jueves, 21 de agosto de 2008

Mister Taylor

de Augusto Monterroso

-Menos rara, aunque sin duda más ejemplar -dijo entonces el
otro -, es la historia de Mr. Percy Taylor, cazador de cabezas en la selva
amazónica.

Se sabe que en 1937 salió de Boston, Massachusetts, en donde
había pulido su espíritu hasta el extremo de no tener un
centavo. En 1944 aparece por primera vez en América del Sur, en
la región del Amazonas, conviviendo con los indígenas de
una tribu cuyo nombre no hace falta recordar.

Por sus ojeras y su aspecto famélico pronto llegó a ser
conocido allí como "el gringo pobre", y los niños de la
escuela hasta lo señalaban con el dedo y le tiraban piedras cuando
pasaba con su barba brillante bajo el dorado sol tropical. Pero esto no
afligía la humilde condición de Mr. Taylor porque había
leído en el primer tomo de las Obras Completas de William G. Knight
que si no se siente envidia de los ricos la pobreza no deshonra.

En pocas semanas los naturales se acostumbraron a él y a su
ropa extravagante. Además, como tenía los ojos azules y
un vago acento extranjero, el Presidente y el Ministro de Relaciones Exteriores
lo trataban con singular respeto, temerosos de provocar incidentes internacionales.

Tan pobre y mísero estaba, que cierto día se internó
en la selva en busca de hierbas para alimentarse. Había caminado
cosa de varios metros sin atreverse a volver el rostro, cuando por pura
casualidad vio a traves de la maleza dos ojos indígenas que lo
observaban decididamente. Un largo estremecimiento recorrió la
sensitiva espalda de Mr. Taylor. Pero Mr. Taylor, intrépido, arrostró
el peligro y siguió su camino silbando como si nada hubiera pasado.

De un salto (que no hay para qué llamar felino) el nativo se
le puso enfrente y exclamó:

-Buy head? Money, money.

A pesar de que el inglés no podía ser peor, Mr. Taylor,
algo indispuesto, sacó en claro que el indígena le ofrecía
en venta una cabeza de hombre, curiosamente reducida, que traía
en la mano.

Es innecesario decir que Mr. Taylor no estaba en capacidad de comprarla;
pero como aparentó no comprender, el indio se sintió terriblemente
disminuido por no hablar bien el inglés, y se la regaló
pidiéndole disculpas.

Grande fue el regocijo con que Mr. Taylor regresó a su choza.
Esa noche, acostado boca arriba sobre la precaria estera de palma que
le servía de lecho, interrumpido tan solo por el zumbar de las
moscas acaloradas que revoloteaban en torno haciéndose obscenamente
el amor, Mr. Taylor contempló con deleite durante un buen rato
su curiosa adquisición. El mayor goce estético lo extraía
de contar, uno por uno, los pelos de la barba y el bigote, y de ver de
frente el par de ojillos entre irónicos que parecían sonreirle
agradecidos por aquella deferencia.

Hombre de vasta cultura, Mr. Taylor solía entregarse a la contemplación;
pero esta vez en seguida se aburrió de sus reflexiones filosóficas
y dispuso obsequiar la cabeza a un tío suyo, Mr. Rolston, residente
en Nueva York, quien desde la mas tierna infancia había revelado
una fuerte inclinacion por las manifestaciones culturales de los pueblos
hispanoamericanos.

Pocos días despues el tío de Mr. Taylor le pidió
-previa indagacion sobre el estado de su importante salud- que por favor
lo complaciera con cinco más. Mr. Taylor accedió gustoso
al capricho de Mr. Rolston y -no se sabe de qué modo- a vuelta
de correo "tenía mucho agrado en satisfacer sus deseos". Muy reconocido,
Mr. Rolston le solicitó otras diez. Mr. Taylor se sintió
"halagadísimo de poder servirlo". Pero cuando pasado un mes aquél
le rogo el envío de veinte, Mr. Taylor, hombre rudo y barbado pero
de refinada sensibilidad artística, tuvo el presentimiento de que
el hermano de su madre estaba haciendo negocio con ellas.

Bueno, si lo quieren saber, así era. Con toda franqueza, Mr.
Rolston se lo dio a entender en una inspirada carta cuyos términos
resueltamente comerciales hicieron vibrar como nunca las cuerdas del sensible
espíritu de Mr. Taylor.

De inmediato concertaron una sociedad en la que Mr. Taylor se comprometía
a obtener y remitir cabezas humanas reducidas en escala industrial, en
tanto que Mr. Rolston las vendería lo mejor que pudiera en su pais.

