jueves, 26 de junio de 2008

El paseo repentino

Cuando por la noche uno parece haberse decidido terminantemente a quedarse en casa; se ha puesto una bata; después de la cena se ha sentado a la mesa iluminada, dispuesto a hacer aquel trabajo o a jugar aquel juego luego de terminado el cual habitualmente uno se va a dormir;

cuando afuera el tiempo es tan malo que lo más natural es quedarse en casa; cuando uno ya ha pasado tan largo rato sentado tranquilo a la mesa que irse provocaría el asombro de todos; cuando ya la escalera está oscura y la puerta de calle trancada;

y cuando entonces uno, a pesar de todo esto, presa de una repentina desazón, se cambia la bata; aparece en seguida vestido de calle; explica que tiene que salir, y además lo hace después de despedirse rápidamente;

cuando uno cree haber dado a entender mayor o menor disgusto de acuerdo con la celeridad con que ha cerrado la casa dando un portazo; cuando en la calle uno se reencuentra, dueño de miembros que responden con una especial movilidad a esta libertad ya inesperada que uno les ha conseguido;

cuando mediante esta sola decisión uno siente concentrada en sí toda la capacidad determinativa; cuando uno, otorgando al hecho una mayor importancia que la habitual, se da cuenta de que tiene más fuerza para provocar y soportar el más rápido cambio que necesidad de hacerlo, y cuando uno va así corriendo por las largas calles, entonces uno, por esa noche, se ha separado completamente de su familia, que se va escurriendo hacia la insustancialidad, mientras uno, completamente denso, negro de tan preciso, golpeándose los muslos por detrás, se yergue en su verdadera estatura.

Todo esto se intensifica aún más si a estas altas horas de la noche uno se dirige a casa de un amigo para saber cómo le va.

Franz Kafka

El mal vidriero

POEMAS EN PROSA


Hay naturalezas puramente contemplativas, impropias totalmente para la acción, que, sin embargo, merced a un impulso misterioso y desconocido, actúan en ocasiones con rapidez de que se hubieran creído incapaces.

El que, temeroso de que el portero le dé una noticia triste, se pasa una hora rondando su puerta sin atreverse a volver a casa; el que conserva quince días una carta sin abrirla o no se resigna hasta pasados seis meses a dar un paso necesario desde un año antes, llegan a sentirse alguna vez precipitados bruscamente a la acción por una fuerza irresistible, como la flecha de un arco.

El moralista y el médico, que pretenden saberlo todo, no pueden explicarse de dónde les viene a las almas perezosas y voluptuosas tan súbita y loca energía, y cómo, incapaces de llevar a término lo más sencillo y necesario, hallan en determinado momento un valor de lujo para ejecutar los actos más absurdos y aun los más peligrosos.

Un amigo mío, el más inofensivo soñador que haya existido jamás, prendió una vez fuego a un bosque, para ver, según decía, si el fuego se propagaba con tanta facilidad como suele afirmarse.

Diez veces seguidas fracasó el experimento; pero a la undécima hubo de salir demasiado bien. Otro encenderá un cigarro junto a un barril de pólvora, para ver, para saber, para tentar al destino, para forzarse a una prueba de energía, para dárselas de jugador, para conocer los placeres de la ansiedad, por nada, por capricho, por falta de quehacer.

Es una especie de energía que mana del aburrimiento y de la divagación; y aquellos en quien tan francamente se manifiesta suelen ser, como dije, las criaturas más indolentes, las más soñadoras.

Otro, tímido hasta el punto de bajar los ojos aun ante la mirada de los hombres, hasta el punto de tener que echar mano de toda su pobre voluntad para entrar en un café o pasar por la taquilla de un teatro, en que los taquilleros le parecen investidos de una majestad de Minos, Eaco y Radamanto, echará bruscamente
los brazos al cuello a un anciano que pase junto a él, y le besará con entusiasmo delante del gentío asombrado...

¿Por qué? ¿Por qué..., porque aquella fisonomía le fue irresistiblemente simpática? Quizá; pero es más legítimo suponer que ni él mismo sabe por qué. Más de una vez he sido yo víctima de ataques e impulsos semejantes, que nos autorizan a creer que unos demonios maliciosos se nos meten dentro y nos mandan hacer, sin que nos demos cuenta, sus más absurdas voluntades. Una mañana me levanté desapacible, triste, cansado de ocio y movido, según me parecía, a llevar a cabo algo grande, una acción de brillo. Abrí la ventana.

¡Ay de mí! (Observad, os lo ruego, que el espíritu de mixtificación, que en ciertas personas no es resultante de trabajo o combinación alguna, sino de inspiración fortuita, participa en mucho, aunque sólo sea por el ardor del deseo, del humor, histérico al decir de los médicos, satánico según los que piensan un poco mejor que los médicos, que nos mueve sin resistencia a multitud de acciones peligrosas e inconvenientes.)

La primera persona que vi en la calle fue un vidriero, cuyo pregón, penetrante, discordante, subió hacia mí a través de la densa y sucia atmósfera parisiense. Imposible me sería, por lo demás, decir por qué me acometió, para con aquel pobre hombre, un odio tan súbito como despótico.

«¡Eh, eh! -le grité que subiese-. Entretanto reflexionaba, no sin cierta alegría, que, como el cuarto estaba en el sexto piso y la escalera era harto estrecha, el hombre haría su ascensión no sin trabajo y darían más de un tropezón las puntas de su frágil mercancía.

Presentose al cabo: examiné curiosamente todos sus vidrios y le dije: «¿Cómo?
¿No tiene cristales de colores? ¿Cristales rosa, rojos, azules; cristales mágicos, cristales de paraíso? ¿Habrá imprudencia?
¿Y se atreve a pasear por los barrios pobres sin tener siquiera cristales que hagan ver la vida bella? Y le empujé vivamente a la escalera, donde, gruñendo, dio un traspiés.

Me llegué al balcón y me apoderé de una maceta chica, y cuando él salió del portal dejé caer perpendicularmente mi máquina de guerra encima del borde posterior de sus ganchos, y derribado por el choque, se le acabó de romper bajo las espaldas toda su mezquina mercancía ambulante, con el estallido de un palacio de cristal partido por el rayo. Y embriagado por mi locura, le grité furioso:
«¡La vida bella, la vida bella!»

Tales chanzas nerviosas no dejan de tener peligro y suelen pagarse caras.
Pero ¡qué le importa la condenación eterna a quien halló en un segundo lo infinito del goce!

de Charles Baudelaire

El loco

de Guy de Maupassant


Cuando murió presidía uno de los más altos tribunales de Justicia de Francia y era conocido en el resto por su trayectoria ejemplar. Se había ganado el profundo respeto de abogados, fiscales y jueces, que se inclinaban ante su elevada figura de rostro grave, pálido y enjuto y mirada penetrante.

Su única preocupación había consistido en perseguir a los criminales y defender a los más débiles. Los asesinos y los estafadores le tenían por su peor enemigo, ya que parecía ser capaz de leer sus pensamientos y adivinar las intenciones que ocultaban en los rincones más oscuros de sus almas.

Su muerte, a la edad de 82 años, había provocado una sucesión de homenajes y el pesar de todo un pueblo. Había sido escoltado hasta su tumba por soldados vestidos con pantalones rojos, e ilustres magistrados habían derramado sobre su ataúd lágrimas que parecían sinceras.

Sin embargo, poco después de su entierro, el notario descubrió un estremecedor documento en el escritorio donde solía guardar los sumarios de sus grandes casos. Su primera hoja estaba encabezada por el título: «¿POR QUÉ?».

* * *

20 de junio de 1851. Acabo de dictar sentencia. ¡He condenado a muerte a Blondel! Me pregunto por qué mató este hombre a sus cinco hijos. ¿Por qué? Uno se encuentra a menudo con personas para quienes el hecho de quitar la vida a otra parece suponer un placer. Sí, debe de ser un placer, quizá el mayor de todos. ¿Acaso matar no es lo que más se asemeja a crear? ¡Hacer y destruir! La historia del mundo, la historia del universo, todo lo que existe... absolutamente todo se resume en estas dos palabras. ¿Por qué es tan embriagador matar?

25 de junio. Un ser vive, anda, corre... ¿Un ser? ¿Qué es un ser? Es una cosa animada que contiene el principio del movimiento y una voluntad que dirige este principio. Pero esa cosa acaba convirtiéndose en nada. Sus pies carecen de raíces que los sujeten al suelo. Constituye un grano de vida que se mueve separado de la tierra; un grano de vida, procedente de un lugar que desconozco, que puede ser destruido por deseo de cualquiera. Entonces ya no es nada. Nada. Desaparece; se acaba.

26 de junio. ¿Por qué es un crimen matar? ¿Por qué, si es la ley suprema de la Naturaleza? Todos los seres tienen esta misión: matar para vivir y vivir para matar. Nuestra propia condición está sujeta a este hecho. Las bestias matan continuamente, durante todos los instantes de cada uno de los días de su vida. El hombre mata para alimentarse; pero, como también necesita matar por puro placer, ha inventado la caza. El niño mata a los insectos, a los pajaritos... a todos los animalillos que caen en sus manos. Todo ello no basta para calmar la irresistible necesidad que todos sentimos. Matar animales no es suficiente para nosotros; necesitamos también matar personas. Las civilizaciones antiguas satisfacían su ansia con sacrificios humanos. Hoy, vivir en sociedad nos ha obligado a convertir el asesinato en un grave delito y, como no podemos entregarnos libremente a este instinto natural, cada cierto tiempo desencadenamos una guerra para calmarlo. Así, todo un pueblo se dedica a aplastar a otro en un derroche de sangre que hace perder la cabeza a los ejércitos y que embriaga también a la población civil: mujeres y niños, que a la luz de las velas, leen por la noche el exaltado relato de las matanzas.

Sería lógico suponer que se desprecia a los que elegimos para llevar a cabo estas carnicerías. Pues bien, por el contrario, les tributamos homenaje y les cubrimos de honores. Se les engalana con resplandecientes vestiduras de oro y se atavían con sombreros de plumas. Les otorgamos títulos, cruces, recompensas de todo tipo. Son admirados por las mujeres y respetados y aplaudidos por las multitudes... sólo porque su misión consiste en derramar sangre humana! Desfilan por las calles con sus herramientas de muerte mientras el ciudadano común, vestido de oscuro, los contempla con envidia. Matar es la ley suprema que la Naturaleza ha impreso en el corazón de cada ser. No hay nada tan bello y honorable como matar!

30 de junio. Matar es la gran ley. La Naturaleza ama la juventud eterna y nos empuja a acabar con la vida sin que apenas nos demos cuenta. En cada una de sus manifestaciones parece apremiarnos gritando: «¡Rápido! ¡Rápido!». A medida que destruye se va renovando.

2 de julio. ¿Qué es el ser? Todo y nada. A través del pensamiento es el reflejo de todo. A través de la memoria y de la ciencia es un resumen del mundo, porque guarda en sí la historia de éste. Como espejo de las cosas y reflejo de los hechos, cada ser humano se convierte en un universo dentro del Universo. Pero al viajar y contemplar la diversidad de las etnias el hombre se convierte en nada. ¡Ya no es nada! Desde la cumbre de una montaña no es posible distinguirlo. Cuando el barco se aleja de la orilla, plagada por la muchedumbre, sólo se divisa la costa. El ser es tan pequeño, tan insignificante, que desaparece. Cruzad Europa en un tren rápido. Al mirar por la ventanilla veréis hombres, hombres, siempre hombres; hombres innumerables y desconocidos que hormiguean por las calles, que hormiguean por los campos, mujeres despreciables cuyo único cometido se limita a parir y dar la comida al macho y estúpidos campesinos que sólo saben destripar terrones.

Viajad a China o a la India. Allí también veréis agitarse a miles de millones de seres, que nacen, viven y mueren sin dejar otra huella que la de un insecto aplastado sobre el polvo de un camino. Id a las tierras de los negros, alojados en cabañas de barro, y a las de los árabes, cobijados bajo una lona parda que ondea al viento. Comprenderéis que el ser aislado, el individuo, no es nada. Nada. A estos pueblos, que son sabios, no les inquieta la muerte. Para ellos el hombre no significa nada. Matan a sus enemigos sin piedad; es la guerra. Hace tiempo nosotros hacíamos lo mismo de provincia en provincia, de mansión en mansión.

