistas y, con ellos, las contradicciones:
poseer diecisiete cabezas llegó a ser considerado de mal gusto;
pero era distinguido tener once. Se vulgarizaron tanto que los verdaderos
elegantes fueron perdiendo interes y ya sólo por excepción
adquirían alguna, si presentaba cualquier particularidad que la
salvara de lo vulgar. Una, muy rara, con bigotes prusianos, que perteneciera
en vida a un general bastante condecorado, fue obsequiada al Instituto
Danfeller, el que a su vez donó, como de rayo, tres y medio millones
de dolares para impulsar el desenvolvimiento de aquella manifestación
cultural, tan excitante, de los pueblos hispanoamericanos.

Mientras tanto, la tribu había progresado en tal forma que ya
contaba con una veredita alrededor del Palacio Legislativo. Por esa alegre
veredita paseaban los domingos y el Día de la Independencia los
miembros del Congreso, carraspeando, luciendo sus plumas, muy serios,
riéndose, en las bicicletas que les había obsequiado la
Compañía.

Pero, ¿que quieren? No todos los tiempos son buenos. Cuando
menos lo esperaban se presento la primera escasez de cabezas.

Entonces comenzó lo mas alegre de la fiesta.

Las meras defunciones resultaron ya insuficientes. El Ministro de Salud
Pública se sintió sincero, y una noche caliginosa, con la
luz apagada, despues de acariciarle un ratito el pecho como por no dejar,
le confesó a su mujer que se consideraba incapaz de elevar la mortalidad
a un nivel grato a los intereses de la Compañía, a lo que
ella le contestó que no se preocupara, que ya vería como
todo iba a salir bien, y que mejor se durmieran.

Para compensar esa deficiencia administrativa fue indispensable tomar
medidas heróicas y se estableció la pena de muerte en forma
rigurosa.

Los juristas se consultaron unos a otros y elevaron a la categoría
de delito, penado con la horca o el fusilamiento, según su gravedad,
hasta la falta más nimia.

Incluso las simples equivocaciones pasaron a ser hechos delictuosos.
Ejemplo: si en una conversación banal, alguien, por puro descuido,
decía "Hace mucho calor", y posteriormente podía comprobársele,
termómetro en mano, que en realidad el calor no era para tanto,
se le cobraba un pequeño impuesto y era pasado ahí mismo
por las armas, correspondiendo la cabeza a la Compañía y,
justo es decirlo, el tronco y las extremidades a los dolientes.

La legislación sobre las enfermedades ganeo inmediata resonancia
y fue muy comentada por el Cuerpo Diplomático y por las Cancillerías
de potencias amigas.

De acuerdo con esa memorable legislación, a los enfermos graves
se les concedían veinticuatro horas para poner en orden sus papeles
y morirse; pero si en este tiempo tenían suerte y lograban contagiar
a la familia, obtenían tantos plazos de un mes como parienes fueran
contaminados. Las víctimas de enfermadades leves y los simplemente
indispuestos merecían el desprecio de la patria y, en la calle,
cualquiera podía escupirle el rostro. Por primera vez en la historia
fue reconocida la importancia de los médicos (hubo varios candidatos
al premio Nobel) que no curaban a nadie. Fallecer se convirtió
en ejemplo del más exaltado patriotismo, no sólo en el orden,
sino en el más glorioso, en el continental.

Con el empuje que alcanzaron otras industrias subsidiarias (la de ataúdes,
en primer término, que floreció con la asistencia técnica
de la Compañía) el país entró, como se dice,
en un periodo de gran auge económico. Este impulso fue particularmente
comprobable en una nueva veredita florida, por la que paseaban, envueltas
en la melancolía de las doradas tardes de otoño, las señoras
de los diputados, cuyas lindas cabecitas decían que sí,
que sí, que todo estaba bien, cuando algún periodista solícito,
desde el otro lado, las saludaba sonriente sacándose el sombrero.

Al margen recordaré que uno de estos periodistas, quien en cierta
ocasión emitió un lluvioso estornudo que no pudo justificar,
fue acusado de extremista y llevado al paredón de fusilamiento.
Sólo después de su abnegado fin los académicos de
la lengua reconocieron que ese periodista era una de las más grandes
cabezas del país; pero una vez reducida quedó tan bien que
ni siquiera se notaba la diferencia.

¿Y Mr. Taylor? Para ese tiempo ya había sido designado
consejero particular del Presidente Constitucional. Ahora, y como ejemplo
de lo que puede el esfuerzo individual, contaba los miles por miles; mas
esto no le quitaba el sueño porque había leído en
el último tomo de las Obras completas de William G. Knight que
ser millonario no deshonra si no se desprecia a los pobres.

Creo que con ésta será la segunda vez que diga que no
todos los tiempos son buenos. Dada la prosperidad del negocio llegó
un momento en que del vecindario sólo iban quedando ya las autoridades
y sus señoras y los periodistas y sus señoras. Sin mucho
esfuerzo, el cerebro de Mr. Taylor discurrió que el único
remedio posible era fomentar la guerra con las tribus vecinas. ¿Por
qué no? El progreso.

Con la ayuda de unos cañoncitos, la primera tribu fue limpiamente
descabezada en escasos tres meses. Mr. Taylor saboreó la gloria
de extender sus dominios. Luego vino la segunda; después la tercera
y la cuarta y la quinta. El progreso se extendió con tanta rapidez
que llegó la hora en que, por más esfuerzos que realizaron
los técnicos, no fue posible encontrar tribus vecinas a quienes
hacer la guerra.

Fue el principio del fin.

Las vereditas empezaron a languidecer. Sólo de vez en cuando
se veía transitar por ellas a alguna señora, a algún
poeta laureado con su libro bajo el brazo. La maleza, de nuevo, se apoderó
de las dos, haciendo difícil y espinoso el delicado paso de las
damas. Con las cabezas, escasearon las bicicletas y casi desaparecieron
del todo los alegres saludos optimistas.

El fabricante de ataúdes estaba más triste y fúnebre
que nunca. Y todos sentían como si acabaran de recordar de un grato
sueño, de ese sueño formidable en que tú te encuentras
una bolsa repleta de monedas de oro y la pones debajo de la almohada y
sigues durmiendo y al día siguiente muy temprano, al despertar,
la buscas y te hallas con el vacío.

Sin embargo, penosamente, el negocio seguía sosteniéndose.
Pero ya se dormía con dificultad, por el temor a amanecer exportado.

En la patria de Mr. Taylor, por supuesto, la demanda era cada vez mayor.
Diariamente aparecían nuevos inventos, pero en el fondo nadie creía
en ellos y todo exigían las cabecitas hispanoamericanas.

Fue para la última crisis. Mr. Rolston, desesperado, pedía
y pedía más cabezas. A pesar de que las acciones de la Compañía
sufrieron un brusco descenso, Mr. Rolston estaba convencido de que su
sobrino haría algo que lo sacara de aquella situación.

Los embarques, antes diarios, disminuyeron a uno por mes, ya con cualquier
cosa, con cabezas de niño, de señoras, de diputados.

De repente cesaron del todo.

 

Un viernes áspero y gris de vuelta de la Bolsa, aturdido aún
por la gritería y por el lamentable espectáculo de pánico
que daban sus amigos, Mr. Rolston se decidió a saltar por la ventana
(en vez de usar el revólver, cuyo ruido lo hubiera llenado de terror)
cuando al abrir un paquete del correo se encontró con la cabecita
de Mr. Taylor, que le sonreía desde lejos, desde el fiero Amazonas,
con una sonrisa falsa de niño que parecía decir: "Perdón,
perdón, no lo vuelvo a hacer."

miércoles, 2 de julio de 2008

Rumpelstikin

de Los hermanos Grimm. Jacob Ludwig Karl Grimm (1785-1863) y Wilhelm Karl Grimm (1786-1859)

Había una vez...
... Un pobre molinero que tenía una bellísima hija. Y sucedió que en cierta ocasión se encontró con el rey, y, como le gustaba darse importancia sin medir las consecuencias de sus mentiras, le dijo:

-Mi hija es tan hábil y sabe hilar tan bien, que convierte la hierba seca en oro.

-Eso es admirable, es un arte que me agrada -dijo el rey-. Si realmente tu hija puede hacer lo que dices, llévala mañana a palacio y la pondremos a prueba.

Y en cuanto llegó la muchacha ante la presencia del rey, éste la condujo a una habitación que estaba llena de hierba seca, le entregó una rueca y un carrete y le dijo:

-Ahora ponte a trabajar, y si mañana temprano toda esta hierba seca no ha sido convertida en oro, morirás.

Y dichas estas palabras, cerró él mismo la puerta y la dejó sola.

Allí quedó sentada la pobre hija del molinero, y aunque le iba en ello la vida, no se le ocurría cómo hilar la hierba seca para convertirla en oro. Cuanto más tiempo pasaba, más miedo tenía, y por fin no pudo más y se echó a llorar.

De repente, se abrió la puerta y entró un hombrecito. -¡Buenas tardes, señorita molinera! -le dijo-. ¿Por qué está llorando?

-¡Ay de mí! -respondió la muchacha.- Tengo que hilar toda esta hierba seca de modo que se convierta en oro, y no sé cómo hacerlo.

-¿Qué me darás -dijo el hombrecito- si lo hago por ti?

-Mi collar -dijo la muchacha.

El hombrecito tomó el collar, se sentó frente a la rueca y... ¡zas, zas, zas! , dio varias vueltas a la rueda y se llenó el carrete. Enseguida tomó otro y... ¡zas, zas, zas! . con varias vueltas estuvo el segundo lleno. Y así continuó sin parar hasta la mañana, en que toda la hierba seca quedó hilada y todos los carreteles llenos de oro.

Al amanecer se presentó el rey. Y cuando vio todo aquel oro. sintió un gran asombro y se alegró muchísimo: pero su corazón rebosó de codicia. Hizo que llevasen a la hija del molinero a una habitación mucho mayor que la primera y también atestada de hierba seca, y le ordenó que la hilase en una noche si en algo estimaba su vida. La muchacha no sabía cómo arreglárselas, y ya se había echado a llorar, cuando se abrió la puerta y apareció el hombrecito.

-¿Qué me darás -preguntó- si te convierto la hierba seca en oro?

-Mi sortija -contestó la muchacha.

El hombrecito tomó la sortija, volvió a sentarse a la rueca, y, al llegar la madrugada, toda la hierba seca estaba convertida en reluciente oro.