Los primeros días hubo algunas molestas dificultades con ciertos
tipos del lugar. Pero Mr. Taylor, que en Boston había logrado las
mejores notas con un ensayo sobre Joseph Henry Silliman, se reveló
como político y obtuvo de las autoridades no sólo el permiso
necesario para exportar, sino, ademas, una concesión exclusiva
por noventa y nueve años. Escaso trabajo le costó convencer
al guerrero Ejecutivo y a los brujos Legislativos de que aquel paso patriótico
enriquecería en corto tiempo a la comunidad, y de que luego luego
estarían todos los sedientos aborígenes en posibilidad de
beber (cada vez que hicieran una pausa en la recolección de cabezas)
de beber un refresco bien frío, cuya fórmula mágica
él mismo proporcionaría.

Cuando los miembros de la Cámara, después de un breve
pero luminoso esfuerzo intelectual, se dieron cuenta de tales ventajas,
sintieron hervir su amor a la patria y en tres días promulgaron
un decreto exigiendo al pueblo que acelerara la producción de cabezas
reducidas.

Contados meses mas tarde, en el país de Mr. Taylor las cabezas
alcanzaron aquella popularidad que todos recordamos. Al principio eran
privilegio de las familias mas pudientes; pero la democracia es la democracia
y, nadie lo va a negar, en cuestión de semanas pudieron adquirirlas
hasta los mismos maestros de escuela.

Un hogar sin su correspondiente cabeza teníase por un hogar
fracasado. Pronto vinieron los coleccionistas y, con ellos, las contradicciones:
poseer diecisiete cabezas llegó a ser considerado de mal gusto;
pero era distinguido tener once. Se vulgarizaron tanto que los verdaderos
elegantes fueron perdiendo interes y ya sólo por excepción
adquirían alguna, si presentaba cualquier particularidad que la
salvara de lo vulgar. Una, muy rara, con bigotes prusianos, que perteneciera
en vida a un general bastante condecorado, fue obsequiada al Instituto
Danfeller, el que a su vez donó, como de rayo, tres y medio millones
de dolares para impulsar el desenvolvimiento de aquella manifestación
cultural, tan excitante, de los pueblos hispanoamericanos.

Mientras tanto, la tribu había progresado en tal forma que ya
contaba con una veredita alrededor del Palacio Legislativo. Por esa alegre
veredita paseaban los domingos y el Día de la Independencia los
miembros del Congreso, carraspeando, luciendo sus plumas, muy serios,
riéndose, en las bicicletas que les había obsequiado la
Compañía.

Pero, ¿que quieren? No todos los tiempos son buenos. Cuando
menos lo esperaban se presento la primera escasez de cabezas.

Entonces comenzó lo mas alegre de la fiesta.

Las meras defunciones resultaron ya insuficientes. El Ministro de Salud
Pública se sintió sincero, y una noche caliginosa, con la
luz apagada, despues de acariciarle un ratito el pecho como por no dejar,
le confesó a su mujer que se consideraba incapaz de elevar la mortalidad
a un nivel grato a los intereses de la Compañía, a lo que
ella le contestó que no se preocupara, que ya vería como
todo iba a salir bien, y que mejor se durmieran.

Para compensar esa deficiencia administrativa fue indispensable tomar
medidas heróicas y se estableció la pena de muerte en forma
rigurosa.

Los juristas se consultaron unos a otros y elevaron a la categoría
de delito, penado con la horca o el fusilamiento, según su gravedad,
hasta la falta más nimia.

Incluso las simples equivocaciones pasaron a ser hechos delictuosos.
Ejemplo: si en una conversación banal, alguien, por puro descuido,
decía "Hace mucho calor", y posteriormente podía comprobársele,
termómetro en mano, que en realidad el calor no era para tanto,
se le cobraba un pequeño impuesto y era pasado ahí mismo
por las armas, correspondiendo la cabeza a la Compañía y,
justo es decirlo, el tronco y las extremidades a los dolientes.

La legislación sobre las enfermedades ganeo inmediata resonancia
y fue muy comentada por el Cuerpo Diplomático y por las Cancillerías
de potencias amigas.

De acuerdo con esa memorable legislación, a los enfermos graves
se les concedían veinticuatro horas para poner en orden sus papeles
y morirse; pero si en este tiempo tenían suerte y lograban contagiar
a la familia, obtenían tantos plazos de un mes como parienes fueran
contaminados. Las víctimas de enfermadades leves y los simplemente
indispuestos merecían el desprecio de la patria y, en la calle,
cualquiera podía escupirle el rostro. Por primera vez en la historia
fue reconocida la importancia de los médicos (hubo varios candidatos
al premio Nobel) que no curaban a nadie. Fallecer se convirtió
en ejemplo del más exaltado patriotismo, no sólo en el orden,
sino en el más glorioso, en el continental.