Atravesad el mundo y comprobad cómo hormiguean los humanos, innumerables y desconocidos. ¿Desconocidos? ¡Esta es la clave del problema! Matar constituye un crimen porque los seres están numerados. Cuando nacen se les da un nombre, se les registra, se les bautiza. ¡De eso se trata! La Ley los posee. El ser que no está inscrito no cuenta. Matadlo en el desierto o en el páramo; matadlo en la montaña o en la llanura. ¿Qué importa? La Naturaleza ama la muerte. ¡Ella no castiga!

Lo que, sin duda, es sagrado, es el Registro Civil. Él es quien defiende al individuo. El ser se convierte en sagrado cuando es inscrito en el Registro. Respetad al Dios legal. ¡Poneos de rodillas ante el Registro Civil!

Al Estado le está permitido matar porque tiene derecho a modificar el Registro Civil. Cuando sacrifica a doscientos mil hombres en una guerra, los borra del Registro; sus escribanos, sencillamente, los suprimen. Acaban con ellos. Pero nosotros debemos respetar la vida; no podemos cambiar los libros de los ayuntamientos. ¡Yo te saludo, Registro Civil, divinidad gloriosa que reinas en los templos de los municipios! Eres más poderoso que la Naturaleza. ¡Ja, ja, ja!

3 de julio. Matar debe ser un extraño y maravilloso placer: tener delante de uno a un ser vivo capaz de pensar; hacerle un agujerito, sólo uno; ver como mana por él la sangre roja, que transporta la vida, y ya no tener delante más que un montón de carne inerte y fría, vacía de pensamientos.

5 de agosto. Me he pasado la vida juzgando y condenando, matando con mis palabras y con la guillotina a quienes habían asesinado con un cuchillo. ¡Yo! Si yo hiciera lo mismo que todos los hombres a quienes he castigado, ¿quién lo descubriría?

10 de agosto. Nadie lo sabría jamás. ¿Acaso sospecharían de mí, de mí, si elijo a un ser al que no tengo el menor interés en hacer desaparecer?

15 de agosto. La tentación ha penetrado en mí reptando como un gusano y se pasea por todo mi cuerpo. Se pasea por mi cabeza, que no piensa más que en matar; se pasea por mis ojos, que necesitan contemplar la sangre y ver morir; se pasea por mis oídos, que no dejan de escuchar algo terrible y desgarrador: el último grito de un ser; se pasea por mis piernas, que anhelan dirigirse al lugar donde ocurrirá; se pasea por mis manos, que tiemblan por la necesidad de matar.

¡Cuán extraordinario tiene que ser, tan propio de un hombre libre, dueño de su corazón, que está por encima de los demás y busca sensaciones refinadas!

22 de agosto. Ya no podía esperar más. He matado un animalito para ensayar, sólo para empezar.

Jean, mi criado, tenía un jilguero encerrado en una jaula que estaba colgada en la ventana de la cocina. Le he mandado a hacer un recado y he aprovechado su ausencia para coger al pájaro. Lo he aprisionado con mi mano; sentía latir su corazón. Estaba caliente. Después he subido a mi cuarto. De vez en cuando apretaba con más fuerza al pajarito; su corazón latía más deprisa. Era tan atroz como delicioso. He estado a punto de ahogarlo, pero no habría visto su sangre.

He cogido unas tijeritas de uñas y, con suavidad, le he cortado el cuello de tres tijeretazos. Abría el pico desesperadamente, tratando de respirar. Intentaba escapar, pero yo lo sujetaba con fuerza. ¡Vaya si lo sujetaba! ¡Habría sido capaz de sujetar a un dogo furioso! Por fin he visto correr la sangre. ¡Qué hermosa es la sangre roja, brillante, viva! La hubiera bebido con gusto. He mojado en ella la punta de mi lengua. Tiene un sabor agradable. ¡Pero el pobre jilguero tenía tan poca! No he tenido tiempo de disfrutar del espectáculo tanto como me hubiera gustado. Tiene que ser soberbio ver desangrarse a un toro.

Para terminar, he hecho lo mismo que los asesinos de verdad: he lavado las tijeras, me he enjuagado las manos y he tirado toda el agua. Después he llevado el cadáver al jardín para ocultarlo. Lo he enterrado debajo de una mata de fresas. Nunca lo encontrarán. Todos los días comeré un fruto de esa planta. ¡Uno puede disfrutar realmente de la vida si sabe cómo hacerlo!

Mi criado ha lamentado la pérdida del pajarito. Cree que se ha escapado. ¿Cómo va a sospechar de mi? ¡Ja, ja, ja!

25 de agosto. ¡Necesito matar a una persona! ¡Tengo que hacerlo!

30 de agosto. Ya lo he hecho. ¡Qué poca cosa!

Había ido a pasear por el bosque de Vernes. Caminaba sin pensar en nada cuando, de repente, ha aparecido en el camino un chiquillo que iba comiéndose una tostada con mantequilla.

Se ha detenido para verme pasar y me ha saludado: «¡Hola, señor Presidente!».

En mi cabeza ha aparecido una idea muy clara: «¿Y si lo mato?».

Le he preguntado:

_¿Estás solo, muchacho?

_Sí, señor.

¿Completamente solo en el bosque?

_Sí, señor.

Los deseos de matarlo me han embriagado como el vino. Me he acercado a él con sigilo, pensando que iba a tratar de huir. Lo he agarrado por la garganta y he apretado, he apretado con todas mis fuerzas. Me ha mirado aterrorizado con unos ojos espantosos. ¡Qué ojos! Eran muy redondos, profundos... ¡terribles! Jamás había experimentado una sensación tan brutal... pero tan breve. Sus manecitas se aferraban a mis puños mientras su cuerpo se retorcía. He seguido apretando hasta que ha quedado inmóvil.

Mi corazón latía con tanta fuerza como el del pájaro. He arrojado su cuerpo a la cuneta y lo he cubierto con hierbas.

Al volver a casa he cenado bien. ¡Qué poca cosa! Me sentía alegre, ligero, rejuvenecido. Después he pasado la velada en casa del prefecto. Todos los que allí se encontraban han juzgado mi conversación muy ingeniosa.

¡Pero no he visto la sangre! Aún no estoy tranquilo.

30 de agosto. Han descubierto el cadáver y buscan al asesino. ¡Ja, ja, ja!

1 de septiembre. Han detenido a dos vagabundos; pero no tienen pruebas.

2 de septiembre. Han venido a verme los padres llorando. ¡Ja,ja,ja!

6 de octubre. No se ha descubierto nada. Suponen que algún merodeador habrá cometido el crimen. ¡Ja, ja, ja! Estoy seguro de que estaría más tranquilo si hubiera visto correr la sangre.

18 de octubre. El ansia de matar sigue envenenándome. Es comparable con los delirios de amor que nos torturan a los 20 años.

20 de octubre. Otro más. Caminaba por la orilla del río después de almorzar. Era mediodía. Bajo un sauce dormía un pescador. En un campo cercano, sembrado de patatas, había una azada. Parecía que alguien la había dejado allí expresamente para mí.

La he cogido, me he acercado, la he levantado como si se tratase de una maza y con el filo, de un solo golpe, le he partido la cabeza al pescador. ¡Oh! ¡Este sí que sangraba! Era una sangre muy roja que, mezclada con sus sesos, se deslizaba muy suavemente hacia el agua. Me he marchado sin que nadie me viera y con toda tranquilidad. ¡Yo habría sido un asesino excelente!

25 de octubre. Todo el mundo comenta el caso del pescador. Se acusa a su sobrino, que estaba pescando con él.

26 de octubre. El juez instructor del caso asegura que el sobrino es culpable. En la ciudad todo el mundo lo cree. ¡Ja, ja, ja!

27 de octubre. El sobrino se defiende muy mal. Afirma que había ido al pueblo a comprar pan y queso. Jura que mataron a su tío durante su ausencia. ¿Quién va a creerle?

28 de octubre. Han mareado tanto al sobrino que ha estado a punto de confesarse culpable. ¡Ja, ja, ja! ¡Vaya con la Justicia!

15 de noviembre. Tienen pruebas abrumadoras contra el sobrino. Era el único heredero de su tío. Yo presidiré el tribunal.

25 de enero. ¡A muerte! ¡A muerte! ¡Le he condenado a muerte! ¡Ja, ja, ja! El fiscal habló como un ángel. ¡Ja, ja, ja! Uno más. Asistiré a su ejecución.

18 de marzo. Se acabó. Lo han guillotinado esta mañana. ¡Bien muerto está! Me ocasionó un grato placer. ¡Qué bello es ver cómo le cortan la cabeza a un hombre! La sangre ha brotado como una marea. Si hubiera podido, me habría bañado en ella. ¡Oh, qué maravilla tenderme debajo, dejar que empape mi rostro y mi cabello y levantarme teñido de rojo! ¡Si supieran...!

Pero ahora debo esperar. Puedo hacerlo. Cualquier descuido o imprudencia podría delatarme.

* * *

El manuscrito tenía muchas más páginas; pero ninguna de ellas relataba un nuevo asesinato.


Los psiquiatras que lo han estudiado aseguran que en el mundo existen muchos locos ignorados, tan hábiles y temibles como este monstruoso lunático.

El espejo

de Pedro Prado

Cada vez que me observaba en un espejo recibía una impresión extraña.

- Ahí te tienes, me decía.

- Pero ¿acaso soy tan sencillo como todo eso? me preguntaba.

Aquella imagen opaca, impenetrable, parecía tan ajena a mi mismo, como si fuese la figura de otro.

Por fin, una noche descubrí el verdadero espejo.

Sobre el jardín envuelto en sombras, bajaba el pálido fulgor de las estrellas.

En los cristales de la ventana veía reflejada la luz de la lampara y mi actitud pensativa. Pero a través de mi imagen pude observar la arena de los senderos, los macizos de rosas que florecían en mitad de mi pecho, las estrellas lejanas que brillaban en mi cabeza.

Pensé haber encontrado un buen espejo.

Aquella mi sombra, atravesada por franjas de arena, por rosales florecidos, por astros distantes, hablaba, con extraordinaria claridad, del origen de nuestro cuerpo y de las tendencias que llenan al espíritu humano.

[De La casa abandonada]

El Cerebro del Agente de Policía

de Alfred Jarry


Sin duda se recordará este reciente y lamentable asunto: al ser practicada la autopsia, se halló la caja craneana de un agente de policía vacía de todo rastro de cerebro y rellena, en cambio, de diarios viejos. La opinión pública se conmovió y asombró por lo que fue calificado de macabra mistificación. Estamos también dolorosamente conmovidos, pero de ninguna manera asombrados.
No vemos por qué se esperaba descubrir otra cosa que la que se ha descubierto efectivamente en el cráneo del agente de policía. La difusión de las noticias impresas es una de las glorias de este siglo de progreso; en todo caso, no queda duda de que esta mercadería es menos rara que la sustancia cerebral. ¿A quién de nosotros no le ha ocurrido infinitamente más a menudo tener en las manos un diario, viejo o del día, antes que una parcela, aunque fuera pequeña, de cerebro de agente de policía? Con mayor razón, sería ocioso exigir de esas oscuras y mal remuneradas víctimas del deber que, ante el primer requerimiento, puedan presentar un cerebro entero. Y, por otra parte, el hecho está allí: eran diarios.
El resultado de esta autopsia no dejará de provocar un saludable terror en el ánimo de los malhechores. De aquí en más, ¿cuál será el atracador o el bandido que vaya a arriesgarse a hacerse saltar la tapa de su propio cerebro por un adversario que, por su parte, se expone a un daño tan anodino como el que puede producir una aguja de ropavejero en un tacho de basuras? Quizás, a algunos demasiado escrupulosos pueda parecerles en cierta manera desleal recurrir a semejantes subterfugios para defender a la sociedad. Pero deberán reflexionar que tan noble función no conoce subterfugios.
Sería un deplorable abuso acusar a la Prefectura de Policía. No negamos a esta administración el derecho de munir de papel a sus agentes. Sabemos que nuestros padres marcharon contra el enemigo calzados con borceguíes también de papel y no ha de ser eso lo que nos impida clamar indomable y eternamente, si es necesario, por la Revancha. Pretendemos solamente examinar cuáles eran los diarios de que estaba confeccionado el cerebro del agente de policía.
Aquí se entristecen el moralista y hombre culto. ¡Ah!, eran La Gaudriole, el último número de Fin de Siécle y una cantidad de publicaciones algo más que frívolas algunas de ellas traídas dé Bélgica de contrabando.
He ahí algo que aclara ciertos actos de la policía, hasta hoy inexplicables, especialmente los que causaron la muerte de héroe de este asunto. Nuestro hombre quiso, si recordamos bien, detener por exceso de velocidad al conductor de un coche que se hallaba estacionado, y el cochero, queriendo corregir su infracción, sólo atinó, lógicamente, a hacer retroceder su coche. De allí la peligrosa caída del agente, que se hallaba detrás. No obstante, recobró sus fuerzas, luego de unos días de reposo, pero, al ser intimado a recobrar al mismo tiempo su puesto de servicio, murió repentinamente.
La responsabilidad de tales hechos atañe indudablemente a la incuria de la administración policial, que en adelante controle mejor la composición de los lóbulos cerebrales de sus agentes, que la verifique, si es menester, por trepanación, previa a todo nombramiento definitivo; que la pericia médico-legal sólo encuentre en sus cráneos... No digamos una colección de La Revue Blanche y de Le Cri de Paris, lo cual sería prematuro en una primera reforma; tampoco nuestras obras completas: a ello se opone nuestra natural modestia, tanto más que esos agentes, encargados de velar por el reposo de los ciudadanos, constituirían más bien un peligro público con la cabeza así rellenada. He aquí algunas de las obras recomendables en nuestra opinión para el uso; 1) El Código Penal, 2) Un plano de las calles de París, con la nomenclatura de los distritos, el cual coronaría el conjunto y representaría agradablemente, con su división geográfica, un simulacro de circunvoluciones cerebrales: se lo consultaría sin peligro para su portador por medio de una lupa, fijada luego de la trepanación; 3) un reducido número de tomos del gran diccionario de Policía, si nos arriesgamos a prejuzgar por su nombre: La Rousse y sobre todo, una rigurosa selección de opúsculos de los miembros más notorios de la Liga contra el abuso de tabaco.