Se alegró el rey a más no poder cuando lo vio, pero aún no tenía bastante; y mandó que llevasen a la hija del molinero a una habitación mucho mayor que las anteriores y también atestada de hierba seca.

-Hilarás todo esto durante la noche -le dijo-, y si logras hacerlo, serás mi esposa.

Tan pronto quedó sola, apareció el hombrecito por tercera vez y le dijo:

-¿Qué me darás si nuevamente esta noche te convierto la hierba seca en oro?

-No me queda nada para darte -contestó la muchacha.

-Prométeme entonces -dijo el hombrecito- que, si llegas a ser reina, me entregarás tu primer hijo.

La muchacha dudó un momento. «¿Quién sabe si llegaré a tener un hijo algún día, y esta noche debo hilar este heno seco?» se dijo. Y no sabiendo cómo salir del paso, prometió al hombrecito lo que quería y éste convirtió una vez más la hierba seca en oro.

Cuando el rey llegó por la mañana y lo encontró todo tal como lo había deseado, se casó enseguida con la muchacha, y así fue como se convirtió en reina la linda hija del molinero.

Un año más tarde le nació un hermoso niño, sin que se hubiera acordado más del hombrecito. Pero. de repente, lo vio entrar en su cámara:

-Vine a buscar lo que me prometiste -dijo.

La reina se quedó horrorizada, y le ofreció cuantas riquezas había en el reino con tal de que le dejara al niño. Pero el hombrecito dijo:

-No. Una criatura viviente es más preciosa para mí que los mayores tesoros de este mundo.

Comenzó entonces la reina a llorar, a rogarle y a lamentarse de tal modo. que el hombrecito se compadeció de ella.

-Te daré tres días de plazo -le dijo-. Si en ese tiempo consigues adivinar mi nombre. te quedarás con el niño.

La reina se pasó la noche tratando de recordar todos los nombres que oyera en su vida, y como le parecieron pocos envió un mensajero a recoger, de un extremo a otro del país, los demás nombres que hubiese. Cuando el hombrecito llegó al día siguiente, empezó por Gaspar, Melchor y Baltasar, y fue luego recitando uno tras otro los nombres que sabía; pero el hombrecito repetía invariablemente:

-¡No! Así no me llamo yo.

Al segundo día la reina mandó averiguar los nombres de las personas que vivían en los alrededores del palacio y repitió al hombrecito los más curiosos y poco comunes.

-¿Te llamarás Arbilino, o Patizueco, o quizá Trinoboba?

Pero él contestaba invariablemente:

-¡No! Así no me llamo yo.

Al tercer día regresó el mensajero de la reina y le dijo:

-No he podido encontrar un sólo nombre nuevo; pero al subir a una altísima montaña, más allá de lo más profundo del bosque, allá donde el zorro y la liebre se dan las buenas noches, vi una casita diminuta. Delante de la puerta ardía una hoguera y, alrededor de ella un hombrecito ridículo brincaba sobre una sola pierna y cantaba:

Hoy tomo vino y mañana cerveza,

después al niño sin falta traerán.

Nunca, se rompan o no la cabeza,

el nombre Rumpelstikin adivinarán.

¡Imagínense lo contenta que se puso la reina cuando oyó este nombre!

Poco después entró el hombrecito y dijo:

-Y bien, señora reina, ¿cómo me llamo yo?

-¿Te llamarás Conrado? -empezó ella.

-¡No! Así no me llamo yo.

-¿Y Enrique?

-¡No! ¡Así no me llamo yo! -replicó el hombrecito con expresión triunfante.

Sonrió la reina y le dijo:

-Pues... ¿quizás te llamas... Rumpelstikin?

-¡Te lo dijo una bruja! ¡Te lo dijo una bruja! -gritó el hombrecito, y, furioso, dio en el suelo una patada tan fuerte, que se hundió hasta la cintura.

Luego, sujetándose al otro pie con ambas manos, tiró y tiró hasta que pudo salir; y entonces, sin dejar de protestar, se marchó corriendo y saltando sobre una sola pierna, mientras en palacio todos se reían de él por haber pasado en vano tantos trabajos.

Blancanieves

de Los hermanos Grimm. Jacob Ludwig Karl Grimm (1785-1863) y Wilhelm Karl Grimm (1786-1859)

Había una vez...
...Una niña muy bonita, una pequeña princesa que tenía un cutis blanco como la nieve, labios y mejillas rojos como la sangre, y cabellos negros como el azabache. Su nombre era Blancanieves.
A medida que crecía la princesa, su belleza aumentaba día tras día hasta que su madrastra, la reina, se puso muy celosa. Llegó un día en que la malvada madrastra no pudo tolerar más su presencia y ordenó a un cazador que la llevara al bosque y la matara. Como ella era tan joven y bella, el cazador se apiadó de la niña y le aconsejó que buscara un escondite en el bosque.

Blancanieves corrió tan lejos como se lo permitieron sus piernas, tropezando con rocas y troncos de árboles que la lastimaban. Por fin, cuando ya caía la noche, encontró una casita y entró para descansar.

Todo en aquella casa era pequeño, pero más lindo y limpio de lo que se pueda imaginar. Cerca de la chimenea estaba puesta una mesita con siete platos muy pequeñitos, siete tacitas de barro y al otro lado de la habitación se alineaban siete camitas muy ordenadas. La princesa, cansada, se echó sobre tres de las camitas, y se quedó profundamente dormida.

Cuando llegó la noche, los dueños de la casita regresaron. Eran siete enanitos, que todos los días salían para trabajar en las minas de oro, muy lejos, en el corazón de las montañas.

-¡Caramba, qué bella niña! -exclamaron sorprendidos-. ¿Y cómo llegó hasta aquí?

Se acercaron para admirarla cuidando de no despertarla. Por la mañana, Blancanieves sintió miedo al despertarse y ver a los siete enanitos que la rodeaban. Ellos la interrogaron tan suavemente que ella se tranquilizó y les contó su triste historia.

-Si quieres cocinar, coser y lavar para nosotros -dijeron los enanitos-, puedes quedarte aquí y te cuidaremos siempre.

Blancanieves aceptó contenta. Vivía muy alegre con los enanitos, preparándoles la comida y cuidando de la casita. Todas las mañanas se paraba en la puerta y los despedía con la mano cuando los enanitos salían para su trabajo.

Pero ellos le advirtieron:

-Cuídate. Tu madrastra puede saber que vives aquí y tratará de hacerte daño.

La madrastra, que de veras era una bruja, y consultaba a su espejo mágico para ver si existía alguien más bella que ella, descubrió que Blancanieves vivía en casa de los siete enanitos. Se puso furiosa y decidió matarla ella misma. Disfrazada de vieja, la malvada reina preparó una manzana con veneno, cruzó las siete montañas y llegó a casa de los enanitos.

Blancanieves, que sentía una gran soledad durante el día, pensó que aquella viejita no podía ser peligrosa. La invitó a entrar y aceptó agradecida la manzana, al parecer deliciosa, que la bruja le ofreció. Pero, con el primer mordisco que dio a la fruta, Blancanieves cayó como muerta.

Aquella noche, cuando los siete enanitos llegaron a la casita, encontraron a Blancanieves en el suelo. No respiraba ni se movía. Los enanitos lloraron amargamente porque la querían con delirio. Por tres días velaron su cuerpo, que seguía conservando su belleza -cutis blanco como la nieve, mejillas y labios rojos como la sangre, y cabellos negros como el azabache.

-No podemos poner su cuerpo bajo tierra -dijeron los enanitos. Hicieron un ataúd de cristal, y colocándola allí, la llevaron a la cima de una montaña. Todos los días los enanitos iban a velarla.

Un día el príncipe, que paseaba en su gran caballo blanco, vio a la bella niña en su caja de cristal y pudo escuchar la historia de labios de los enanitos. Se enamoró de Blancanieves y logró que los enanitos le permitieran llevar el cuerpo al palacio donde prometió adorarla siempre. Pero cuando movió la caja de cristal tropezó y el pedazo de manzana que había comido Blancanieves se desprendió de su garganta. Ella despertó de su largo sueño y se sentó. Hubo gran regocijo, y los enanitos bailaron alegres mientras Blancanieves aceptaba ir al palacio y casarse con el príncipe.

Hansel y Gretel

de Los hermanos Grimm. Jacob Ludwig Karl Grimm (1785-1863) y Wilhelm Karl Grimm (1786-1859)

Hansel y Gretel vivían con su padre, un pobre leñador, y su cruel madrastra, muy cerca de un espeso bosque. Vivían con muchísima escasez, y como ya no les alcanzaba para poder comer los cuatro, deberían plantearse el problema y tratar de darle una buena solución.

Una noche, creyendo que los niños estaban dormidos, la cruel madrastra dijo al leñador:

-No hay bastante comida para todos: mañana llevaremos a los niños a la parte más espesa del bosque y los dejaremos allí. Ellos no podrán encontrar el camino a casa y así nos desprenderemos de esa carga.

Al principio, el padre se opuso rotundamente a tener en cuenta la cruel idea de la malvada mujer.

-¿Cómo vamos a abandonar a mis hijos a la suerte de Dios, quizás sean atacados por los animales del bosque? -gritó enojado.

-De cualquier manera, así moriremos todos de hambre -dijo la madrastra y no descansó hasta convencerlo al débil hombre, de llevar adelante el malévolo plan que se había trazado.

Mientras tanto los niños, que en realidad no estaban dormidos, escucharon toda la conversación. Gretel lloraba amargamente, pero Hansel la consolaba.

-No llores, querida hermanita-decía él-, yo tengo una idea para encontrar el camino de regreso a casa.

A la mañana siguiente, cuando salieron para el bosque, la madrastra les dio a cada uno de los niños un pedazo de pan.

-No deben comer este pan antes del almuerzo -les dijo-. Eso es todo lo que tendrán para el día.

El dominado y débil padre y la madrastra los acompañaron a adentrarse en el bosque. Cuando penetraron en la espesura, los niños se quedaron atrás, y Hansel, haciendo migas de su pan, las fue dejando caer con disimulo para tener señales que les permitieran luego regresar a casa.

Los padres los llevaron muy adentro del bosque y les dijeron:

-Quédense aquí hasta que vengamos a buscarlos.