Con el empuje que alcanzaron otras industrias subsidiarias (la de ataúdes,
en primer término, que floreció con la asistencia técnica
de la Compañía) el país entró, como se dice,
en un periodo de gran auge económico. Este impulso fue particularmente
comprobable en una nueva veredita florida, por la que paseaban, envueltas
en la melancolía de las doradas tardes de otoño, las señoras
de los diputados, cuyas lindas cabecitas decían que sí,
que sí, que todo estaba bien, cuando algún periodista solícito,
desde el otro lado, las saludaba sonriente sacándose el sombrero.

Al margen recordaré que uno de estos periodistas, quien en cierta
ocasión emitió un lluvioso estornudo que no pudo justificar,
fue acusado de extremista y llevado al paredón de fusilamiento.
Sólo después de su abnegado fin los académicos de
la lengua reconocieron que ese periodista era una de las más grandes
cabezas del país; pero una vez reducida quedó tan bien que
ni siquiera se notaba la diferencia.

¿Y Mr. Taylor? Para ese tiempo ya había sido designado
consejero particular del Presidente Constitucional. Ahora, y como ejemplo
de lo que puede el esfuerzo individual, contaba los miles por miles; mas
esto no le quitaba el sueño porque había leído en
el último tomo de las Obras completas de William G. Knight que
ser millonario no deshonra si no se desprecia a los pobres.

Creo que con ésta será la segunda vez que diga que no
todos los tiempos son buenos. Dada la prosperidad del negocio llegó
un momento en que del vecindario sólo iban quedando ya las autoridades
y sus señoras y los periodistas y sus señoras. Sin mucho
esfuerzo, el cerebro de Mr. Taylor discurrió que el único
remedio posible era fomentar la guerra con las tribus vecinas. ¿Por
qué no? El progreso.

Con la ayuda de unos cañoncitos, la primera tribu fue limpiamente
descabezada en escasos tres meses. Mr. Taylor saboreó la gloria
de extender sus dominios. Luego vino la segunda; después la tercera
y la cuarta y la quinta. El progreso se extendió con tanta rapidez
que llegó la hora en que, por más esfuerzos que realizaron
los técnicos, no fue posible encontrar tribus vecinas a quienes
hacer la guerra.

Fue el principio del fin.

Las vereditas empezaron a languidecer. Sólo de vez en cuando
se veía transitar por ellas a alguna señora, a algún
poeta laureado con su libro bajo el brazo. La maleza, de nuevo, se apoderó
de las dos, haciendo difícil y espinoso el delicado paso de las
damas. Con las cabezas, escasearon las bicicletas y casi desaparecieron
del todo los alegres saludos optimistas.

El fabricante de ataúdes estaba más triste y fúnebre
que nunca. Y todos sentían como si acabaran de recordar de un grato
sueño, de ese sueño formidable en que tú te encuentras
una bolsa repleta de monedas de oro y la pones debajo de la almohada y
sigues durmiendo y al día siguiente muy temprano, al despertar,
la buscas y te hallas con el vacío.

Sin embargo, penosamente, el negocio seguía sosteniéndose.
Pero ya se dormía con dificultad, por el temor a amanecer exportado.

En la patria de Mr. Taylor, por supuesto, la demanda era cada vez mayor.
Diariamente aparecían nuevos inventos, pero en el fondo nadie creía
en ellos y todo exigían las cabecitas hispanoamericanas.

Fue para la última crisis. Mr. Rolston, desesperado, pedía
y pedía más cabezas. A pesar de que las acciones de la Compañía
sufrieron un brusco descenso, Mr. Rolston estaba convencido de que su
sobrino haría algo que lo sacara de aquella situación.

Los embarques, antes diarios, disminuyeron a uno por mes, ya con cualquier
cosa, con cabezas de niño, de señoras, de diputados.

De repente cesaron del todo.

 

Un viernes áspero y gris de vuelta de la Bolsa, aturdido aún
por la gritería y por el lamentable espectáculo de pánico
que daban sus amigos, Mr. Rolston se decidió a saltar por la ventana
(en vez de usar el revólver, cuyo ruido lo hubiera llenado de terror)
cuando al abrir un paquete del correo se encontró con la cabecita
de Mr. Taylor, que le sonreía desde lejos, desde el fiero Amazonas,
con una sonrisa falsa de niño que parecía decir: "Perdón,
perdón, no lo vuelvo a hacer."

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