El caso de la señorita Amelia

de Rubén Darío


Que el doctor Z es ilustre, elocuente, conquistador; que su voz es profunda y vibrante al mismo tiempo, y su gesto avasallador y misterioso, sobre todo después de la publicación de su obra sobre La plástica de ensueño, quizás podríais negármelo o aceptármelo con restricción; pero que su calva es única, insigne, hermosa, solemne, lírica si gustáis, ¡oh, eso nunca, estoy seguro! ¿Cómo negaríais la luz del sol, el aroma de las rosas y las propiedades narcóticas de ciertos versos? Pues bien; esta noche pasada poco después de que saludamos el toque de las doce con una salva de doce taponazos del más legítimo Roederer, en el precioso comedor rococó de ese sibarita de judío que se llama Lowensteinger, la calva del doctor alzaba aureolada de orgullo, su bruñido orbe de marfil, sobre el cual, por un capricho de la luz, se veían sobre el cristal de un espejo las llamas de dos bujías que formaban, no sé cómo, algo así como los cuernos luminosos de Moisés. El doctor enderezaba hacia mí sus grandes gestos y sus sabias palabras. Yo había soltado de mis labios, casi siempre silenciosos, una frase banal cualquiera. Por ejemplo, ésta:

—¡Oh, si el tiempo pudiera detenerse!

La mirada que el doctor me dirigió y la clase de sonrisa que decoró su boca después de oír mi exclamación, confieso que hubiera turbado a cualquiera.

—Caballero— me dijo saboreando el champaña—; si yo no estuviese completamente desilusionado de la juventud; si no supiese que todos los que hoy empezáis a vivir estáis ya muertos, es decir, muertos del alma, sin fe, sino entusiasmo, sin ideales, canosos por dentro; que no sois si no máscaras de vida, nada más... sí, si no supiese eso, si viese en vos algo más que un hombre de fin de siglo, os diría que esa frase que acabáis de pronunciar: «¡Oh, si el tiempo pudiera detenerse!», tiene en mi la respuesta más satisfactoria.

—¡Doctor!

—Sí, os repito que vuestro escepticismo me impide hablar, como hubiera hecho en otra ocasión.

—Creo— contesté con voz firme y serena—en Dios y su Iglesia. Creo en los milagros. Creo en lo sobrenatural.

—En ese caso, voy a contaros algo que os hará sonreír. Mi narración espero que os hará pensar.

En el comedor habíamos quedado cuatro convidados, a más de Minna, la hija del dueño de casa; el periodista Riquet, el abate Pureau, recién enviado por Hirch, el doctor y yo. A lo lejos oíamos en la alegría de los salones de palabrería usual de la hora primera del año nuevo: Happy new year! Happy new year! ¡Feliz año nuevo!

El doctor continuó:

—¿Quién es el sabio que se atreve a decir esto es así? Nada se sabe. Ignoramus et ignorabimus. ¿Quién conoce a punto fijo la noción del tiempo? ¿Quién sabe con seguridad lo que es el espacio? Va la ciencia a tanteo, caminando como una ciega, y juzga a veces que ha vencido cuando logra advertir un vago reflejo de la luz verdadera. Nadie ha podido desprender de su círculo uniforme la culebra simbólica. Desde el tres veces más grande, el Hermes, hasta nuestros días, la mano humana ha podido apenas alzar una línea del manto que cubre a la eterna Isis. Nada ha logrado saberse con absoluta seguridad en las tres grandes expresiones de la Naturaleza: hechos, leyes, principios. Yo que he intentado profundizar en el inmenso campo del misterio, he perdido casi todas mis ilusiones.

Yo que he sido llamado sabio en Academias ilustres y libros voluminosos; yo que he consagrado toda mi vida al estudio de la humanidad, sus orígenes y sus fines; yo que he penetrado en la cábala, en el ocultismo y en la teosofía, que he pasado del plano material del sabio al plano astral del mágico y al plano espiritual del mago, que sé cómo obraba Apolonio el Thianense y Paracelso, y que he ayudado en su laboratorio en nuestros días, al inglés Crookes; yo que ahondé en el Karma búdhico y en el misticismo cristiano, y sé al mismo tiempo la ciencia desconocida de los fakires y la teología de los sacerdotes romanos, yo os digo que no hemos visto los sabios ni un solo rayo de la luz suprema, y que la inmensidad y la eternidad del misterio forman la única y pavorosa verdad.

Y dirigiéndose a mi:

—¿Sabéis cuáles son los principios del hombre? Grupa, jiba, linga, shakira, kama, rupa, manas, buddhi, atma, es decir: el cuerpo, la fuerza vital, el cuerpo astral, el alma animal, el alma humana, la fuerza espiritual y la esencia espiritual...

Viendo a Minna poner una cara un tanto desolada, me atreví a interrumpir al doctor:

—Me parece ibais a demostrarnos que el tiempo...

—Y bien —dijo—, puesto que no os complacen las disertaciones por prólogo, vamos al cuento que debo contaros, y es el siguiente:

Hace veintitrés años, conocí en Buenos Aires a la familia Revall, cuyo fundador, un excelente caballero francés, ejerció un cargo consular en tiempo de Rosas. Nuestras casas eran vecinas, era yo joven y entusiasta, y las tres señoritas Revall hubieran podido hacer competencia a las tres Gracias. De más está decir que muy pocas chispas fueron necesarias para encender una hoguera de amor...

Amooor, pronunciaba el sabio obeso, con el pulgar de la diestra metido en la bolsa del chaleco, y tamborileando sobre su potente abdomen con los dedos ágiles y regordetes, y continuó:

—Puedo confesar francamente que no tenia predilección por ninguna, y que Luz, Josefina y Amelia ocupaban en mi corazón el mismo lugar. El mismo, tal vez no; pues los dulces al par que ardientes ojos de Amelia, su alegre y roja risa, su picardía infantil... diré que era ella mi preferida. Era la menor; tenia doce años apenas, y yo ya había pasado de los treinta. Por tal motivo, y por ser la chicuela de carácter travieso y jovial, tratábala yo como niña que era, y entre las otras dos repartía mis miradas incendiarias, mis suspiros, mis apretones de manos y hasta mis serias promesas de matrimonio, en una, os lo confieso, atroz y culpable bigamia de pasión. ¡Pero la chiquilla Amelia!... Sucedía que, cuando yo llegaba a la casa, era ella quien primero corría a recibirme, llena de sonrisas y zalamerías: «¿Y mis bombones?». He aquí la pregunta sacramental. Yo me sentaba regocijado, después de mis correctos saludos, y colmaba las manos de la niña de ricos caramelos de rosas y de deliciosas grajeas de chocolate, las cuales, ella, a plena boca, saboreaba con una sonora música palatinal, lingual y dental. El porqué de mi apego a aquella muchachita de vestido a media pierna y de ojos lindos, no os lo podré explicar; pero es el caso que, cuando por causa de mis estudios tuve que dejar Buenos Aires, fingí alguna emoción al despedirme de Luz que me miraba con anchos ojos doloridos y sentimentales; di un falso apretón de manos a Josefina, que tenía entre los dientes, por no llorar, un pañuelo de batista, y en la frente de Amelia incrusté un beso, el más puro y el más encendido, el más casto y el más puro y el más encendido, el más casto y el más ardiente ¡qué sé yo! de todos los que he dado en mi vida. Y salí en barco para Calcuta, ni más ni menos que como vuestro querido y admirado general Mansilla cuando fue a Oriente, lleno de juventud y de sonoras y flamantes esterlinas de oro. Iba yo, sediento ya de las ciencias ocultas, a estudiar entre los mahatmas de la India lo que la pobre ciencia occidental no puede enseñarnos todavía. La amistad epistolar que mantenía con madame Blavatsky, habíame abierto ancho campo en el país de los fakires, y más de un gurú, que conocía mi sed de saber, se encontraba dispuesto a conducirme por buen camino a la fuente sagrada de la verdad, y si es cierto que mis labios creyeron saciarse en sus frescas aguas diamantinas, mi sed no se pudo aplacar. Busqué, busqué con tesón lo que mis ojos ansiaban contemplar, el Keherpas de Zoroastro, el Kalep persa, el Kovei-Khan de la filosofía india, el archoeno de Paracelso, el limbuz de Swedenborg; oí la palabra de los monjes budhistas en medio de las florestas del Thibet; estudié los diez sephiroth de la Kabala, desde el que simboliza el espacio sin límites hasta el que, llamado Malkuth, encierra el principio de la vida. Estudié el espíritu, el aire, el agua, el fuego, la altura, la profundidad, el Oriente, el Occidente, el Norte y el Mediodía; y llegué casi a comprender y aun a conocer íntimamente a Satán, Lucifer, Astharot, Beelzebutt, Asmodeo, Belphegor, Mabema, Lilith, Adrameleh y Baal. En mis ansias de comprensión; en mi insaciable deseo de sabiduría; cuando juzgaba haber llegado al logro de mis ambiciones, encontraba los signos de mi debilidad y las manifestaciones de mi pobreza, y estas ideas, Dios, el espacio, el tiempo formaban la más impenetrable bruma delante de mis pupilas... Viajé por Asia, África, Europa y América. Ayudé al coronel Olcott a fundar la rama teosófica de Nueva York. Y a todo esto recalcó de súbito al doctor, mirando fijamente a la rubia Minna— ¿sabéis lo que es la ciencia y la inmortalidad de todo? ¡Un par de ojos azules... o negros!

—¿Y el fin del cuento? — gimió dulcemente la señorita.

—Juro, señores, que lo que estoy refiriendo es de un absoluta verdad. ¿El fin del cuento? Hace apenas una semana he vuelto a la Argentina, después de veintitrés años de ausencia. He vuelto gordo bastante gordo, y calvo como una rodilla; pero en mi corazón he mantenido ardiente el fuego del amor, la vestal de los solterones. Y, por tanto, lo primero que hice fue indagar el paradero de la familia Revall. «¡Las Revall —dijeron—, las del caso de Amelia Revall», y estas palabras acompañadas con una especial sonrisa. Llegué a sospechar que la pobre Amelia, la pobre chiquilla... Y buscando, buscando, di con la casa. Al entrar, fui recibido por un criado negro y viejo, que llevó mi tarjeta, y me hizo pasar a una sala donde todo tenia un vago tinte de tristeza. En las paredes, los espejos estaban cubiertos con velos de luto, y dos grandes retratos, en los cuales reconocía a las dos hermanas mayores, se miraban melancólicos y oscuros sobre el piano. A pocos Luz y Josefina:

—¡Oh amigo mío? oh amigo mío!

Nada más. Luego, una conversación llena de reticencias y de timideces, de palabras entrecortadas y de sonrisas de inteligencia tristes, muy tristes. Por todo lo que logré entender, vine a quedar en que ambas no se habían casado. En cuanto a Amelia, no me atreví a preguntar nada... Quizá mi pregunta llegaría a aquellos pobres seres, como una amarga ironía, a recordar tal vez una irremediable desgracia y una deshonra... en esto vi llegar saltando a una niña, cuyo cuerpo y rostro eran iguales en todo a los de mi pobre Amelia. Se dirigió a mi, y con su misma voz exclamó:

—¿Y mis bombones?