Hansel y Gretel hicieron lo que sus padres habían ordenado, pues creyeron que cambiarían de opinión y volverían por ellos. Pero cuando se acercaba la noche y los niños vieron que sus padres no aparecían, trataron de encontrar el camino de regreso. Desgraciadamente, los pájaros se habían comido las migas que marcaban el camino. Toda la noche anduvieron por el bosque con mucho temor observando las miradas, observando el brillo de los ojos de las fieras, y a cada paso se perdían más en aquella espesura.

Al amanecer, casi muertos de miedo y de hambre, los niños vieron un pájaro blanco que volaba frente a ellos y que para animarlos a seguir adelante les aleteaba en señal amistosa. Siguiendo el vuelo de aquel pájaro encontraron una casita construida toda de panes, dulces, bombones y otras confituras muy sabrosas.

Los niños, con un apetito terrible, corrieron hasta la rara casita, pero antes de que pudieran dar un mordisco a los riquísimos dulces, una bruja los detuvo.

La casa estaba hecha para atraer a los niños y cuando estos se encontraban en su poder, la bruja los mataba y los cocinaba para comérselos.

Como Hansel estaba muy delgadito, la bruja lo encerró en una jaula y allí lo alimentaba con ricos y sustanciosos manjares para engordarlo. Mientras tanto, Gretel tenía que hacer los trabajos más pesados y sólo tenía cáscaras de cangrejos para comer.

Un día, la bruja decidió que Hansel estaba ya listo para ser comido y ordenó a Gretel que preparara una enorme cacerola de agua para cocinarlo.

-Primero -dijo la bruja-, vamos a ver el horno que yo prendí para hacer pan. Entra tú primero, Gretel, y fíjate si está bien caliente como para hornear.

En realidad la bruja pensaba cerrar la puerta del horno una vez que Gretel estuviera dentro para cocinarla a ella también. Pero Gretel hizo como que no entendía lo que la bruja decía.

-Yo no sé. ¿Cómo entro? -preguntó Gretel.

-Tonta-dijo la bruja,- mira cómo se hace -y la bruja metió la cabeza dentro del horno. Rápidamente Gretel la empujó dentro del horno y cerró la puerta.

Gretel puso en libertad a Hansel. Antes de irse, los dos niños se llenaron los bolsillos de perlas y piedras preciosas del tesoro de la bruja.

Los niños huyeron del bosque hasta llegar a orillas de un inmenso lago que parecía imposible de atravesar. Por fin, un hermoso cisne blanco compadeciéndose de ellos, les ofreció pasarlos a la otra orilla. Con gran alegría los niños encontraron a su padre allí. Éste había sufrido mucho durante la ausencia de los niños y los había buscado por todas partes, e incluso les contó acerca de la muerte de la cruel madrastra.

Dejando caer los tesoros a los pies de su padre, los niños se arrojaron en sus brazos. Así juntos olvidaron todos los malos momentos que habían pasado y supieron que lo más importante en la vida es estar junto a los seres a quienes se ama, y siguieron viviendo felices y ricos para siempre.

El Gran Serafín

de Adolfo Bioy Casares

Bordeó los acantilados para encontrar una playa un poco apartada. La exploración fue breve, pues en aquel paraje ni la soledad ni la lejanía misma estaban lejos. Aun en las playas contiguas al pequeño espigón de pesca, bautizadas Negresco y Miramar por la patrona de la hostería, era escasa la gente. Alfonso Álvarez descubrió así un lugar que de modo admirable correspondía al anhelo de su corazón: una ensenada romántica, desgarrada, salvaje, a la que reputó uno de los puntos más remotos del mundo, Última Tule, Seno de la Última Esperanza o todavía más allá —Álvarez ahora articuló su divagación en un arrobado murmullo—las Largas y Prodigiosas Playas, Furdurstrandi. . . El mar entraba encajonado en acantilados pardos y abruptos, en los que se abrían cavernas. Hacia afuera, a los lados, empinábanse picos o agujas, modelados por la erosión de la espuma, de los huracanes y del tiempo. Todo ahí era grandioso para el observador echado en la arena, que sin dificultad olvidaba las dimensiones del paisaje, en verdad minúsculas. Despertó Álvarez de su ensimismamiento, descalzó unos piecitos blancos que, a la intemperie, resultaron patéticamente desnudos, hurgó en una bolsa de lona, encendió la pipa, contempló el mar y preparó el ánimo para un prolongado paladeo de la beatitud perfecta. Con asombro advirtió que no estaba feliz. Lo embargaba una desazón que apuntaba como vago recelo. Miró en derredor y afirmó: "Nada ocurrirá." Descartó la ilógica hipótesis de un asalto; escrutó la conciencia, luego el cielo, por fin el mar y no descubrió el motivo de su alarma.

Buscando distracción, Álvarez meditó sobre la recóndita virtud del mar, que nos urge a contemplarlo ávidamente. Se dijo: "En el mar nunca pasa nada, si no es una lancha o la consabida tropilla de toninas, que progresa con arreglo a horario, a mediodía rumbo al sur, después al norte: tales juguetes bastan para que en la costa la gente apunte con el dedo y prorrumpa en júbilo. Moneda falsa únicamente cobra el observador: sueños de viajes, de aventuras, de naufragios, de invasiones, de serpientes y de monstruos, que anhelamos porque no llegan." Se abandonó a ellos Álvarez, cuya ocupación favorita era hacer proyectos. Sin duda creía que viviría infinitamente y que siempre tendría por delante tiempo para todo. Aunque su profesión concernía al pasado—era profesor de historia en el Instituto Libre—había sentido siempre curiosidad por el porvenir.

A ratos olvidó su inquietud, y logró así una mañana casi agradable. Mañanas y tardes agradables, noches bien dormidas, eran para él necesarias. El médico había dictaminado:

—Cada vez que usted abra la boca no me tragará una farmacia, óigame bien; pero se me aleja de Buenos Aires, del trabajo y de las obligaciones. Óigame bien: no salga de la urbe para recaer en la muchedumbre de Mar del Plata o de Necochea. Su remedio se llama tran-qui-li-dad, tran-qui-li-dad.

Álvarez habló con el rector y obtuvo licencia. En el colegio todos resultaron expertos en playas tranquilas. El rector recomendó Claromecó, el jefe de celadores Mar del Sur, el profesor de castellano San Clemente. En cuanto a F. Arias, su colega de Oriente, Grecia y Roma (de puro displicente ni encendía ni arrojaba la colilla pegada a perpetuidad en el labio inferior), se reanimó para explicar:

—Va hasta Mar del Plata, sale de Mar del Plata, deja a la izquierda Miramar y Mar del Sur y a mitad camino a Necochea está San Jorge del Mar, el balneario que usted busca.

Inexplicablemente la elocuencia de F. Arias lo arrastró; compró un boleto, preparó el maletín, subió al ómnibus. Viajó una larga noche, cuya única imagen, evidente a través de cabeceos y vigilias, era la de un tubo infinito, iluminado por una línea de lámparas colgadas del techo.

La mañana refulgía cuando divisó el arco del letrero que rezaba:

San Jorge del Mar—Bienvenidos.

La muralla donde el cartelón estaba sostenido se prolongaba a los lados un buen trecho y en partes empezaba a desmoronarse. Por debajo del arco entraron en una calle de tierra dura, apisonada, rumbo a una arboleda próxima. A mano izquierda quedaba el mar, le explicaron. La comarca no le pareció triste. En esa primera visión predominaban los blancos y colorados de las casitas y el verde del pasto. Murmuró: "Verde de esperanza, de esperanza." No cabía definir aquello como caserío, sino como campo tendido, con algunas casas desparramadas. Entre todas, por la altura descollaba una que tenía menos aspecto de vivienda que de tinglado provisorio, con agudo mojinete asimétrico y el techo ladeado, acaso por derrumbe, probablemente por travesura arquitectónica. Antes de ver la cruz, Álvarez entendió que se trataba de la capilla, pues como todo el mundo tenía el ojo acostumbrado al estilo llamado moderno, de rigor, por aquel entonces, para los ramos de administración pública, clero y banca. Siguiendo un albo sendero de conchillas penetraron en la arboleda—trémulos eucaliptos, algún sauce claro—y pronto encontraron un basto bungalow de madera, pintado de color té con leche: la hostería El Bucanero Inglés, donde se hospedaría Álvarez. Con él bajaron del ómnibus un anciano de piel vagamente traslúcida, de la tonalidad blanca y celeste de las escamas, y una señora joven, de anteojos oscuros con el aire ambiguo y atractivo que suelen tener, en las fotografías de los periódicos, las litigantes en pleitos de divorcio. En ese momento salía de la hostería un pescador cargado de pescados, que automáticamente ofreció:

—¿Pesche?

Era un viejo de piel curtida, pipa en boca, ancho pecho en tricota azul botas de goma: uno de tantos personajes típicos, entre fabricados y genuinos, que se dan en todas partes.

Tras de apartarse un poco del pescador, la señora joven respiró a pleno pulmón y exclamó:

—Qué aire.

El pescador se golpeó el pecho con la mano que empuñaba la pipa y afirmó fatuamente:

—Aire puro. Aire de mar. Ah, el mar.

Cuando ya no se olía el humo dejado por el ómnibus, respiró con fuerza Alvarez y comentó:

—En efecto, qué aire.

No correspondía al de sus recuerdos; tenía una carga, tal vez pesada, de olor indefinido. ¿A pescados o algas? No, protestó para sí Álvarez, de ninguna manera, aunque tan saludable probablemente.

—¡Qué flores!—ponderó la señora—. Esto parece una estancia, no un hotel.

—Nunca vi tantas juntas—observó el anciano.

Convino Álvarez:

—Yo tampoco, salvo. . .

Lo invadió una inopinada pesadumbre y no supo concluir la frase. La señora rezongó:

—La casa está muerta. Nadie sale a recibirnos.

No estaba muerta. Adentro resonó un piano y los viajeros oyeron una trillada melodía norteamericana, que Álvarez no identificó. El viejo, momentáneamente rejuvenecido, tarareó:

—Cuando los santos del cielo
vengan marchando. . .

esbozó un zapateo criollo y se reintegró a la habitual flacidez. Por una puerta de resorte, tras dos portazos aparecieron dos mujeres: una criadita joven, alemana o suiza, rubia, rosada, de sonrisa muy dulce, y la patrona, una bella mujer en la ósea plenitud de los cincuenta años, erguida, majestuosa, a quien pechos eminentes y peinado en torre conferían algo de nave o de bastión.

Precedidos por esta señora, seguidos por la criadita, prodigiosamente cargada de equipajes, los viajeros entraron en la hostería. En un cuaderno Álvarez firmó.