Yo no hallé qué decir.

Las dos hermanas se miraban pálidas, pálidas y movían la cabeza desoladamente...

Mascullando una despedida y haciendo una zurda genuflexión, salí a la calle, como perseguido por algún soplo extraño. Luego lo he sabido todo. La niña que yo creía fruto de un amor culpable es Amelia, la misma que yo dejé hace veintitrés años, la cual se ha quedado en la infancia, ha contenido su carrera vital. Se ha detenido para ella el reloj del Tiempo, en una hora señalada ¡quién sabe con qué designio del desconocido Dios!

El doctor Z era en este momento todo calvo...

El bosque

de Pedro Prado

Con el viento, los arboles cantan una triste despedida:

" Cuando el hombre llegue con el fuego y el hacha, no nos será posible huir. Uno a uno recibiremos todos el inmenso suplicio. Los robles gigantes, las pataguas que florecen blancas y olorosas campanas, el coigüe airoso, el oculto guaguan que embalsama la selva, y otros cien, darán una sola y compacta ceniza, con la gloria de las hojas verdes.

" Va el hombre a destrozar el corazón de la selva para colocar el suyo. Juzgad ¡oh, tierra impasible que sustentas a unos y a otros! Juzgad ¡oh, vientos que traéis las nubes, y nubes cómo flotaría la santidad sobre la tierra si, como él, en fuerza de su anhelo constante, fueran capaces de atraer y consumirse en el rayo de los cielos.

" En mil años de crecimiento invisible, en mil años de una constancia de que no es capaz vuestra vida efímera, soportando la crudeza de mil inviernos y la esperanza de mil primaveras, hemos formado la maravillosa hermosura de una solidaridad que jamas alcanzareis vosotros.

" Alzad los ojos y ved! Ved cómo cada cual siente que los brazos de los que le rodeanpenetran hasta su corazón y cómo cada cual hunde sus ramas en el corazón de los vecinos."

[De La casa abandonada]

El bigote

de Guy de Maupassant


Una dama de la nobleza, hace toda una apología del bigote, argumentando las excelencias de este cúmulo de pelos sobre el labio, en las actitudes galantes, amorosas y viriles de los hombres de Francia.


Castillo de Solles, lunes 30 de julio de 1883.

Querida Lucía, nada nuevo. Vivimos en el salón viendo como cae la lluvia. No se puede salir con este tiempo horroroso; entonces hacemos teatro. Que estúpidas son, querida, las obras de teatro del repertorio actual. Todo es forzado, todo es grosero, pesado. Las bromas impactan como las balas de cañón, rompiéndolo todo. Ni rastro de espíritu, de naturalidad, ningún humor, ninguna elegancia. Estos literatos por cierto no saben nada del mundo. Ignoran por completo como pensamos y como hablamos nosotros. Tolero perfectamente que desprecien nuestras costumbres, nuestras convenciones y nuestros modales, pero no les permito en absoluto que no los conozcan. Para ser finos, hacen juegos de palabras que podrían servir para alegrar un cuartel militar; para ser joviales nos sirven un ingenio que han debido cosechar en las alturas del bulevar exterior, en esas cervecerías llenas de artistas en las que se repiten, desde hace cincuenta años, las mismas paradojas de estudiante.

En fin, hacemos teatro. Como sólo somos dos mujeres, mi marido desempeña los papeles de doncella, y para ello se afeitó. No te imaginas, querida Lucía, que cambiado está, ya no lo reconozco... ni de día ni de noche. Si no dejase crecer enseguida su bigote creo que le sería infiel, de tanto que me disgusta así.

En serio, un hombre sin bigote deja de ser un hombre. No me gusta mucho la barba que casi siempre da un aspecto desaliñado, pero el bigote, ¡ay, el bigote!, se hace imprescindible en una fisonomía viril. No, nunca podrías imaginar cuán útil resulta para la vista y... las relaciones entre esposos este pequeño cepillo de vello en el labio. Se me han ocurrido un montón de reflexiones sobre este tema que apenas me atrevo a contarte por escrito. Te las diré de buena gana... en voz baja. Pero las palabras que expresan ciertas cosas son tan difíciles de encontrar, y algunas palabras insustituibles, resultan tan feas sobre el papel, que no puedo escribirlas. Y además, el tema es tan complejo, tan delicado, tan escabroso, que necesitaría una ciencia infinita para abordarlo sin peligro.

¡En fin! da igual si no me entiendes. Y además, querida, procura leer entre líneas.

Sí, cuando mi marido me llegó afeitado, enseguida supe que jamás sentiría debilidad por un comediante, ni por un predicador, aunque fuese el padre Didon, el más seductor de todos. Y cuando más tarde estuve a solas con él (mi marido), fue mucho peor. ¡Oh! querida Lucía, nunca te dejes besar por un hombre sin bigote; sus besos no tienen ningún sabor, ninguno, ninguno! ya no tiene ese encanto, esa suavidad y esa...pimienta, sí, esa pimienta del auténtico beso. El bigote es su guindilla.

Imagínate que te apliquen en el labio un pergamino seco...o húmedo. Esa es la caricia del hombre afeitado. Desde luego ya no merece la pena.

¿De dónde viene pues la seducción del bigote, me preguntarás? ¿Acaso lo sé?

Primero te produce un delicioso cosquilleo. Te roza la boca y sientes un escalofrío agradable por todo el cuerpo, hasta la punta de los pies. Es él el que acaricia, el que estremece y sobresalta la piel, el que otorga a los nervios esa vibración exquisita que te arranca ese pequeño "¡Ah!", como si una tuviese mucho frío.

¡Y en el cuello! Sí, ¿has sentido alguna vez un bigote en tu cuello? Eso te embriaga y te crispa, te baja por la espalda, te llega hasta la punta de los dedos. Te retuerces, mueves los hombros, echas la cabeza hacia atrás. Una desearía huir y quedarse; ¡es adorable e irritante! ¡Pero qué sensación tan agradable!

Hay más todavía...¡de verdad, ya no me atrevo! Un marido que te quiere del todo sabe encontrar un montón de recónditos lugares donde esconder sus besos, de los cuales una no se percataría nunca sola. Pues bien, sin bigote esos besos también pierden mucho de su sabor; ¡sin contar que se vuelven casi indecentes! Explícalo como puedas. En cuanto a mí, ésta es la razón que lo justifica. Un labio sin bigote está igual de desnudo que un cuerpo sin ropa; y, la ropa siempre hace falta, muy poca si tú quieres, ¡pero es necesaria!

El Creador (no me atrevo a escribir otra palabra al hablar de estas cosas), el Creador tuvo el detalle de velar todos los amparos de nuestra carne donde tenía que esconderse el amor. Una boca afeitada se me parece a un bosque talado alrededor de alguna fuente a donde se va a comer y dormir.

Eso me recuerda una frase (de un político) que desde hace tres meses me está dando vueltas en la cabeza.

Mi marido, que lee los periódicos, me leyó, una noche, un discurso singular de nuestro ministro de agricultura que se llamaba entonces el Señor Méline, ¿habrá sido sustituido por otro? Lo ignoro.

No estaba escuchando, pero el nombre de Méline me llamó la atención. Me recordó, no sé muy bien porqué, las escenas de la vida de Bohemia. Creí que se trataba de una modistilla. Así fue cómo memoricé unos fragmentos de este discurso. Entonces el Señor Méline les hacía a los habitantes de Amiens, creo, esta declaración cuyo significado llevaba buscando hasta la fecha: "No hay patriotismo sin agricultura". Pues ese significado, lo he hallado hace un rato; y he de confesarte que no hay amor sin bigote. Cuando uno lo dice de este modo suena raro, ¿verdad?.

¡No hay amor sin bigote!.

"No hay patriotismo sin agricultura", afirmaba el Señor Méline; y tenía razón ese ministro, ¡ahora lo entiendo!

Desde otro punto de vista, el bigote es esencial. Determina la fisonomía. Te da un semblante dulce, tierno, violento, de rudo, de golfo, ¡de atrevido! El hombre barbudo, realmente barbudo, el que lleva todo el pelo (¡oh!, ¡qué palabra más fea!) en las mejillas no tiene finura en la cara, pues quedan ocultos sus rasgos; y la forma de la mandíbula y del mentón revelan muchas cosas a quien sabe ver. El hombre con bigote conserva su aspecto propio y su elegancia al mismo tiempo.

¡Y que variados son esos bigotes! Tanto son solapados, rizados, como coquetos. ¡Estos parecen querer a las mujeres por encima de todo!

Tanto son puntiagudos, como agujas, amenazadores. Éstos prefieren el vino, los caballos y las batallas.

Tanto son enormes, caídos, espantosos. Éstos enormes suelen disimular un carácter excelente, una bondad que linda con la debilidad y una dulzura que se confunde con la timidez.

Además, lo que primero me encanta del bigote es que sea francés, muy francés. Procede de nuestros padres los galos y luego perduró como señal de nuestro carácter nacional.

Es fanfarrón, galante y bravo. Se empapa graciosamente de vino y sabe reír con elegancia, mientras que las anchas mandíbulas barbudas son pesadas en todo lo que hacen.

Por cierto, me acuerdo de una cosa por la que lloré con fuerza y que me hizo también, ahora me doy cuenta de ello amar el bigote en los labios de los hombres.

Fue durante la guerra, en casa de papá. Era jovencita por aquel entonces. Un día hubo un combate cerca del castillo. Llevaba toda la mañana oyendo cañonazos y disparos, y por la noche un coronel alemán entró y se instaló en nuestra casa. Luego, al día siguiente se marchó. Fueron a avisar a mi padre de que había muchos muertos en los campos. Los mandó traer a casa para enterrarlos juntos. Los tumbaban a lo largo de la gran avenida de abetos, por ambos lados, a medida que iban llegando; y como empezaban a oler mal, se les echaba tierra en el cuerpo mientras se esperaba a que hubieran cavado la fosa común. De este modo ya no se veía más que sus cabezas que parecían salir del suelo, igual de amarillas, con sus ojos cerrados. Quise verlos; pero cuando descubrí aquellas dos largas líneas de horribles caras, pensé que iba a perder el sentido; y me puse a examinarlas, una tras otra, procurando adivinar lo que habían sido esos hombres.

Los uniformes estaban enterrados, ocultos bajo la tierra, y sin embargo de repente, sí querida, de repente reconocí a los franceses, ¡por su bigote!

Unos se habían afeitado el día mismo del combate, ¡como si hubiesen querido ser coquetos hasta el último momento!. No obstante, su barba había crecido un poco, pues sabes que la barba sigue creciendo aún después de la muerte. Otros parecían tenerla de ocho días, pero todos al fin llevaban el bigote francés, muy distinto, el orgulloso bigote, que parecía estar diciendo: "No me confundas con mi vecino barbudo, pequeña, soy de los tuyos". Y lloré, ¡oh!, lloré mucho más que si no los hubiese reconocido de esta manera, a esos pobres muertos.

Hice mal en contarte esto. Ahora estoy triste y me siento incapaz de charlar por más tiempo.

Venga, adiós, querida Lucía. Te envío un abrazo con toda mi alma. ¡Viva el bigote!

Jeanne.

El base ball en Cuba

de Julian del Casal



Nada más raro, en nuestros tiempos, que la aparición de un libro sencillo, empapado de sana alegría y escrito al correr de la pluma cuyas páginas sirven para desarrugar los ceños más adustos, entreabrir los labios más serios y disipar las brumas melancólicas que difunden en el espíritu las miserias de la vida, ya se contemplen en su asquerosa desnudez, ya al través de las hojas de Jos modernos libros pesimistas.
La desaparición de las antiguas creencias, el hastío que enerva los ánimos, las inquietudes abrumadoras de lo porvenir, el amor desenfrenado de la gloria y las sutilezas de los análisis psicológicos, saturan de profunda tristeza las obras maestras de la literatura contemporánea, hasta el punto de que Edmundo de Goncourt, lo mismo que sus numerosos discípulos, ha llegado a asegurar, por la pluma exquisita de la eminente escritora gallega Emilia Pardo Bazán, «que una persona sana y robusta no es capaz de sentir la calentura de la inspiración y que para crear algo artístico es necesario encontrarse bastante enfermo».
Aunque soy el más incansable lector de esta clase de libros, donde la pintura de las pasiones humanas, hecha con frases sutiles, coloreadas y armoniosas, deslumbra la imaginación,enardece los sentidos y perturba el sistema nervioso del que los lee, como las emanaciones de un río engendran la fiebre en el organismo que las aspira: he leído, en breves horas, sin detenerme un momento, ni aun para encender un cigarro, las páginas encantadoras del folleto que óstenla su nombre al frente de estas líneas, escrito por uno de mis mejores amigos, que es también uno de los más fecundos, amenos y discretos escritores de la última generación.
Después de pasado el prólogo del doctor Benjamín de Céspedes -un gran literato entre los médicos y un gran médico entre los literatos-, que viene a ser en las primeras páginas del folleto, por la amargura de su tono y la elevación de sus ideas, una especie de telón negro que oculta un escenario de circo, donde su admira la destreza de los acróbatas, se, óstenla la robustez de los músculos y se provocan las agudezas del payaso; el espíritu del lector se inicia en los secretos del complicado juego de pelota; conoce su origen, su desarrollo y sus consecuencias, comprende las causas de su popularidad y se promete asistir al primer desafio.
El entusiasmo de los jóvenes que se escapan de las aulas para ir a la práctica; las figuras de los jugadores, ya sean del bando azul, ya de! bando rojo; las desavenencias entre los partidarios de distintos clubs; el efecto que produce la concurrencia que asiste al espectáculo; las mil peripecias del juego; los gestos y chillidos de las turbas apiñadas en los escaños; los comentarios que se hacen al terminar la fiesta, en las calles, y en los cafés; todo está muy bien presentado en párrafos sencillos, desnudos de galas retóricas y salpicados de chistes originales, porque el autor escribe de prisa, sin rebuscar sus ideas ni peinar su estilo, del mismo modo que el pájaro canta, el astro alumbra y la flor perfuma.
Una vez abierto el libro, no se puede soltar de las manos. El chiste culto, ligero y espiritual corre, piquetea y estalla en cada línea, con cualquier pretexto y con pasmosa facilidad ya de una frase cogida al vuelo, ya de un incidente dolorosamente cómico. confundiéndose todos en una alegría encantadora y reconfortante a la vez, análoga a la que despierta el sonido de los cascabeles agitados en ruidoso baile de máscaras.
Después de dar las gracias al autor por el buen rato que me ha proporcionado la lectura de su primer libro, cuyos ejemplares el público se encargará de consumir, no por mis elogios sino por su verdadero mérito; réstame suplicar al donoso escritor que me perdone en su futuro libro, de ciego que merezco por estas incorrectas líneas. ¿Me lo perdonará?

La Discusión, 28 de noviembre de 1889.

El último de los tres Espíritus

de Charles Dickens



El Fantasma se aproximaba con paso lento, grave y silencioso. Cuando llegó a Scrooge, éste dobló la rodilla, pues el Espíritu parecía esparcir a su alrededor, en el aire que atravesaba, tristeza y misterio.

Le envolvía una vestidura negra, que le ocultaba la cabeza, la cara y todo el cuerpo, dejando solamente visible una de sus manos extendida. Pero, además de esto, hubiera sido difícil distinguir su figura en medio de la noche y hacerla destacar de la completa obscuridad que la rodeaba.

Reconoció Scrooge que el Espectro era alto y majestuoso cuando le vio a su lado, y entonces sintió , que su misteriosa presencia le llenaba de un temor solemne. No supo nada más, porque el Espíritu ni hablaba ni se movía.

-¿Estoy en presencia del Espectro de la Navidad venidera? -dijo Scrooge.

El Espíritu no respondió, pero continuó con la mano extendida.

-Vais a mostrarme las sombras de las cosas que no han sucedido, pero que sucederán en el tiempo venidero ---continuó Scrooge-, ¿no es así, Espíritu?

La parte superior de la vestidura se contrajo un instante en sus pliegues, como si el Espíritu hubiera inclinado la cabeza. Fue la sola respuesta que recibió.

Aunque habituado ya al trato de los espectros, Scrooge experimentó tal miedo ante la sombra silenciosa, que le temblaron las piernas y apenas podía sostenerse en pie cuando se disponía a seguirle. El Espíritu se detuvo un momento observando su estado, como si quisiera darle tiempo para reponerse.

Pero ello fue peor para Scrooge. Estremecióse con un vago terror al pensar que tras aquella sombría mortaja estaban los ojos del Fantasma intensamente fijos en él, y que, a pesar de todos sus esfuerzos, sólo podía ver una mano espectral y una gran masa negra.

-¡Espectro del futuro ---exclamó-, .os tengo más miedo que a ninguno de los espectros que he visto! Pero como sé que vuestro propósito es procurar mi bien y como espero ser un hombre diferente de lo que he sido, estoy dispuesto a acompañaros con el corazón agradecido. ¿No queréis hablarme?

Silencio. La mano seguía extendida hacia adelante.

-¡Guiadme! -dijo ,Scrooge-. ¡Guiadme! La noche avanza rápidamente, y sé que es un precioso tiempo para mí. ¡Guiadme, Espíritu!

El Fantasma se alejó igual que había llegado. Scrooge le siguió en la sombra de su vestidura, que según pensó, levantábale y llevábale con ella.

Apenas pareció que entraron en la ciudad, pues más bien se creería que ésta surgió alrededor de ellos, circundándolos con su propio movimiento. Sin embargo, hallábanse en el corazón de la ciudad, en la Bolsa, entre los negociantes, que marchaban apresuradamente de aquí para allá, haciendo sonar las monedas en el bolsillo, conversando en grupos, mirando sus relojes, jugando pensativamente con sus áureos dijes, etc, como Scrooge les había visto con frecuencia.

El Espíritu se detuvo frente a un pequeño grupo de negociantes. Observando Scrooge que su mano indicaba aquella dirección, se adelantó para escuchar lo que hablaban.

-No -decía un hombre grueso y alto, de barbilla monstruosa-; no sé más acerca de ello;sólo sé que ha muerto.

-¿Cuándo ha muerto? -inquirió otro.

-Creo que anoche.

-¡Cómo! ¿Pues qué le ha ocurrido?- preguntó un tercero, tomando una gran porción de tabaco de una enorme tabaquera-. Yo creí que no iba a morir nunca.

-Sólo Díos lo sabe -dijo el primero bostezando.

-¿Qué ha hecho de su dinero? -preguntó un caballero de faz rubicunda con una excrescencia que le colgaba de la punta de la nariz y que ondulaba como las carúnculas de un pavo.

-No lo he oído decir --dijo el hombre de la enorme barbilla bostezando de nuevo-. Quizá se lo haya dejado a su sociedad. A mí no me lo ha dejada, es todo lo que sé.

Esta broma fue acogida con una carcajada general.

-Es probable que sean modestísimas las exequias -dijo el mismo interlocutor-, pues, por mi vida, no conozco a nadie que asista a ellas. ¿Vamos a ír nosotros sin invitación?

-No tengo inconveniente. si hay merienda -observó el caballero de la. excrescencia en la nariz-, pero si voy tienen que darme de comer.

Otra carcajada.

-Bueno; después de todo, yo soy el más desinteresado de todos vosotros -dijo el que habló primeramente-. pues nunca gasto guantes negros ni meriendo; pero estoy dispuesto a ir si alguno viene conmigo. Cuando pienso en ello, no estoy completamente seguro de no haber sido su mejor amigo, pues acostumbrábamos detenernos a hablar siempre que nos encontrábamos. ¡Adiós, señores!

Los que hablaban y los que escuchaban se dispersaron, mezclándose con otros grupos. Scrooge los conocía. y miró al Espíritu en busca de una explicación.

El Fantasma deslizóse en una calle. Su dedo señalaba a dos individuos que se encontraron. Scrooge escuchó de nuevo, pensando que allí se hallaría la explicación.

También a aquellos hombres los conocía perfectamente. Eran dos negociantes riquísimos y muy importantes. Siempre se había ufanado de ser muy estimado por ellos, desde el punto de vista de los negocios, se entiende, estrictamente desde el punto de vista de los negocios.

-¿Cómo estáis? -dijo uno. -¿Cómo estáis? -replicó el otro.

-Bien --dijo el primero-. A1 fin el viejo tiene lo suyo, ¿eh?

-Eso he oído -contestó el otro-. Hace frío. ¿verdad?

-Lo propio de la época de Navidad. Supongo que no sois patinador.

-No, no. Tengo otra cosa en que pensar. ¿Buenos días!

Ni una palabra más. Tales fueron su encuentro, su conversación y su despedida.

A1 principio estuvo Scrooge a punto de sorprenderse de que el Espíritu diese importancia a conversaciones tan triviales en apariencia; pero, íntimamente convencido de que debían tener un significado oculto, se puso a reflexionar cuál podría ser. Apenas se les podía suponer alguna relación con la muerte de Jacob, su viejo consocio, pues ésta pertenecía al pasado, y el punto de partida de este Espectro era el porvenir. Ni podía pensar en otro inmediatamente relacionado con él a quien se le pudiera aplicar. Pero como, sin duda, a quienquiera que se le aplicaren, encerraban una lección secreta dirigida a su provecho, resolvió tener en cuenta cuidadosamente toda palabra que oyera y toda cosa que viese, y especialmente observar su propia imagen cuando apareciera, pues tenía la esperanza de que la conducta de su futuro ser le daría la clave que necesitaba para hacerle fácil la solución del enigma.

Miró a todos lados en aquel lugar buscando su propia imagen; pero otro hombre ocupaba su rincón habitual, y aunque el reloj señalaba la hora en que él acostumbraba estar allí, no vio a nadie que se le pareciese entre la multitud que se oprimía bajo el porche.

Ello le sorprendió poco, sin embargo, pues había resuelto cambiar de vida: y pensaba y esperaba que su ausencia era una prueba de que sus nacientes resoluciones empezaban a ponerse en práctica.

Inmóvil, sombrío, el Fantasma permanecía a su lado con la mano extendida. Cuando Scrooge salió de su ensimismamiento, imagínóse, por el movimiento de la mano y su situación respecto a él, que los ojos invisibles estaban mirándole fijamente, y le recorrió un escalofrío.

Dejaron el teatro de los negocios y se dirigieron a una parte obscura de la ciudad, donde Scrooge no había entrado nunca, aunque conocía su situación y su mala fama. Los caminos eran sucios y estrechos; las tiendas y las casas, miserables; los habitantes, medio desnudos, borrachos, mal calzados, horrorosos. Callejuelas y pasadizos sombríos, como otras tantas alcantarillas, vomitaban sus olores repugnantes, sus inmundicias y sus habitantes en aquel laberinto de. calles; y toda aquella parte respiraba crimen, suciedad y miseria.

En el fondo de aquella guarida infame había una tienda bajísima de techo, bajo el tejado de un sobradillo, donde se compraban hierros, trapos viejos, botellas, huesos y restos de comidas. En el interior, y sobre el suelo, se amontonaban llaves enmohecidas. clavos, cadenas. goznes, limas, platillos de balanza, pesos y toda clase de hierros inútiles. Misterios que a pocas personas hubiera agradado investigar se ocultaban bajo aquellos montones de harapos repugnantes, aquella grasa corrompida y aquellos sepulcros de huesos. Sentado en medio de sus mercancías, junto a un brasero de ladrillos viejos, un bribón de cabellos blanqueados por sus setenta años, defendido del viento exterior con una cortina fétida compuesta de pedazos de trapo de todos colores y clases colgados de un bramante, fumaba su pipa saboreando la voluptuosidad de su apacible retiro.

Scxooge y el fantasma llegaron ante aquel hombre en el momento en que una mujer cargada con un enorme envoltorio se deslizaba en la tienda. Apenas había entrado, cuando otra mujer, cargada de igual modo, entró a continuación; seguida de cerca por un hombre vestido de negro desvaído, cuya sorpresa no fue menor a la vista de las dos mujeres que la que ellas experimentaron al reconocerse una a otra. Después de un momento de muda estupefacción, de la que había participado el hombre de la pipa, soltaron los tres una carcajada.

-¿Que la jornalera pase primeramente? -exclamó la que había entrado al principio-. La segunda será la planchadora y el tercero el hombre de la funeraria. Mirad, viejo Joe, qué casualidad. ¡Cualquiera diría que nos habíamos citado aquí los tres!