—Alfonso Álvarez—leyó en voz alta la patrona, para agregar con una sonrisa encantadoramente mundana—: A. A.: qué gracioso.

—Yo diría monótono—acotó Álvarez, que más de una vez había oído la observación.

—Aquí está el teléfono—continuó la patrona, como quien da una prueba de ingenio. Al mover la mano produjo un relumbrón verde: lo originaba un anillo con esmeralda—. Y allá en lo alto el alojamiento del señor: pieza trece. Hilda lo va a acompañar.

Por una escalera ruidosa, tal vez frágil, subieron. La pieza tenía algo de cabina; desde luego, la estrechez. La mesita de pinotea, la silla, el lavatorio, apenas dejaban lugar libre. Álvarez, por un tiempo que le pareció interminable, se mantuvo inmóvil: tan cerca estaba la muchacha. Para romper esa incómoda quietud inclinó el cuerpo en sesgo, apoyó una mano en el borde del lavatorio, con la otra abrió el grifo. Como acróbata inseguro intentó una sonrisa. Ni bien manó el agua reparó en un aroma que le trajo vagos recuerdos.

—Olor a azufre—explicó la criadita—. Ahora el agua sale termal, dice la señora.

Él puso el dedo en el chorro.

—Está caliente—advirtió.

—Ahora toda el agua se volvió caliente. Y allá—indicó en dirección a la ventana—sale sola, en grandes chorros de la tierra.

El aire que la muchacha movía al hablar le soplaba cosquillas en la nuca; eso, por lo menos, creyó Álvarez. Pasó, como pudo, al otro lado del lavatorio y miró por la ventana. Vio el jardín de flores el sendero de granza blanca, una abertura en la arboleda, más allá el campo. A lo lejos divisó un grupo de gente y un humo tenue.

—El terreno aquel es de la señora—prosiguió la criadita—. Mandó a los peones cavar para descubrir qué hay abajo.

—En las entrañas—murmuró Alvarez.

—¿Cómo?

—Nada.

Entonces la miró de frente. Con una mano corta, graciosamente la alemanita levantó la mecha que le caía sobre los ojos ladeó su cara de cachorro, sonrió con extrema dulzura y partió. Álvarez recorrió con la mirada el cuarto. Por vez primera—¿desde cuándo? ya no recordaba— se encontró feliz. Tenía en ello parte cierta vanidad un tanto infantil, común a todos los hombres, y parte el cuartito que le destinaron, con algo de celda de refugio; y también la ventana sobre el campo. No importa sin embargo, el motivo del contento; importa el hecho por su cronología por casi inmediatamente preceder a la desazón y al temor en la playa. Desde luego, por motivos imponderables, un convaleciente pasa del bienestar a la depresión; pero la verdad es que Álvarez bajó al mar con el ánimo alegre.

Estuvo en la playa no menos de tres horas, al sol primero, luego a la sombra del acantilado, porque recordó vagas historias de veraneantes, inevitablemente comparados con camarones, que por un momento de descuido o por una demasiado íntima comunión con la naturaleza, tuvieron que envolver a la noche en aceite blanco las quemaduras de segundo grado, mientras el delirio les refería cuentos fantásticos. Álvarez no quería que un percance tan trillado le arruinara las vacaciones.

Como tampoco quería disgustos con la patrona, a la una menos cuarto emprendió el camino de vuelta. A pesar del acostumbramiento del olfato, notó que el extraño olor marino aumentaba.

En una mesa de largura interminable almorzaron Álvarez, el anciano de piel traslúcida—que se llamaba Lynch y era profesor en un colegio de Quilmes—y la patrona; según ésta explicó, tanto su hija como la señora recién llegada y los demás pensionistas, todos gente joven, no volverían a la hostería hasta la caída del sol.

—¿Así que usted es profesor en Quilmes?—preguntó Álvarez a Lynch—. ¿De álgebra y de geometría?

—¿Y usted en el Instituto Libre?—Lynch preguntó a Álvarez—. ¿De historia?

Conversaron de planes de estudio, de la juventud y de las consecuencias, para la mente del profesor, de los sucesivos años de cátedra.

—Me gusta enseñar, pero. . .—empezó Álvarez.

—Hubiera querido otra cosa. ¡Yo también!—concluyó Lynch.

La coincidencia los maravilló.

El comedor era una vasta sala, con una araña de hierro en el centro. De la araña colgaban, probablemente desde las fiestas de fin de año guirnaldas de colores. La mesa estaba arrimada a un ángulo, para dejar espacio libre a posibles parejas de bailarines. Contra la pared se alineaban botellas; una puerta se abría sobre una visión de cocinas, mesas con tachos y algún atareado peón de campo, disfrazado de marmitón. En el otro extremo del comedor había un piano vertical.

La alemanita sirvió la mesa; entre plato y plato se sentaba detrás del mostrador; cuando trajo la jarra de agua, la patrona dijo:

—Hoy yo bebo vino blanco, Hilda. ¿Ustedes?

—¿Yo?—preguntó Álvarez, que se había distraído—. Un poco de agua y, para acompañar a la señora, vino blanco.

—Yo, agua, siempre agua—exclamó el viejo Lynch.

—Ahora sale termal—con satisfacción explicó la patrona—. Es un algo fuerte, hay que acostumbrarse, rica en sales sulfurosas, a mí me gusta.

—Pero no la bebe—acotó el viejo.

—Tengo grandes proyectos—anunció la patrona—. Habrá que incorporar capitales foráneos y levantaremos un conglomerado termal, llámelo nuestro Vichy, nuestro Contrexéville, aun nuestro Cauterets.

—La señora—reconoció el viejo—lleva la hotelería en las venas.

—Hasta aquí viene el aroma—observo Álvarez, tras alejar el vaso.

—Más que termal, podrida—puntualizó Lynch, en un intervalo entre dos tragos.

—Óiganlo—comentó graciosamente la patrona, moviendo con altivez la cabeza.

Álvarez inquirió:

—Señora, ¿cuál es el origen del nombre?

—¿Qué nombre?—preguntó la señora.

—El de la hostería.

—El bucanero inglés fue un tal Dobson—explicó la señora—que a fines del siglo dieciocho llegó a estas playas, con una cotorra llamada Fantasía, posada en el hombro. Se enamoró de la hija del cacique. . .

—Y adiós cotorra—declaró Lynch—. El cuentito parece una alegoría moral y también un emblema copiado de un libro de emblemas.

—Óiganlo—repitió la patrona—. En un gran día, señores, llegaron ustedes. Concurrirán después del almuerzo a las carreras. Espectáculo romano. Carreras de caballos junto al mar. Y al final de la tarde paseo; una caminata agradable los trasladará hasta las nuevas emanaciones de humo, los chorros de agua, legítimos géiseres y, ¿por qué no?, solfataras, de innegable valor termal y turístico. En las grietas donde sale humo verán a mi gente cavando. ¿Qué descubriremos? ¿Un volcán subterráneo?

Naturalmente tímido, Álvarez interrogó:

—Si hay un volcán abajo ¿agrandar las grietas no es imprudencia?

Ni le contestaron. Álvarez, pensó: "Todo cobarde es un solitario, un Robinsón."

—Mañana, otro gran día—continuó la patrona—. Mejor dicho: gran noche. Fiesta en honor de mi hija Blancheta que cumple dieciocho años. Comilona, convidados, cordialidad. Ya la palparán ustedes: nuestra pequeña ciudad balnearia es todavía un paraíso no corrompido. Somos como una familia cariñosa, en San Jorge, libre de pelandrunes y hampones. ¿Hasta cuándo le repetiré que no queremos delincuentes juveniles peleados con el peluquero? ¡Afuera, mal entrazado!

Perplejos y alarmados por el exabrupto, ambos pensionistas interrumpieron la masticación de un caliente navarrín con marcado sabor a azufre. Rápidamente se volvieron, porque a sus espaldas resonó una voz masculina:

—No se sulfure, doña. Me pidió Blanquita que le pidiera el pic-nic.

—¿Qué tiene que pedirle la Blancheta? Si lo veo junto a mi hija, con estas propias manos lo acogoto.

Quien así enojaba a la patrona era un tremendo muchachón, muy arropado y muy desnudo, hirsuto y lampiño, sin duda torvo, quizá afeminado, cuya redonda cabeza estaba rodeada de un círculo completo de pelo rubio, de espesura y largo parejos en el cuero cabelludo y en la barba. Desde el pelambre miraban dos ojillos que se movían a impulsos jactanciosos o furtivos o se aquietaban fríamente. Arropaban el busto una toalla, una tricota y del breve taparrabos colorado emergían piernas tan desprovistas de vello como las de una mujer; pero los aspectos más evidentes del conjunto quizá fueran pelos enmarañados y lanas sucias.

Incorporada a medias, preguntó la patrona:

—¿Se retira, joven Terranova, o de la oreja lo retiro?

Partió el animalote; la patrona se dejó caer en la silla y ocultó la cara entre las manos. Acudió, solícita, la criadita, con un vaso de agua.

—No, Hilda—protestó la patrona, que había recuperado la compostura—. Hoy bebo vino blanco.

El almuerzo concluyó por fin y cada cual se encaminó a su cuarto.

"Estoy débil o el aire es muy fuerte", pensó Álvarez, que por poco se duerme con el cepillo de dientes en la boca. Ya echado, durmió un rato, hasta que lo despertó un peso en los pies. Era Hilda, que se había sentado en el borde de la cama.

—Vine a verlo—explicó la muchacha.

—Ya veo—contestó Álvarez.

—Quería ver si quería algo.

—Dormir.

—¿Dormía?

—Sí.

—Qué suerte. Mañana a la noche es la fiesta de Blanquita.

—Ya sé.

—Terranova no viene, porque a espetaperros lo sacaría madame Medor. —¿Quién es madame Medor?

—La patrona. Y la pobre Blanquita enamorada.

—¿De Terranova?

—De Terranova, que no la quiere. Él quiere dinero. Un malo, un matón sin alma, carne y uña con Martín.

—¿Quién es Martín?

—El pianista. Madame Medor, que no traga a Terranova, mete al cómplice en la casa, porque toca bien el piano. Todo el mundo sabe que son agentes locales de la banda de Miramar.

Oyeron la voz de la patrona, que abajo gritaba:

—¡Hilda! ¡Hilda!

La muchacha dijo:

—Me voy. Si me pesca, me llama perra y palabras horribles.

Los pasos de la alemanita descendieron la crujiente escalera, subió el clamor de la reprimenda de madame Medor y acallando todo resonó en el piano la Marcha de los santos.

Se levantó Álvarez, porque ya no tenía ánimo para dormir. Estaba peor que antes. A pesar de las precauciones en la playa, la cabeza le dolía como si hubiera tomado mucho sol. Quería beber algo, para sacarse el gusto a azufre y aplacar la sed; una gran sed. Entró en el comedor. Martín machacaba Los santos en el piano, la patrona, acodada en la mesa, tildaba facturas y desde el mostrador Hilda miraba tiernamente.

—Un vinito blanco, bien helado—pidió.

La patrona ponderó:

—¡Qué siesta! Corrían las horas y yo pensé: con el solazo y el vinito el trece no aterriza hasta mañana. Es un hecho; no llega a las carreras, pero todavía hay luz y puede entretenerse con los géiseres.

Descorchó Hilda la botella; Álvarez bebió dos vasos y dijo:

—Gracias.

La patrona ordenó:

—Se la guardas, chica. El señor a la noche incorpora lo que queda. Preguntó Álvarez:

—¿Cómo voy?

La patrona lo acompañó hasta la puerta y lo encaminó. Siguió la calle más allá de la arboleda, por campo abierto; de trecho en trecho había un chalet, una vaca. La brisa marina traía olor a podredumbre. Caía la tarde.

Cuando llegó al lugar, la jornada había concluido; los peones, la pala al hombro, emprendían el camino de regreso. Con un cura que examinaba los chorros de agua caliente y la humosa excavación, de borde a borde entabló diálogo Álvarez.

—No creí que fuera tan profunda—gritó—. Da vértigo.

—¿Qué me cuenta de la temperatura del suelo?—gritó a su vez el cura—. Ponga la mano.

—Quema ¿Qué buscan?

—No importa lo que buscan, sino lo que encuentran—replicó el cura. —¿Encuentran algo?

—Casi nada. ¡Mire!

A gritos no caben sutilezas; de todos modos, la enfática exhortación a mirar sugería, para las palabras casi nada, intención irónica

—¿Dónde?—preguntó Álvarez.

El cura se le acercó, lo tomó paternalmente de los hombros y lo condujo hasta un eucalipto. En el suelo, apoyadas contra el tronco del árbol, vieron dos amplias alas y algunas plumas negras.

—¡Diablos!—exclamó Alvarez—. Padre, perdone, pero estas alas, no me negará, suponen un pajarraco infernal.

—No sé—contestó el cura—. Con franqueza, ¿qué ave tiene in mente? —¿Un águila?

—No es bastante grande.

—¿Me atreveré a decir: un cóndor?

—¿En estas regiones? ¿Usted no lo reputaría un tanto improbable? —Si usted lo permite, me vuelvo a la hostería—declaró Álvarez.

—Lo acompaño—dijo el cura—. Determinar la especie no es todo. . . Créame: hay otras dificultades.

—Qué barbaridad—comentó Álvarez, a quien el tema ya fatigaba.

—Si estaban en la tierra ¿por qué no se pudrieron?

Álvarez, aventuró:

—¿La acción del fuego?

El cura lo miró con indulgencia; después habló animadamente:

—Dejemos el capítulo. Nadie está obligado a saber química, pero la moral incumbe a todos. Vea a dónde lleva la curiosidad de los hombres. O de las mujeres, que es lo mismo. Para la incorregible curiosidad, un trofeo enigmático. Un castigo, ¿por qué no?

—¿De quién?—preguntó Álvarez.

—No crea, la madama tiene sus enemigos. Un tal Terranova, sin ir más lejos, un cachorrón capaz de gastarse cada bromita.

—¿Opina que se trata de una broma?

—¿Por qué no?

Juntó coraje Álvarez y preguntó:

—¿También el agua caliente y el humo?

Envalentonado, ahora devolvió la mirada indulgente.

—Estoy muy cansado—protestó el cura—. Vamos yendo. Créame usted, soy hombre de paz y de un año a esta parte me toca vivir en plena guerra, entre los dos bandos del Comité para Obras de la Capilla.

—¿Y si los deja pelear entre ellos?—propuso Álvarez.

—Los dejo—afirmó el cura—. Mañana voy de caza, con mi perro Tom, aunque el comité sesione. Los tradicionalistas porfían en pro del estilo moderno, los renovadores en pro del gótico y el padre Bellod, este servidor, con moderación de mártir, de tanto en tanto pone su semillita pro domo: sepa usted, favorezco el románico. Cuando los dos bandos se avengan no habrá capilla.

Se despidieron. Ni bien entró en la hostería, Álvarez divisó a la alemanita al pie de la escalera. La muchacha miró hacia arriba, corrió arriba y Álvarez quedó por un instante inmóvil, dobló por fin hacia el comedor, embistió con resolución al viejo Lynch.

—¿Qué le pasa amigo? ¿En qué piensa?—preguntó el viejo.

—En proverbios—contestó Álvarez—. Cazador sin munición...

Madame Medor anunció:

—Voy a presentarlo. El número trece...

—Álvarez—modestamente agregó Álvarez.

—Mi hija Blancheta...

La muchacha, de pelo claro, suave y largo, de tez lechosa, de ojos graves, casi tristes, de nariz delicadamente dibujada, era pequeña y bonitilla..

—La señora del once—prosiguió la patrona.

—La señora de Bianchi Vionnet—corrigió la interesada.

—Martín, nuestro hombre orquesta—dijo con voz firme la patrona—. Él y su piano constituyen la totalidad de la orquesta que anima nuestros bailes. Nunca hubo quejas, le ruego que tome nota, por falta de animación y buena música.

—Deja a este mozo en el tintero—observó el viejo.

Tratábase de un joven alto, con el pelo cortado a modo de cepillo de jabalí, con ojillos redondos, con risa permanente y cara de expresión atribulada.

—Aquilino Campolongo—dijo la patrona, moviendo los labios como quien articula no un nombre, sino una mala palabra.

—Estudio ciencias económicas—aclaró Campolongo.

En un aparte poco menos que gritado—los viejos son invulnerables, porque no esperan nada, y también sordos—comentó Lynch:

—Sálvese quien pueda.

—¿Por qué?—preguntó Álvarez.

—¿Cómo por qué? ¿Es argentino y pregunta por qué? Si Adam Smith viera su progenie de doctores en ciencias económicas, se retorcería en la tumba. ¿Oímos las noticias?

El viejo puso en funcionamiento el receptor de radio. El boletín informativo había empezado. Nítidamente surgió una voz que explicaba:

—. . .vastos movimientos migratorios, comparables a las trágicas evacuaciones de tiempos de guerra.

Como por influjo de una asociación de ideas, ni bien fue pronunciada la palabra guerra rompió con animación y dianas una marcha militar. A dos manos retomó el viejo el receptor. Afanarse era inútil. Todos los programas habían desembocado en la misma marcha.

—Qué afición por La avenida de las palmeras—comentó.

Reflexionó Álvarez en voz alta:

—Culto el viejo. Lo que es yo, no distingo una marcha de otra.

—Otra revolución—vaticinó lúgubremente Campolongo—. Estos militares. . .

Madame Medor replicó en tono sarcástico:

—Mejor estaríamos con los bolcheviques.—En un movimiento en espiral y ascendente irguió el corpacho, dio la espalda al mequetrefe, golpeó el piso con patadita irritada y, debajo de las pirámides, las torres y los caireles del peinado, orientó la cara, de suyo un poquito feroz, en dirección a los otros pensionistas, la endulzó con una sonrisa mundana, anunció-—Cuando gusten pueden sentarse a la mesa.

La obedecieron. Durante la comida todos hablaron. Pasaron de la política, que encona, a la situación del país, que aviene.

—Aquí ¿quién trabaja?

—Roba quien puede.

—El ejemplo llega de arriba: de los grandes ladrones públicos.

Aunque las tendencias contrarias eran perceptibles, generosamente las ahogaba cada cual, para fraternizar en un torneo de anécdotas y hechos probatorios de nuestra bancarrota.

—No crea que están mucho mejor en otras partes—dijo Martín.

—Sin ir más lejos, el África negra—admitió la señora de Bianchi Vionnet.

Suspiró Álvarez; el diálogo lo aburría. Lo conocía de memoria, como si fuera un libreto que él mismo hubiera escrito. Preveía precisamente: ahora viene la pregunta retórica sobre el valor del dinero, ahora la anécdota que ilustra el triunfo de la codicia y lo mal que anda todo. Ahora dirán que perdimos el coraje, "las ganas de pelear" como el malevo del tango.

—No lo creerá—susurró Álvarez al viejo—. Ya oí esta retahíla de punta a punta.

El viejo empezó:

—A nuestra edad...

—Cruz diablo—replicó Álvarez.

—A nuestra edad—replicó el viejo—, ¿quién no tiene un pasado rico en conversaciones con chauffeures de taxi y otros interlocutores ocasionales?

—Me dan ganas de contarles lo que sentí en la playa.

—Anímese.

—Le contaba al señor Lynch—levantando la voz, declaró Álvarez— que esta mañana, en la playa...

Refirió que tuvo miedo, como si presintiera un ataque o algo más terrible. Concluyó:

—Una idea fija que totalmente me arruinó la mañana.

—Un ataque... ¿por la espalda?—inquirió Martín.

—¿Por qué no?—respondió Álvarez—. O del lado del mar.

—¿Qué temía?—interrogó Blanquita—, ¿que saliera un monstruo y lo tragara? Yo en la playa sueño cada locura.

Intervino la patrona

—Un monstruo, sí pero tal vez mecánico, ¿qué opina el señor Campolongo?

Este preguntó, molesto:

—¿Yo? ¿Qué tengo que ver?

—Exactamente—replicó la patrona—. Es lo que me pregunto. ¿Qué tiene que ver el señor Campolongo todas las tardes en la costa? O si ustedes prefieren, ¿qué mira? o ¿quién lo mira? Cara al mar hace gimnasia sueca. O haciéndose el sueco, hace señales. ¿A un pez espada, señor Campolongo? ¿A un submarino?

—A lo mejor—opinó la de Bianchi Vionnet—el señor Álvarez vio, sin saberlo, el submarino y se alarmó. Puede suceder.

—¿Por qué no algo más raro?—a su vez preguntó Lynch—. ¿Conocen la teoría de Dunne? Yo me paso la vida contándola. Pasado, presente y futuro existen al mismo tiempo...

—O no lo sigo—dijo Campolongo—o no hay relación alguna.