-No podíais haber elegido mejor sitio -dijo el viejo quitándose la pipa de la boca-. Entrad a la sala. Hace mucho tiempo que tenéis aquí la entrada libre, y los otros dos tampoco son personas extrañas. Aguardad que cierre la puerta de la tienda. ¡Ah, cómo cruje! No creo que haya aquí hierros más mohosos que sus goznes, así como tampoco hay aquí, estoy .seguro, huesos más viejos que los míos. ¡Ja, ja! Todos nosotros estamos. en armonía con nuestra profesión y de acuerdo. Entrad a la sala, entrad a la sala.

La sala era el espacio separado de la tienda por la cortina de harapos. El viejo removió la lumbre con un pedazo de hierro procedente de una barandilla, y después de reavivar la humosa lámpara (pues era de noche) con el tubo de la pipa, se volvió a poner ésta en la boca.

Mientras lo hizo, la mujer que ya había hablado arrojó el envoltorio al suelo y se sentó en un taburete en actitud descarada, poniéndose los codos sobre las rodillas y lanzando a los otros dos una mirada de desafío.

-Y bien, ¿Qué? ¿Qué hay, señora Dilber? -dijo la mujer-. Cada uno tiene derecho a pensar en sí mismo. ¡El siempre lo hizo así!

-Es verdad, efectivamente --dijo la planchadora-. Más que él, nadie.

-¿Por qué, pues, ponéis esa cara, como si tuvierais miedo, mujer? Supongo que los lobos no se muerden unos a otros.

-¿Claro que no! -dijeron a la vez, la señora Dilber y el viejo-. Debemos esperar que sea así. -Entonces, muy bien -exclamó la mujer-.

Eso basta. ¿A quién se perjudica con insignificancias como éstas? No será el muerto, me figuro.

-¡Claro que no¡ -dijo la señora Dilber riendo. -Si necesitaba conservarlas después de morir, el viejo avaro --continuó la mujer-, ¿por qué no ha hecho en vida lo que todo el mundo? No tenía más que haberse proporcionado quien le cuidara cuando la muerte se lo llevó, en vez de permanecer aislado de todos al exhalar el último suspiro.

-Nunca se dijo mayor verdad -repuso la señora Dílber-. Tiene lo que merece.

-Yo desearía que le ocurriera algo más -replicó la mujer-; y otra cosa habría sido, podéis creerme, si me hubiera sido posible poner las manos en cosa de más valor. Abrid ese envoltorio, Joe, y decidme cuánto vale. Hablad con franqueza. No tengo miedo de ser la primera, ni me importa que lo vean. Antes de encontrarnos aquí, ya sabíamos bien, me figuro, que estábamos haciendo nuestro negocio. No hay nada malo en ello. Abrid el envoltorio, Joe.

Pero la galantería de sus amigos no lo permitió, y el hombre del traje negro desvaído, rompiendo el fuego, mostró su botín. No era considerable: un sello o dos, un lapicero, dos botones de manga, un alfiler de poco valor, y nada más. Todas esas cosas fueron examinadas separadamente y avaluadas por et viejo, que escribió con tiza en la pared las cantidades que estaba dispuesto a dar por cada una, haciendo la suma cuando vio que no había ningún otro objeto.

-Esta es vuestra cuenta ---dijo-, y no daría un penique más, aunque me quemaran a fuego lento por no darlo. ¿Quién sigue?

Seguía la señora Dilber. Sábanas y toallas, servilletas, un traje usado, dos antiguas cucharillas de plata, unas pinzas para azúcar y algunas botas. Su cuenta le fue hecha igualmente en la pared.

-Siempre doy demasiado a las señoras. Es una de mis flaquezas, y de ese modo me arruino -dijo el viejo-. Aquí está vuestra cuenta. Si me pedís un penique más, o discutís la cantidad, puedo arrepentirme de mi esplendidez y rebajar medía corona.

-Y ahora deshaced mi envoltorio, Joe -dijo la primera mujer.

Joe se puso de rodillas para abrirlo con más facilidad, y después de deshacer un gran número de nudos; sacó una pesada pieza de tela obscura.

-¿Cómo llamáis a esto? -dijo-. Cortinas de alcoba.

-¿Ah! -respondió la mujer riendo e inclinándose sobre sus brazos cruzados-. ¡Cortinas de alcoba! -No es posible que las hayáis quitado. con anillas y todo, estando todavía sobre el lecho -dijo el viejo.

-Pues sí -replicó la mujer-. ¿Por qué no? -Habéis nacido para hacer fortuna -dijo el viejo- y seguramente la haréis.

-En verdad os aseguro, Joe -replicó la mujer tranquilamente-, que cuando tenga a mi alcance alguna cosa, no retiraré de ella la mano por consideración a un hombre como ése. Ahora, no dejéis caer el aceite sobre las mantas.

-¿Las mantas de él? -preguntó Joe.

-¿De quién creéis que iban a ser? -replicó la mujer-. Me atrevo a decir que no se enfriará por no tenerlas.

-Me figuro que no habrá muerto de enfermedad contagiosa. ¿eh? -dijo el viejo suspendiendo la tarea y alzando los ojos.

-No tengáis miedo -replicó la mujer-. No me agradaba su compañía hasta el punto de estar a su lado por tales pequeñeces, si hubiera habido el menor peligro. ¿Ah! Podéis mirar esa camisa hasta que os duelan los ojos, y no veréis en ella ni un agujero ni un zurcido. Esa es la mejor que tenía y es una buena camisa. A no ser por mí, la habrían derrochado.

-¿A qué llamáis derrochar una camisa? -preguntó Joe.

--Quiero decir que, seguramente, le habrían amortajado con ella -replicó la mujer, riendo-. Alguien fue lo bastante imbécil para hacerlo, pero yo se la quité otra vez. Sí la tela de algodón no sirve para tal objeto, no sirve para nada. Es a propósito para cubrir un cuerpo. No puede estar más feo de ese modo que con esta camisa.

Scrooge escuchaba este diálogo con horror. Conforme se hallaban los interlocutores agrupados en torno de su presa, a la escasa luz de la lámpara del viejo: le producían una sensación de odio y de disgusto, que no habría sido mayor aunque hubiera visto obscenos demonios regateando el precio del propio cadáver.

-¡Ja, ja! -rió la misma mujer cuando Joe, sacando un talego de franela lleno de dinero, contó en el suelo la cantidad que correspondía a cada uno-. No termina mal, ¿veis? Durante su vida ahuyentó a todos de su lado para proporcionarnos ganancias después de muerto. ¡Ja, ja, ja !

-¿Espíritu? ---dijo Scrooge, estremeciéndose de píes a cabeza-. Ya veo, ya veo. El caso de ese desgraciado puede ser el mío. A eso conduce una vida como la mía. ¡Dios misericordioso! ¿Qué es esto?

Retrocedió lleno de terror, pues la escena había cambiado y Scrooge casi tocaba un lecho: un lecho desnudo, sin cortinas, sobre el cual, cubierto por un trapo, yacía algo que, aunque mudo, se revelaba con terrible lenguaje.

El cuarto estaba muy obscuro, demasiado obscuro para poder observarle con alguita exactitud, aunque Scrooge, obediente a un impulso secreto, miraba a todos lados, ansioso por saber qué clase de habitación era aquélla. Una luz pálida, que llegaba del exterior, caía directamente sobre el lecho, en el cual yacía e1 cuerpo de aquel hombre despojado, robado, abandonado por todo el mundo, sin nadie que le velara y sin nadie que llorara por él.

Scrooge miró hacia el Fantasma, cuya rígida mano indicaba la cabeza del muerto. El paño qué la cubría hallábase puesto con tal descuido, que el más ligero movimiento, el de un dedo, habría descubierto la cara. Pensó Scrooge en ello, veía cuán fácil era hacerlo y sentía el deseo de hacerlo: pero tan poco poder tenía para quitar aquel velo como para arrojar de su lado al Espectro.

-¡Oh, fría. fría. rígida, espantosa muerte! ¡Levanta aquí tu altar y vístelo con todos los terrores de que dispones, pues estás en tu dominio! Pero cuando es una cabeza amada, respetada y honrada, no puedes hacer favorable a tus terribles designios un solo cabello ni hacer odiosa una de sus facciones. No es que la mano pierda su pesantez y no caiga al abandonarla; no es que el corazón y el pulso dejen de estar inmóviles: pero la mano fue abierta, generosa y leal; el corazón, bravo, ferviente y tierno; y el pulso. de un hombre. ¡Golpea, muerte, golpea! ¡Y mira las buenas acciones que brotan de la herida y caen en el mundo como simiente de vida inmortal!

Ninguna voz pronunció tales .palabras en los oídos de Scrooge, pero las oyó al mirar el lecho. Y pensó: "Si este hombre pudiera revivir, ¿cuáles serían sus pensamientos primitivos? ¿La avaricia, la dureza de corazón, la preocupación del dinero? ¿Tales cosas le han conducido, verdaderamente, a buen fin? Yace en esta casa desierta y sombría, donde no hay un hombre, una mujer o un niño que diga: "fue cariñoso para mí en esto o en aquello. y en recuerdo de una palabra amable seré cariñoso para él". Un gato arañaba la puerta. y bajo la piedra del hogar se oía un ruido de ratas que roían. ¿Qué iban a buscar en aquel cuarto fúnebre y por qué estaban tan inquietas y turbulentas? Scrooge no se atrevió a pensar en ello.

-¡Espíritu --dijo-, da miedo estar aquí! Al abandonar este lugar no olvidaré sus enseñanzas, os lo aseguro. ¡Vámonos!

El Espectro seguía mostrándole la cabeza del cadáver con su dedo inmóvil.

--Os comprendo -replicó Scrooge-, y lo haría si pudiera. Pero me es imposible, Espíritu, me es imposible.

El Espectro pareció mirarle de nuevo.

-Sí hay en la ciudad alguien a quien emocione la muerte de ese hombre -dijo Scrooge, agonizante-, mostradme esa persona, Espíritu, os lo suplico.

El Fantasma extendió un momento su sombría vestidura ante él, como un ala; después, volviendo a plegarla, mostróle una habitación alumbrada por la luz del día, donde estaba una madre con sus hijos.

Aguardaba a alguien con ansiosa inquietud, pues iba de un lado a otro por la habitación. se estremecía al menor ruido, miraba por la ventana, consultaba el reloj, trataba, pero inútilmente, de manejar la aguja, y no podía aguantar las voces de los niños en sus juegos.

Al fin se oyó en la puerta el golpe esperado tanto tiempo; se precipitó a la puerta y encontróse con su

marido, cuyo rostro estaba ajado y abatido por la preocupación, aunque era joven. En aquel momento mostraba una expresión notable: un placer triste que le causaba vergüenza y que se esforzaba en reprimir.

Sentóse para comer el almuerzo preparado para él junto al fuego, y cuando ella le preguntó débilmente qué noticias había (lo que no hizo sino después de un largo silencio). pareció cohibido de responder.

-¿Son buenas o malas? -dijo para ayudarle.

-Malas -respondió.

-¿Estamos completamente arruinados?

-No. Aun hay esperanzas, Carolina.

-Si se conmueve -dijo ella asombrada-, si tal milagro se realizara, no se habrían perdido las esperanzas.

-Ya no puede conmoverse -dijo el marido-, porque ha muerto.

Era aquella mujer una dulce y paciente criatura. a juzgar por su rostro; pero su alma se llenó de gratitud al oír aquello, y así lo expresó juntando las manos.

Un momento después pedía perdón a Dios y se mostraba afligida: pero el primer movimiento salió del corazón.

-Lo que me dijo aquella mujer medio ebria, de quien te hablé anoche, cuando intenté verle para obtener un plazo de una semana, y lo que creí un pretexto para no recibirme, es la pura verdad; no sólo estaba muy enfermo, sino agonizando.

-¿Y a quién se transmitirá nuestra deuda? -No lo sé. Pero antes de ese tiempo tendremos ya el dinero: y aunque no lo tuviéramos, sería tener muy mala suerte encontrar en su sucesor un acreedor tan implacable como él. ¡Esta noche podemos dormir `tranquilos, Carolina!

Sí. Sus corazones se sentían aliviados de un gran peso. Las caras de los niños. agrupados a su alrededor para oír lo que tan mal comprendían, brillaban más: la muerte de aquel hombre llevaba un poco de dicha a aquel hogar. La única emoción que el Espectro pudo mostrar a Scrooge con motivo de aquel suceso fue una emoción de placer.

-Espíritu, permitidme ver alguna ternura relacionada con la muerte --dijo Scrooge-: si no, la sombría habitación que abandonamos hace poco estará siempre en mi recuerdo.