—Puede haberla—afirmó Lynch—porque los tiempos ocasionalmente empalman. Individuos extraordinarios, verdaderos videntes, ven el pasado y el futuro. Le hago notar que si no existe el futuro son inconcebibles las profecías. ¿Cómo ver lo que no está?

Campolongo interrogó:

—¿Usted reputa profeta al señor Álvarez?

—De ningún modo—aseveró Lynch—. Las personas más corrientes y hasta vulgares empalman en otro tiempo, cuando se dan las condiciones, ¿entiende o no? ¿Por qué el señor Álvarez no tendría esta mañana una premonición del desembarco del bucanero Dobson?

—Imposible—dictaminó la patrona—. Dobson contaría hoy más de ciento cincuenta años, edad a la que nadie llega.

Ignoró el reparo Lynch y prosiguió:

—El color de la cara del señor Álvarez, ¿no les dice que se le fue la mano con el sol? He puesto el dedo en la llaga. Insolación, infección, fiebre, según los entendidos, abren la puerta a estas visiones extraordinarias.

—¿Por qué suponer algo tan ingrato?—inquirió la señora de Bianchi Vionnet—. ¿Por un momento siquiera, imaginan la grosería de un bucanero de entonces?

—Un ser tosco tiene su interés—afirmó madame Medor.

—Póngase al día, señor Lynch—rogó Blanquita—. Yo prefiero cosas modernas. Hoy la gente habla de platos voladores.

—En efecto—corroboró Martín—. La juventud despierta se agrupa en círculos para la observación de platos voladores. Ya hay uno en Claromecó. Soy amigo del tesorero.

Henchido el pecho, altiva la cabeza, madame Medor pronosticó:

—Si Terranova también es amigote, poco les durará el tesoro a los de Claromecó.

Álvarez aquella noche durmió pesadamente, como quien está envenenado. Al otro día, en procura de aire, abrió de par en par la ventana. Pronto la cerró, porque en ese primer momento, con el estómago vacío el olor de afuera se le antojó nauseabundo. No le pareció mejor el gusto del café con leche y hasta en la dulzura de la miel encontró un dejo sulfuroso. Desayunó galletas viejas. Como pudo apartó a la alemanita que insistía en hablarle. En el espejo del corredor entrevistó su melancólica imagen de hombre maduro, con chambergo desteñido, con pantalón de baño y comentó airadamente: "El acabose." Cuando bajó la escalera sintió la falta de aire, y por si acaso llevó una mano a la baranda. Abajo estaba madame Medor.

—Va a tener que abrir las ventanas—indicó Álvarez—. La atmósfera aquí dentro está un poco pesada.

La señora replicó:

—¿Ventilación? ¿Corrientes de aire? Ni loca. Además, cómo le diré afuera usted nota la atmósfera cargada, comprometida del fuerte olor.

—¿A mar?—preguntó Álvarez.

La patrona se encogió de hombros, irguió corpacho y testa, partió a sus menesteres.

Cuando abrió la puerta, Álvarez por poco se vuelve. Salir afuera esa mañana era como entrar en un invernáculo: el aire libre estaba más pesado que el de adentro; en cuanto al olor, le sugirió una fantasía: el horizonte en círculo de carroñas monumentales. Era un día tormentoso. Un chaparrón con vendaval—reflexionó—, tal vez limpiara." Porque no quería perder una mañana de playa—eran cortas y caras estas vacaciones—encontró coraje para alejarse de la hostería, para aventurar unos pasos en la turbiedad y el mal olor. Al ver marchitas las flores de los canteros, murmuró:

Perecen las flores de todo jardín.

¿De dónde había sacado el verso? Le pareció que estaba a punto de recuperar recuerdos, para él exaltados y maravillosos. . . Después de un rato de perplejidad resolvió que a la hora del almuerzo consultara con Lynch. "El viejo leyó mucho."

Cerca de la costa el hedor aumentaba notablemente. Álvarez se dijo que después de una breve fracción de tiempo uno se acostumbra a cualquier olor y ya en el borde del acantilado se preguntó si él aguantaría durante esa fracción. Advirtió que la bajante de la marea había sido pronunciada y que había descubierto un trecho de playa borrosa. En la superficie del agua divisó grumos y espuma; luego, con sobresalto, vio que los grumos y la espuma estaban quietos, que el mar estaba quieto y por último reparó en la circunstancia que por su misma extrañeza era más evidente: el ruido del mar había cesado. Sólo graznidos de coléricas gaviotas interrumpían el deprimido silencio. Álvarez descalzó los piecitos, como un perro que escrupulosamente elige donde no caben distinciones buscó un lugar para echarse y acampó en la arena.

No se arrimó a los acantilados, para que lo protegieran del sol, porque un sucio manto de nubes cubría el firmamento. Cerró los ojos. Al rato lo invadió el mismo vago recelo de la víspera. Contrariado notó que la cargada atmósfera de la mañana gravitaba sobre él narcóticamente. En cualquier orden balbuceó las palabras: "Indefenso quedaré dormido."

Estaba en el centro de la playa, a mitad camino entre los acantilados y el mar. Pensó: "Expuesto. Como en una bandeja. Junto a los acantilados al menos tendría protegida la espalda. Una idea nomás, pues bien podría el atacante surgir de pronto en lo alto y dejarse caer. Pero no; del mar viene lo que viene." Porque olvidó la conclusión o porque lo dominaba el sueño, no se movió de donde estaba. Las gaviotas—nunca hubo tantas— perdían altura, para remontarse a último momento, con aleteos frenéticos y graznidos furiosos. Un nuevo ruido, que silenció a las gaviotas, evocó en la mente de Álvarez la mezcla final de agua y aire que un sumidero traga. Vio que el mar estaba todavía ahí y advirtió, en insólito movimiento en la superficie, los borbotones del comienzo del hervor. Le pareció después que la causa de toda esa agitación acuática debía de ser un cuerpo extremadamente largo, que en movimientos y planos desparejos emergía desde quién sabe qué abismos. Con menos temor que interés dedujo: "Una serpiente marina" Bajo el misterioso cuerpo pulularon seres cuya actividad recordaba a los diligentes operarios que entre un número y otro levantan la red y la jaula en la pista del circo. La tendencia de tal actividad era hacia adelante, hacia tierra; un movimiento único, de abajo arriba, la terminó. En la quietud inmediata Álvarez vio un arco; luego descubrió que era la boca de un largo túnel que se hundía en la profundidad del océano; en esa boca, a la oscuridad sucedieron colores, que se ordenaron para componer una comitiva. El conjunto lentamente se adelantaba hacia él, con pompa y determinación. Marchaba al frente un sujeto corpulento, de exótico aspecto rumboso un rey en quien la tiniebla verdosa de rostro y manos diríase encuadrada enfáticamente por los estrepitosos colores del atavío. Era Neptuno. Las fiestas rituales, las grandes carreras de caballos, ahora se desataban en la playa. Congraciadoramente, Alvarez elogió el espectáculo. El rey respondió con tristeza

—Es el último.

Importaban las tres palabras proferidas por Neptuno una revelación: había llegado el fin del mundo. Cuando lo rozó un desbocado caballo negro, gritando despertó.

Abrió los ojos junto a una superficie oscura, reluciente como caballo sudado, de mayor volumen, e instintivamente se apartó. La mirada abarcó un pez. Absorto, reprimió como pudo el miedo, el asco, y se dijo en tono de broma: "Que esto me pase a mí, tan luego." Con estertores la monstruosa mole moría.

Álvarez había despertado a una pesadilla verdadera, pues desde los acantilados hasta el mar colmaban la bahía enormes peces enfermos o muertos. Olían a barro, también a podredumbre. Huir cuanto antes fue su único anhelo. Se incorporó, sinuosamente sorteó los monstruos, escaló el sendero por donde un rato antes había bajado. En plena confusión y temor, formuló una opinión concreta: "Más que pez por su aspecto éste es cetáceo." Ya en lo alto, desde una saliente, descubrió que en todas las playas—en algunos sectores alcanzaban ahora proporciones nunca vistas, de kilómetros tal vez, antes de llegar al mar—el tendal de cetáceos gordos, de enormes peces, de no pocos pececillos, infinitamente se repetía y se extendía.

Miró en rumbo opuesto, tierra adentro. El aire estaba turbio de pájaros. En la ofuscación de su mente los identificó por un segundo con las gaviotas de allá abajo, ennegrecidas quién sabe cómo. Eran cuervos, atraídos por la hecatombe de la playa.

Emprendió con paso rápido el regreso, porque lo dominaba la incongruente convicción de que en la hora del fin del mundo se hallaría más protegido en la hostería que en la intemperie. Ante el peligro quiso volver a casa, y ya se sabe que el viajero confiere sin demora el carácter de tal a cualquier cuarto de hotel, como en cualquier hombre ve a un padre el huérfano. Junto al bungalow oyó una música de iglesia, que le recordó una noche en que llegó, muchos años atrás, a un pueblito de las sierras de Córdoba, en cuya desmoronada capilla, nítida a la luz de la luna, cantaban la misa coros de chicos. Tan lejano como ese recuerdo le pareció de pronto el mismo día de ayer, en que aún ignoraba la irrevocable inminencia del fin de todo.

De rodillas en el comedor las mujeres le rezaban al aparato de radio, que transmitía el Requiem de Mozart. "Lo que me faltaba—dijo para sí, Alvarez—. Como si no tuviera bastante miedo. Ah, no—corrigió—la que faltaba es ésta." En efecto, Blanquita salió de la cabina del teléfono, entró en puntas de pie en el comedor, se arrodilló. Hilda se recogió el flequillo y con una mirada significativa buscó los ojos de Álvarez.

Concluida la misa, la patrona se incorporó, empezó a mandar

—Hilda, la comida. La vida sigue, chica.

Álvarez, comentó:

—Hum.

—El buque se hunde, pero el capitán se mantiene en el puente—observó el viejo Lynch.

—Si me permite, señor Álvarez, lo pongo al tanto—propuso Campolongo—. El gobierno se arrancó la máscara. Las radios informan sin tapujos, aunque alternando misas y consejos paternales, fuera de lugar.

—¿Por qué fuera de lugar?—protestó Lynch—. No hay que perder la compostura.

Álvarez, que no quería contradecirlo ante Campolongo, le susurró al viejo:

—¿Compostura? La palabra resulta irónica, mi amigo. Sospecho que la máquina entera se nos descompone.

—No lo dude—respondió Lynch.

—Parece que el mar se pudre—declaró Blanquita—. Tanta agua abombada debe de ser de lo más malsano. No me creerán, pero a mí el agua abombada me da no sé qué.

—Qué porquería—exclamó la de Bianchi Vionnet.

—Es un fenómeno generalizado—puntualizó Martín—. ¿No oyeron el telegrama de Niza? En toda la costa de Europa...

Dolido, Campolongo argumentó:

—Deje en paz a Niza y a Europa. La mirada fija en el extranjero es el drama del argentino. ¿Hasta cuándo? Si aquí tenemos de todo, señor Martín, y bien cerca, en Necochea, en Mar del Sur, en Miramar, en Mar del Plata, los grandes caminitos de hormiga del éxodo han comenzado pavorosamente. . .

—Una tragedia. ¡A mí se me rompe el corazón!—afirmó Blanquita—. La pobre gente carga con lo que puede y engrosa la columna que marcha sin destino. Miren, se me caen las lágrimas.

—Vanidosa, pero compasiva—diagnosticó fríamente el viejo.

—Con tal que una columna sin destino no se nos meta por acá—suspiró gesticulando la de Bianchi Vionnet.

—El sentido general de la marcha—aseguró Martín—es para adentro. En este punto coincide Niza con las estaciones locales.

—Dale con Niza—rezongó Campolongo.

Martín le previno:

—Usted aburre una vez más y lo dejo sin fin del mundo.

—Ahí el matón intuye una verdad, amigo Álvarez—Lynch señaló—.

Asistir al espectáculo es un privilegio único, por lo menos para gente como usted y yo.

Involuntariamente contestó Álvarez

—Hum.

—Lo que pido es quedarme donde estoy—confió la de Bianchi Vionnet—. Me muero si nosotros también formamos nuestra comparsa de gitanos y tomamos la calle.

—¿Para qué?—interrogó la patrona—. El sismo te prende donde vayas.

—Habrá que ver si no se nos vuelve irrespirable el aire de mar—opinó el viejo.

La señora de Bianchi Vionnet lo contradijo:

—A la larga uno se acostumbra a cualquier cosa.

—Mientras el mar se pudre y el agua de la tierra se ha vuelto remedio —declaró la patrona—la clientela del Bucanero Inglés degustará hasta último momento bebidas de calidad y refrescos finos. De regreso a casita no dejen de contarlo a sus amistades: no pido propaganda mejor.

Apuntalado por fenómenos cósmicos, el tema del fin del mundo duró todo el almuerzo, pero a la altura del café había perdido actualidad. Madre e hija se toparon en una disputa acre. Analizó Blanquita:

—No te resignas a mi dicha, a mi belleza, a mi juventud.

Madame Medor replicó: —En verdad, eres joven, mi Blancheta, y te queda una larga vida por delante.—Resoplando agregó:—Mientras yo bufe, no te la arruinará el matasiete.

—Miren—pidió Lynch.

La luz de afuera variaba espectacularmente, como si estallaran en no interrumpida sucesión auroras anacrónicas. Mientras los demás miraban por la ventana Martín salió del comedor en puntas de pie, y se encerró en la cabina del teléfono. Con una mano de dedos cortos, Hilda recogió el flequillo y de nuevo buscó los ojos de Álvarez; instantes después ella también salió del comedor.

—Esto se veía venir—aseguró madame Medor—. La locura del dinero llegó al colmo. La dueña de La Legua vendió los pinos, le prometo que centenarios, de la calle de entrada. ¡Y qué me cuentan de la política! ¿Saben quién tiene una vara alta en la casa de gobierno? El loco del pueblo, Palacin, mejor conocido por el Gran Palacin, que hasta ayer pedía limosna en un caballo francamente impresentable.

—Aduce causas morales. Aquí nadie toma en serio el fin del mundo —lamentó Álvarez.

—Nadie cree en el fin del mundo—confirmó el viejo; tras una pausa preguntó—: ¿En qué piensa?

—En nada—contestó Álvarez.

Mintió; pensaba: "Con gente, quiero estar solo; solo, quiero estar con gente." Volvió a mentir, dijo:

—Vuelvo en seguida.

Salió del comedor y, ni bien llegó al vestíbulo de entrada, no supo qué hacer. Cuando vio a Hilda se decidió resueltamente por la fuga. La muchacha alcanzó la manija de la puerta antes que él.

—¿Qué pasa?—preguntó Alvarez.

—Escuché la conversación entre Martín y Terranova. Si usted levanta el tubo en el escritorio, oye todo. Esta noche, a las doce, en la fiesta de cumpleaños, madame Medor regala el anillo a Blanquita. Al rato, Blanquita escapa de la fiesta y baja a la playa de los acantilados, donde la espera el Terranova. Ella está lo más creída que se va a fugar con su gran amor, pero los matones tienen otro plan: de un tirón le arrancan la esmeralda, le ponen un puntapié, no le digo dónde dijeron, y enderezan para el Gran Buenos Aires, como dos potentados. ¡Pobre Blanquita!

—No he visto chica más vanidosa.

—Es buena. ¿Usted sabe la desilusión que se va a llevar?

—Usted no tiene un pelo de sonsa, pero ¿qué importa una desilusión ahora? Ya nada importa nada. ¿Cuándo les entrará en la cabeza—preguntó, mientras con el revés de la mano tocaba repetidamente la frente de Hilda—que ha llegado el fin del mundo?

—Si nada importa...—protestó interrogativamente la chica.

Álvarez dijo:

—Tan de cerca la veo turbia.

Riendo nerviosamente la esquivó; aprovechó la circunstancia de que la mano de la muchacha había soltado el pomo de la puerta, para empuñarlo, abrir y saltar afuera. Mientras comía pensó: "Por suerte no me faltó coraje." Con rapidez admirable se encontró a veinte o treinta metros de la casa, en plena intemperie. Ahí lo sosegó otro miedo. "Esto es horrible—dijo—. Qué colores. Todo se ha puesto violeta Y un olor verdaderamente infecto. No sé por qué huyo de Hilda. Para un viejo como yo... ¿Estaré loco?"

En ese momento entrevió una sombra que se movía entre los árboles. Era el cura, escopeta al hombro, con el perro Tom.

—Padre—balbuceó Álvarez, un poco ahogado por el olor y la sorpresa—. ¿Usted, en un día como hoy, va de caza?

—¿Por qué no?—preguntó el padre Bellod.

—Lo imaginaba atareado en la extremaunción para medio mundo.

—Todavía no llegó el trance. Cuando llegue, habrá que darla al mundo entero. Para ello un solo cura queda corto. Entonces yo predico que cada cual siga la vida de todos los días. La actividad del hombre (¡en estos momentos no le digo nada!) tiene su lado de plegaria, porque es una prueba de fe en el Creador.

—Predica con el ejemplo y sale de caza.

—No seas pedante, hijo. Siempre el hombre, en plena inocencia, ha matado criaturas.

—¿Es pedantería la compasión?

—No; lo malo es que yo cavé mi propia tumba. Cuando dije: "Hay que seguir como si nada", olvidé que había citado al Comité pro Obras de la Capilla. No está bien que hoy yo me escapé, pero, hijo mío, no tengo salud ni resignación cristiana para entregar mi última tarde a esas fieras. Yo me voy al campo, con mi perro Tom, que ha perdido el habla con el susto. No se dirá que lo desamparo.

—¿Y usted cree, padre, que realmente habrá llegado el fin del mundo?

—Es una cosa en la que nadie íntimamente cree; pero tal vez importen menos nuestras creencias que el mar podrido y el agua dulce con olor a azufre.

—¿Olor a Lucifer?

—Hablando en serio, pienso que ustedes están mejor que yo, en materia de líquido, porque la madama se ufana de buena bodega, y mis reservas, todas de Lacrima Christi, no irán más allá de tres o cuatro días.

—Las nuestras, cuatro o cinco, seguramente. ¿Eso qué importa, padre?

—La vida del hombre siempre se contó por días.

—No por tan pocos. Ahora uno más quizá nos exponga a asaltos de los que no se resignan a morir. A lo mejor tienen razón. A lo mejor no es el fin del mundo...

—Para cada cual la muerte siempre fue el fin del mundo. Esta vez la hora de preparar el alma llegó para todos. Cuando una repartición tan acreditada como el Observatorio de La Plata lanza la bomba de ese boletín, deja poco lugar a dudas. ¿Lo oyeron ustedes en la radio?

—Me entristece que dentro de pocos días no haya Observatorio, ni La Plata, ni reparticiones públicas.

—Te ríes porque eres valiente. El alma ha de sobrevivir y llegará entonces la hora de echar mano a todo nuestro coraje.

—Hago bromas para distraerme, porque soy cobarde. ¿Le cuento algo que es verdad, que no tiene importancia y que me parece bastante raro? Lo que está pasando en el mundo, continuamente me trae a la memoria versitos olvidados, tan olvidados que si yo fuera capaz de versificar los creería de mi cosecha. Por ejemplo, ahora mismo oigo en la cabeza un sonsonete y estoy diciendo:

Amigos, ya veo acercarse la fin.

—Admirable, admirable. Pronóstico que ha de llegar el día en que aquilatarán tus quilates de vate.

—¿Y usted cree que yo digo la fin?

—Una licencia.

—En todo caso, no quiero que me agarre el fin o la fin, sin haberle preguntado al viejo de quién son estos versos. Pero tengo tan mala memoria. . .

—Y yo me pregunto si Tom y yo cobraremos hoy una sola pieza. ¿Como siempre volarán las perdices?

—A lo mejor se animan, si los ven a ustedes dos. Aunque con esta luz, francamente. . .

Caminaron juntos un breve tramo y se despidieron. Álvarez volvió sus pasos en dirección de la hostería, pues, aunque la tuviera a la vista, temía extraviarla: los cambios de tonalidad en la luz y la penumbra de aquel atardecer transfiguraban los lugares. De pronto resonó cerca un relincho. Alarmado, Álvarez divisó el caballo—testa y orejas levantadas, ojos ariscos, belfo resoplante y abierto—que se aproximaba nerviosamente. Recordó: "De los perros no hay que huir", y se amonestó: "Hombre de ciudad, ¿quién te manda salir al campo?" Ahora el caballo lo había alcanzado, caminaba a su lado, como si la compañía lo confortara. La caminata duró lo suficientemente para que Álvarez también se tranquilizara y aun para que se apiadara de su compañero, que se quedaría afuera.