El Fantasma le condujo a través de varías calles que le eran familiares: a medida que marchaban. Scrooge miraba a todas partes en busca de su propia imagen, pero en ningún sitio conseguía verla. Entraron en casa del pobre Bob Cratchít, la habitación que habían visitado anteriormente, y hallaron a la madre y a los niños sentados alrededor de la lumbre.

Tranquilos. Muy tranquilos. Los ruidosos Cratchit pequeños se hallaban en un rincón, quietos como estatuas, sentados y con la mirada fija en Pedro, que tenía un libro abierto delante de él. La madre y sus hijas se ocupaban en coser. Toda la familia estaba muy tranquila.

"Y tomó a un niño y le puso en medio de ellos." ¿Dónde había oído Scrooge aquellas palabras? No las había soñado. El niño debía de haberlas leído en voz alta cuando él y el Espíritu cruzaban el umbral. ¿Por qué no seguía la lectura?

La madre dejó su labor sobre la mesa y se cubrió la cara con las manos.

-El color de esta tela me hace daño en los ojos ---dijo.

¿El color? ¡Ah, pobre Tíny Tim!

-Ahora están mejor --dijo la mujer de Cratchit-. La luz artificial les perjudica, y por nada del mundo quisiera que cuando venga vuestro padre vea que tengo los ojos malos. Ya no debe tardar, a la hora que es.

-Ya ha pasado la hora ---contestó Pedro cerrando el libro-. Pero creo que hace unas cuantas noches anda algo más despacio que de costumbre, madre.

Volvieron a quedar en silencio. A1 fin dijo la madre con voz firme y alegre, que una sola vez se debilitó:

-Yo le he visto un día andar de prisa, muy de prisa, con... con Tíny Tím sobre los hombros.

-¡Y yo también? -gritó Pedro-. ¡Muchas veces?

-¿Y yo también? -exclamó otro. y luego, todos.

-Pero Tiny Tim era muy ligero de llevar -continuó la madre volviendo a su labor -y su padre le quería tanto, que no le molestaba, no le molestaba. Pero ya oigo a vuestro padre en la puerta.

Corrió a su encuentro. y el pequeño Bob entró con su bufanda -bien la necesitaba el pobre-. Su té se hallaba preparado junto a la lumbre y todos se precipitaron a servírselo. Entonces los dos Cratchit pequeños saltaron sobre sus rodillas y cada uno de ellos puso su carita en una de las mejillas del padre, como diciendo: "No pienses en ello. padre; no te apenes".

Bob se mostró muy alegre con ellos y tuvo para todos una palabra amable: miró la labor que había sobre la mesa y elogió la destreza y habilidad de la señora Cratchit y las niñas.

-Eso se terminará mucho antes del domingo -dijo.

-¡Domingo! ¿Has ido hoy allá, Roberto? -preguntó su mujer.

-Sí, querida -respondió Bob-. Me hubiera gustado que hubieseis podido venir. Os hubiera agradado ver qué verde está aquel sitio. Pero ya le veréis a menudo. Le he prometido que iré a pasear allí un domingo. ¡Pequeñito, nene mío! -gritó Bob-. ¡Pequeñito mío!

Estalló de pronto. No pudo remediarlo. Para qua pudiera remediarlo, habría sido preciso que no se sintiese tan cerca de su hijo.

Dejó la habitación y subió a la del piso de arriba, profusamente iluminada y adornada como en Navidad. Había una silla colocada junto a la cama del niño y se veían indicios de que alguien la había ocupado recientemente. El pobre Bob sentóse en. ella y, cuando se repuso algo y se tranquilizó, besó aquella carita. Sintióse resignado por lo sucedido y bajó de nuevo completamente feliz.

La familia rodeó la lumbre y empezó a charlar: las muchachas y la madre siguieron su labor. Bob les contó la extraordinaria benevolencia del sobrino de Scrooge, a quien apenas había visto una vez. y que al encontrarle aquel día en la calle, y viéndole un poco... "un poco abatido, ¿sabéis?", dijo Bob, se enteró de lo que le había sucedido para estar tan triste.

-En vista de lo cual --contínuó Bob-, ya que es el caballero más afable que se puede encontrar, se lo conté. "Estoy sinceramente apenado por lo que me contáis, señor. Cratchit", dijo, "por vos y por vuestra excelente mujer". Y a propósito, no sé cómo ha podido saber eso.

-¿Saber qué?

-Que eras una excelente mujer -contestó Bob. -Eso lo sabe todo el mundo -dijo Pedro. -¡Muy bien dicho, hijo mío! -exclamó Bob-. Espero que todo el mundo lo sepa. "Sinceramente apenado", dijo, "por vuestra excelente mujer. Sí puedo serviros en algo", continuó, dándome su tarjeta, "éste es mi domicilio. Os ruego que vayáis a verme." Bueno, pues, me ha encantado --exclamó Bob-, no por lo que está dispuesto a hacer en nuestro favor, sino por su benevolencia. Parecía que en realidad había conocido a nuestro Tiny Tim y se lamentaba con nosotros.

-Estoy segura de que tiene buen corazón -dijo la señora Cratchit.

-Más segura estarías de ello, querida --contestó Bob-, si le hubieras visto y le hubieras hablado. No, no me sorprendería nada, fíjate en lo que digo, que proporcionase a Pedro un empleo mejor.

-Oye esto, Pedro --dijo la señora Cratchit, -¡Y entonces -gritó una de las muchachas- Pedro buscará compañía y se establecerá por su cuenta! -¡Vete a paseo! -replicó Pedro haciendo una mueca.

-Eso puede ser y puede no ser --dijo Bob-, aunque hay mucho tiempo por delante, hijo mío. Pero, de cualquier modo y en cualquier época que nos separemos unos de otros, tengo la seguridad de que ninguno de nosotros olvidará al pobre Tíny Tim, ¿verdad?, ninguno olvidará esta primera separación.

-¿Nunca! -gritaron todos.

-Y yo sé -dijo Bob-, yo sé, hijos míos, que cuando recordemos cuán paciente y cuán dulce fue, aun siendo pequeño, pequeñito, no armaremos pendencias unos con otros, porque al hacerlo olvidaríamos al pobre Tiny Tim.

-¡No, padre; nunca! -volvieron a gritar todos.

-Soy muy feliz ---dijo el pequeño Bob-. ¡Soy muy feliz!

La señora Cratchit le besó, sus hijas le besaron, los dos Cratthít pequeños le besaron, y Pedro y él se dieron un apretón de manos. ¡Espíritu de Tiny Tim: tu esencia infantil provenía de Díos!

-Espectro --dijo Scrooge-, algo me dice que la hora de nuestra separación se acerca. Lo sé, pero no sé cómo se verificará. Decidme: ¿quién era aquel hombre que hemos visto yacer en su lecho de muerte?

El Espectro de la Navidad Futura le transportó, como antes -aunque en una época diferente, según pensó: verdaderamente, sus últimas visiones aparecían embrolladas, excepto la seguridad de que pertenecían al porvenir-, a los lugares en que se reunían los hombres de negocios, pero sin mostrarle su otro él. En verdad, el Espíritu no se detuvo para nada, sino que siguió adelante como para alcanzar el objetivo deseado, hasta que Scrooge le suplicó que se detuviera un momento.

-Esta callejuela que atravesamos ahora --dijo Scrooge- es el lugar donde desde hace mucho tiempo yo establecí el centro de mis acupaciones. Veo la casa. Permitidme contemplar lo que será en los días venideros.

El Espíritu se detuvo: su mano señalaba otro sitio.

-¡La casa está allá abajo! --exclamó Scrooge-. ¿Por qué me señaláis hacia otra parte?

El inexorable dedo no experimentó ningún cambio. Scrooge corrió a la ventana de su despacho y miró al interior. Seguía siendo un despacho, pero no el suyo. Los muebles no eran los mismos y la persona sentada en la butaca no era él. El Fantasma señalaba como anteriormente.

Scrooge volvió a unírsele, y sin comprender por qué no estaba él allí ni dónde habría ido, siguió al Espíritu hasta llegar a una verja de hierro. Antes de entrar se detuvo para mirar a su alrededor.

Un cementerio. Bajo la tierra yacían allí los infelices cuyo nombre iba a saber. Era un digno lugar, rodeado de casas, invadido por la hiedra y las plantas silvestres, antes muerte que vida de la vegetación, demasiado lleno de sepulturas, abonado hasta la exageración. ¡Un digno lugar!

El Espíritu, de pie en medio de las tumbas, indicó una. Scrooge avanzó hacia ella temblando. El Fantasma era exactamente como había sido hasta entonces. pero Scrooge tuvo miedo al notar un ligero cambio en su figura solemne.

-Antes de acercarme más a esa piedra que me enseñáis-le dijo-, respondedme a una pregunta: ¿Es todo eso la imagen de lo que será. o solamente la imagen de lo que puede ser?

El Espectro siguió señalando a la tumba junto a la cual se hallaba.

-Las resoluciones de los hombres simbolizan ciertos objetivos que, si perseveran, pueden alcanzar -dijo Scrooge-; pero si se apartan de ellas, los objetivos cambian. ¿Ocurre lo mismo con las cosas que me mostráis?

El Espíritu continuó inmóvil como siempre. Scrooge se arrastró hacia él, temblando al acercarse. y siguiendo la dirección del dedo, leyó sobre la piedra de la abandonada sepultura su propio nombre: Ebenezer Scrooge.

-¿Soy yo el hombre que yacía sobre el lecho? ---exclamó cayendo de rodillas.

El dedo se dirigió de la tumba a él y de él a la tumba.

-¡No, Espíritu! ¡Oh, no, no! El dedo seguía allí.

-¡Espíritu --gritó agarrándose a su vestidura-, escuchadme! Yo no soy ya el hombre que era; no seré ya el hombre que habría sido a no ser por vuestra intervención. ¿Por qué me mostráis todo eso, si he perdido toda esperanza?

Por primera vez la mano pareció moverse. -Buen Espíritu ---continuó, prosternado ante él, con la frente en la tierra-, vos intercederéis por mí y me compadeceréis. Aseguradme que puedo cambiar esas imágenes que me habéis mostrado, cambiando de vida.

La benévola mano tembló.

-Honraré la Navidad en mi corazón y procuraré guardarla todo el año. Viviré en el pasado, en el presente y en el porvenir. Los espíritus de los tres no se apartarán de mí. No olvidaré sus lecciones. ¡Oh, decidme que puedo borrar lo escrito en esa piedra!

En su angustia asió la mano espectral, que intentó desasirse. pero su petición le daba fuerza, y la retuvo. El Espíritu, más fuerte aún. le rechazó.

Juntando las manos en una última súplica a fin de que cambiase su destino, Scrooge advirtió una alteración en la túnica con capucha del Fantasma, que se contrajo. se derrumbó y quedó convertido en una columna de cama

Conclusión

de Charles Dickens


¡Sí! Y la columna de cama era suya: La cama era la suya, el cuarto era el suyo. y, lo mejor y más venturoso de todo, ¡el tiempo venidero era suyo, para poder enmendarse!

-Viviré en el pasado, en el presente y en el porvenir -repitió Scrooge, saltando de la cama-. Los Espíritus de los tres no se apartarán de mí. ¡Oh, Jacob Marley! ¡Benditos sean el cielo y la fiesta de Navidad: ¡Lo digo de rodillas, Jacob, de rodillas!

Se encontraba tan animado y tan encendido por buenas intenciones, que su voz desfallecida apenas respondía al llamamiento de su espíritu. Había sollozado con violencia en su lucha con el Espíritu y su cara estaba mojada de lágrimas.

-¡No se las han llevado -exclamó Scrooge, estrechando en sus brazos una de las cortinas de la alcoba-, no se las han llevado, ni tampoco las anillas! Están aquí. Yo estoy aquí. Las imágenes de las cosas que podían haber ocurrido pueden desvanecerse. Y se desvanecerán, lo sé.

Sus manos se ocupaban continuamente en palpar sus vestidos; los volvía del revés, ponía lo de arriba abajo y lo de abajo arriba, los desgarraba, los dejaba caer, haciéndoles cómplices de toda clase de extravagancias.

-¡No sé lo que hago!-exclamó Scrooge riendo y llorando a la vez y haciendo de sí mismo con sus medías una copia perfecta de Laocoonte-. Estoy ligero como una pluma, dichoso como un ángel, alegre como un escolar, aturdido como un borracho. ¡Felices Pascuas a todos! ¡Felíz Año Nuevo a todo el mundo! ¡Hurra! ¡Viva!

Había ido a la sala dando brincos, y allí estaba entonces sin aliento.