Antes de llegar a la hostería, oyó la Marcha de los santos. Estaba la gente en el comedor. Por la ventana vio a Hilda, sobre la mesa, descalza, plumero en mano, atareada en quitar el polvo a las guirnaldas. "Es una chiquilina—se dijo—. No puede ser", para prestamente agregar: "Y yo, lo primero que veo, la chica." Martín tocaba el piano, Lynch y la señora de Bianchi Vionnet, sentados como espectadores, conversaban; Blanquita distribuía por la mesa platos, servilletas panes, y madame Medor el torreón del peinado sublime, el dedo con esmeralda activo y relumbrante, daba órdenes. Aliviado de librarse del caballo, entró en la casa; con sigilo subió la crujiente escalera y se metió en su cuarto. Ni bien cerró la puerta—puso llave, sin saber por qué—se enfrentó con la situación. "Debe uno estar solo en su cuarto, para entender las cosas", reflexionó, mientras un frío le bajaba por la espalda. El pensamiento rápidamente degeneró en imágenes más o menos fortuitas: una esquina de la infancia, con el cupuloso colegio como postre gris o como proa cuyo mascarón innegable era don Benjamin Zorrilla, en busto diminuto; o la gallina de hierro que por monedas ponía huevos confitados en el Pabellón de los Lagos. Para recordarlas ¿no quedará nadie? En ese momento la realidad de la historia se parecía a los sueños de un moribundo, y si le dolía que cesaran con él recuerdos de sus padres, de su casa y quizá totalmente la cara de alguna muchacha (Ercilia Villoldo), la idea de que desaparecieran auténticos bienes de la herencia universal—como la muerte en alta mar de Mariano Moreno o como las promesas del Preámbulo de la Constitución para nosotros, para nuestra posteridad y para todos los hombres del mundo—le resultaba intolerablemente patética. Se echó en la cama, trató de dormir, aunque dormir, desde luego, no era posible. Mientras pensaba esto soñaba con el olor a alucemas de un gran armario oscuro con lunas de espejo. Ese perfume persuasivamente evocador de la cercanía de su madre, le comunicó una seguridad tan completa que se preguntó si no soñaba y, angustiado, despertó. Asimismo tuvo parte en despertarlo una suerte de clamor que atribuyó en el primer momento a algún perro que arañaba una puerta y ululaba lejos en la noche. De repente comprendió que arañazos y ululatos ocurrían en su propia puerta y que parecían lejanos de puro suaves. ¡Hilda temía a la patrona! La chica suplicaba que le abrieran, lloraba y reía sofocadamente, tuteaba, mimaba de palabra, prometía caricias, prorrumpía en besos.

Providencialmente resonó la voz de madame Medor:

—¡Hilda ¡Pronto! ¡Pícara

Corrió abajo la chica. Álvarez, naturalmente compasivo, acotó: "Un pobre animalito ahuyentado. Si lo dejan, terco, eso sí." Consideró también que a él le convenía salir cuanto antes del cuarto, no fueran de nuevo a ponerle sitio. Saltó de la cama recordó la comida para Blanquita, se felicitó por no perder la cabeza, echó mano a la muda nueva, en voz baja repitió la palabra coraje, con temor entreabrió la puerta, precavidamente se asomó, a pasos de tres escalones bajó la escalera (que por poco se derrumba) y ni bien entró en el comedor desembocó en Hilda. Mirándolo de frente, con ojos que habían llorado la chica dijo:

—Tiene un corazón de piedra. ¿Por qué no quiere que le hablen de Blanquita?

—Oh las mujeres—murmuró, para agregar algún lugar común sobre la imposibilidad de entenderlas.

¿De veras Hilda había acudido a su cuarto para interceder por la hija de la patrona? Otro móvil le atribuyó él, tal vez por influjo de sus propios deseos, pero ahora todo aquello era un recuerdo, ¿cómo cotejarlo con las afirmaciones de la muchacha? No estaba seguro de nada, salvo de que Blanquita por tonta y vanidosa no merecía ningún sacrificio. ¿Qué le importaba una desilusión para Blanquita, si en un rato el mundo acabaría con ellos adentro? Todavía si fuera Hilda la amenazada.. . Pensó: "Para mantener una conducta, para cometer delitos o siquiera para caer en tentaciones, hay que contar con un mínimo de futuro; el universo lo niega, pero esta gente no lo descarta"

En confirmación de tales reflexiones habló la patrona:

—A usted quiero consultarlo—anunció, con el dedito de la esmeralda en alto y una voz cuando se le escapaba, hombruna—. ¿Qué opina de los planes de ahorró? Aquí tengo el prospecto de una sociedad (¡piratas financieros, no lo dudo!) para las ampliaciones que sueño, el establecimiento termal...

—Yo, en su lugar, me emborracharía—contestó Álvarez.

—¿Me cree tonta? ¿Qué estoy haciendo?—hipó la señora y tras un mohín encantador le dio la espalda.

—Medio alegrones en verdad estamos todos—le explicó la de Bianchi Vionnet—. Pero usted ¿por qué no me quiere? No sea pesado, soy una buena chica y echarse enemigos a la larga embroma.

—La humanidad es incorregible—Álvarez dijo al viejo.

—Incorregible—concedió éste—pero voy a pedirle un favor. ¿Usted oyó hablar de la velocidad de la luz? Yo descubrí lo que todo el mundo sospechaba: que la luz no tiene velocidad. Al diablo con la relatividad, al diablo con Einstein.

—Buen tema para distraernos de las catástrofes—convino Álvarez.

Casi enojado el viejo replicó:

—¿Qué me importan las distracciones? Por favor, grábeselo en esa mente: la luz no tiene velocidad. Al diablo con Einstein. Si muero en el fin del mundo, dígales: Lynch descubrió que la luz no tiene velocidad.

—Tú también—murmuró Álvarez.

—No le escucho—articuló finamente Campolongo.

—No le oigo—corrigió Álvarez y para sí añadió—: Lo que es yo no transijo. Al fin y al cabo siempre supe que moriría solo.

Cuando trajo la fuente de la carbonada, Hilda le susurró al oído:

—Mire la Blanquita confiada. Tenga compasión.

Alvarez preguntó:

—¿Qué puedo hacer?—Agregó irritadamente:—Yo no transijo.

Se explicó a sí mismo que no debía preocuparse por la suerte de Blanquita porque a la vista del fin del mundo la suerte para todos era pareja y lo que entretanto pudiera ocurrir, retrospectivamente perdería significación. "La preocupación—concluyó—no prueba que compadezco a la chica sino que tengo una mente obsesiva: defecto que debo corregir."

Apuntalada por la mano derecha en un respaldo de silla y por la izquierda en un hombro de Lynch, se incorporó la patrona; luego empuñó concienzudamente una copa, que levantó en alto, y brindó:

—Por mi hija Blancheta.

Entre aplausos corrió la hija al abrazo de la madre.

—¡Por muchos años!—gritó, ya frenético, Lynch.

—Martín, música—madame Medor ordenó con dignidad irrefutable.

Por respuesta la señora obtuvo el primer instante de completo silencio. Todos se volvieron al taburete del piano. Martín no lo ocupaba. ¡Sin que lo advirtieran el músico había desaparecido! Significativamente Hilda buscó la mirada de Álvarez.

Campolongo, atento y ágil, puso en funcionamiento el aparato de radio, que atronó con los acordes más fúnebres de la séptima sinfonía de Beethoven. Manteniendo una soberbia rayana en testas coronadas madame Medor llevó de su dedo a uno de Blanquita el anillo de la esmeralda.

Campolongo observó:

—De vez en cuando riñen, pero mire cómo se quieren, ¡es humano!

—Grotesco. Pura gente loca—protestó Álvarez

—No sé. Pobre chica. Me da lástima—reconoció la de Bianchi Vionnet.

—¡Por favor!—argumentó él.

—Yo estoy conmovida.

—Como en el cine. Mientras despreciamos la película, lloramos. Yo no transijo.

—¿Qué tiene que ver el cine? Madre e hija: nada más natural.

—Fíjese—dijo Álvarez en un arranque de orgullo—. Seguramente soy el más cobarde, y ahora descubro que soy el único que tiene valor para mirar las cosas de frente. ¿Usted cree que estoy con ganas de aflojar? De ningún modo. Yo sigo así hasta el fin ¿Qué le parece?

—Que no ha crecido, que es un chico. Nada más deprimente que un hombre alardeando coraje.

Álvarez la miró con detención, tomando tiempo para entender.

—Ah ¿usted es partidaria de la compasión? Una mujer que conocí, una muchacha joven, me pedía siempre que fuera compasivo.

Con instintiva brusquedad replicó la de Bianchi Vionnet:

—Esa niña era una hipócrita. Yo no creo en el sacrificio por el prójimo.

Álvarez respondió suavemente:

—Alguna vez hay que pensar por sí mismo. Yo creo en la compasión. La virtud humana por excelencia.

—¡Malo!—la de Bianchi Vionnet gimió mimosamente—: ¿Por qué te gusta tanto esa niña?

Álvarez no oyó la pregunta, porque seguía con los ojos a Blanquita a través del comedor, del vestíbulo, hasta el cuarto de toilette. Se excusó:

—Ya vuelvo.

Se levantó, se dirigió al cuarto de toilette, entreabrió la puerta, vio a la chica, peine en mano, ensimismada en el espejo. Sacó la llave, que estaba en la cerradura, del lado de adentro, y casi inaudiblemente murmuró:

—Aunque patalee, con Beethoven no la oyen.

Con suavidad cerró la puerta, echó llave. Al volverse encontró a Hilda.

—Si lo ve al cura—dijo Álvarez, arrimándose a la puerta que daba afuera—le dice que los versos no eran míos. Que hice memoria Que son de un tocayo.

—¿Adónde va?—preguntó la chica, alarmada

Alvarez empuñó el picaporte y contestó:

—A la playa. A decirles a los rufianes que avisé a la policía y que se larguen de San Jorge.

—Lo van a matar.

—¿Nunca entenderás, Hilda? Nada importa nada.

Álvarez entreabrió la puerta y la chica repitió una pregunta que en otra ocasión había formulado:

—¿Si nada importa...?

—Yo tampoco—respondió Álvarez.

Hilda tendió ansiosamente la mano, pero a él un paso afuera le bastó para ocultarse en esa noche horrible. Otros pasos dio, se creyó perdido, hasta que divisó a lo lejos una luz en vaivén. Orientado, se encaminó hacia allá.

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