-¡Aquí está la cacerola con el cocimiento! --gritó Scrooge entusiasmándose de nuevo y danzando alrededor de la chimenea-. ¡Esa es la puerta por donde entró el Espectro de Jacob Marley! ¡Ese es el rincón donde se sentó el Espectro de la Navidad Presente! Esa es la ventana por donde vi los Espíritus errantes! ¡'I'odo está en su sitio, todo es verdad, todo ha sucedido! ¡Ja, ja, ja!

Realmente, para un hombre que no la había practicado por espacio de muchos años, era una risa espléndida, la risa más magnífica. el padre de una larga, larga progenie de risas brillantes.

-No sé a cuánto estamos -dijo Scrooge--. No sé cuánto tiempo he estado entre los Espíritus. No sé nada. Soy como un niño. No me importa. Me es igual. Quisiera ser un niño. ¡Hurra! ¡Viva!

Le interrumpieron sus transportes de alegría las campanas de las iglesias, con los más sonoros repiques que oyó jamás. ¡Tín, tan! ¡Tin, tan! ¡Tin, tan! ¡Oh, magnífico, magnífico!

Corriendo a la ventana, la abrió y asomó la cabeza. Nada de bruma, nada de niebla; un frío claro, luminoso, jovial; un frío que al soplar hace bailar la sangre en las venas; un sol de oro, un cielo divino; un aire fresco y suave, campanas alegres. ¡Oh, magnifico, magnífico!

-¿Qué día es hoy? --gritó Scrooge, dirigiéndose a un muchacho endomingado, que quizá se había detenido para mirarle.

-¿Eh? -replicó el muchacho lleno de admiración.

-¿Qué día es hoy, hermoso? -dijo Scrooge. -¿Hoy! -repuso el muchacho-. ¡Toma, pues, el día de Navidad!

-¡El día de Navidad! -se dijo Scrooge-. ¡No ha pasado todavía! Los Espíritus lo han hecho todo en una noche. Pueden hacer todo lo que quieren. Pueden, no hay duda. Pueden, no hay duda. ¡Hola, hermoso!

-¡Hola! -contestó el muchacho.

-¿Sabes dónde está la pollería, en la esquina de la segunda calle? -inquirió Scrooge.

-¡Claro que sí!

-¡Eres un muchacho listo! -dijo Scrooge--. ¡Un muchacho notable! sabes sí han vendido el hermoso pavo que tenían colgado ayer? No el pequeño, el grande.

-¿Cuál? ¿Uno que era tan gordo como yo? -replicó el muchacho.

-¡Qué chico tan delicioso? -dijo Scrooge-. Da gusto hablar contigo. ¿Sí, hermoso?

-Todavía está colgado -repuso el muchacho . -¿Sí? -dijo Scrooge-. Ve a comprarlo. -¡Qué bromista! -exclamó el muchacho. -No, no -dijo Scrooge-. Hablo en serio. Ve a comprarlo y di que lo traigan aquí, que yo les diré dónde tienen que llevarlo. Vuelve con el mozo y te daré un chelín. Si vienes con él antes de cinco minutos, te daré media corona.

El muchacho salió como una bala. Habría necesitado una mano muy firme en el gatillo el que pudiera lanzar una bala con la mitad de la velocidad.

-Voy a enviárselo a Bob Cratchit -murmuró Scrooge. frotándose las manos y soltando la risa. No sabrá quién se lo envía. Tiene dos veces el cuerpo de Tiny Tim. ¡Joe Miller no ha gastado nunca una broma como ésta de enviar el pavo a Bob!

A1 escribir las señas no estaba muy firme la mano; pero, de cualquier modo, las escribió Scrooge y bajó la escalera para abrir la puerta de la calle en cuanto llegase el mozo de la pollería. Hallándose allí aguardando su llegada, el llamador atrajo su mirada.

-¡Le amaré toda mi vida! -exclamó Scrooge, acariciándole con la mano-. Apenas le miré antes. ¡Qué honrada expresión tiene en la cara! ¡Es un llamador admirable!... Aquí está el pavo. !Viva! ¿Hola! ¡Cómo estáis? !Felices Pascuas!

¡Era un pavo! Seguramente no había podido aquel volátil sostenerse sobre las patas. Se las habría roto en un minuto como sí fueran barras de lacre.

-¡Qué! No es posible llevarlo a cuestas hasta Camden-Town -dijo Scrooge-. Tenéis que tomar un coche.

La risa con que dijo aquello, y la risa con que pagó el pavo, y la risa con que pagó el coche, y la risa con que dio la propina al muchacho, únicamente fueron sobrepasadas por la risa con que se sentó de nuevo en su butaca, ya sin aliento, y siguió riendo hasta llorar.

No le fue fácil afeitarse, porque su mano seguía muy temblorosa, y el afeitarse requiere tranquilidad, aun cuando no bailéis mientras os entregáis a tal ocupación. Pero si se hubiera cortado la punta de la nariz se habría puesto un trozo de tafetán inglés en la herida y habríase quedado tan satisfecho.

Vistíóse con sus mejores ropas y se lanzó a las calles.

La multitud se precipitaba en aquel momento, como la vio yendo con el Espectro de la Navidad Presente, y al marchar con las manos en la espalda, Scrooge miraba a todo el mundo con una sonrisa de placer. Parecía tan irresistiblemente amable, en una palabra, que tres o cuatro muchachos de buen humor dijeron: "¡Buenos días, señor! ¡Felices Pascuas, señor!" Y Scrooge dijo más tarde muchas veces que, de todos los sonidos agradables que oyó en su vida, aquellos fueron los más dulces para sus oídos.

No había andado mucho, cuando vio que se dirigía hacia él el corpulento caballero que había ido a su despacho el día anterior, diciendo: "¿Scrooge y Marley, si no me equivoco?" Un dolor agudo le atravesó el corazón al pensar de qué modo le miraría el anciano caballero cuando se encontraran; pero vio el camino que se presentaba recto ante él, y lo tomó.

-Querido señor -dïjó Scrooge, apresurando el paso y tomando al anciano caballero las dos manos-. ¿Cómo estáis? Espero que ayer habrá sido un buen día para vos. Es una acción que os honra: ¡Felices Pascuas, señor!

-¡El señor Scrooge?

-Sí -dijo éste-, tal es mi nombre, y temo que no os sea agradable. Permitid que os pida perdón. ¿Y tendríais la bondad?... (Aquí Scrooge le cuchicheó al oído. )

-¡Bendito sea Dios! -gritó el caballero, como si le faltara el aliento-. Querido señor Scrooge, ¿habláis en serío?

-Sí no lo tomáis a mal ---dijo Scrooge-. Nada menos que eso. En ello están incluidas muchas deudas atrasadas, os lo aseguro. ¿Me haréís ese favor?

--Querido señor -dijo el otro, estrechándole las manos-. No sé cómo alabar tal muni...

-Os ruego que no digáis nada -interrumpió Scrooge-. Id a verme. ¿Iréis a verme?

-¡Iré! -exclamó el anciano caballero. Y se veía claramente que pensaba hacerlo.

-Gracias --dijo Scrooge-. Os lo agradezco mucho. Os doy mil gracias. ¡Adiós!

Estuvo en la iglesia, recorrió las calles y contempló a la gente que iba presurosa de un lado a otro, dio a los niños palmaditas en la cabeza, interrogó a los mendigos, miró curiosamente las cocinas de las casas y luego miró hacia las ventanas. y notó que todo le producía placer. Nunca imaginó que un paseo -una cosa insignificante- pudiera hacerle tan feliz. Por la tarde dirigió sus pasos a casa de su sobrino.

Pasó ante la puerta una docena de veces antes de atreverse a subir y llamar a la puerta. Por fin lanzóse y llamó:

-¿Está en casa vuestro amo, querida? -preguntó Scrooge a la muchacha. ¿Guapa chica, en verdad? -5í, señor.

-¿Dónde está, preciosa? ---dijo Scrooge.

-En el comedor, señor; está con la señora. Haced el favor de subir conmigo.

--Gracias. El señor me conoce -repuso Scrooge, con la mano puesta ya en el picaporte del comedor-. Voy a entrar, hija mía.

Abrió suavemente y metió la cabeza ladeada por la puerta entreabierta. El matrimonio hallábase examinando la mesa (puesta como para una comida de ga1a), pues los jóvenes amos de casa. siempre se cuidan de tales pormenores y les agrada ver que todo está como es debido.

-¿Fred? -dijo Scrooge.

¿Cielos? ¿Cómo se estremeció su sobrina política. Scrooge olvidó por el momento que la había visto sentada en un rincón, con los pies en el taburete: si no, no se habría atrevido a entrar de ningún modo.

-¡Dios me valga! -gritó Fred~. ¿Quién es? -Soy yo. Tu tío Scrooge. He venido a comer. ¿Me permites entrar, Fred?

-¡Permitirle entrar!

Por poco no le arranca un brazo para introducirle en el comedor. A los cinco minutos se hallaba como en su casa. No era posible más cordialidad. La sobrina imitó a su marido. Y lo mismo hizo Topper cuando llegó. Y lo mismo la hermana regordeta cuando Ilegó. Y lo mismo todos los demás cuando llegaron. ¡Admirable reunión, admirables entretenimientos, admirable unanimidad, ad-mi-ra-ble dicha!

Pero Scrooge acudió temprano a su despacho a la mañana siguiente. ¡Oh, muy temprano! ¡Si él pudiera llegar el primero y sorprender a Cratchít cuando llegara tarde! ¡Aquello era lo único que le preocupaba!

¡Y lo consiguió, vaya sí lo consiguió! El reloj dio las nueve. Bob no llegaba. Las nueve y cuarto. Bob no llegaba. Bob se retrasaba ya dieciocho minutos y medio. Scrooge se sentó, dejando su puerta de par en par, a fin de verle cuando entrase en su mazmorra. Habíase quitado Bob el sombrero antes de abrir la puerta y también la bufanda. En un instante se instaló en su taburete y se puso a escribir rápidamente, como si quisiera lograr que fuesen las nueve de la mañana..

-¿Hola! -gruñó Scrooge, imitando cuanto pudo su voz de antaño-. ¿Qué significa que vengáis a esta hora?

-Lo siento mucho, señor ---dijo Bob-. Ya sé que vengo tarde.

--¡Tarde! -repitió Scrooge-. Sí. Creo que venís tarde. Acercaos un poco, haced el favor.

-Es solamente una vez al año, señor --dijo Bob tímidamente, saliendo de la mazmorra-. Esto no se repetirá. Ayer estuve un poco de broma, señor.

-Pues tengo que deciros, amigo mío --dijo Scrooge-, que no estoy dispuesto a que esto continúe de tal modo. Por consiguiente -añadió, saltando de su taburete y dando a Bob tal empellón en la cintura que le hizo retroceder dando traspiés a su cuchitril-. ¡por consiguiente. voy a aumentaros el sueldo!

Bob tembló y dirigióse adonde estaba la regla, sobre su mesa. Tuvo una momentánea intención de golpear a Scrooge con ella, sujetarle los brazos, pedir auxilio a los que pasaban por la calleja,. para ponerle una camisa de fuerza.

-¡Felices Pascuas, Bob! -dijo Scrooge, con una vehemencia que no admitía duda y abrazándole al mismo tiempo-. Tantas más felices Pascuas os deseo, Bob, querido muchacho, cuanto que he dejado de felicitaros tantos años. Voy a aumentaros el sueldo y a esforzarme por ayudaros a sostener a vuestra familia: y esta misma tarde discutiremos nuestros asuntos ante un tazón de ponche humeante, Bob. ¡Encended las dos lumbres: id a comprar otro cubo para el carbón antes de poner un punto sobre una i, Bob Cratchit!

Scrooge hizo más de lo que había dicho. Hizo todo e infinitamente más: y respecto de Tíny Tim, que no murió, fue para él un segundo padre. Se hizo tan buen amigo. tan buen maestro y tan buen hombre, como el mejor ciudadano de una ciudad, de una población o de una aldea del bueno y viejo mundo. Algunos se rieron al verle cambiado; pero él les dejó reír y no se preocupó, pues era lo bastante juicioso para saber que nunca sucedió nada bueno en este planeta que no empezara por hacer reír a algunos: y comprendiendo que aquéllos estaban ciegos, pensó que tanto vale que arruguen los ojos a fuerza de reír, como que la enfermedad se manifiesta en forma menos atractiva. Su propio corazón reía, y con eso tenía bastante.

No volvió a tener trato con los aparecidos, pero en adelante tuvo mucho más con los amigos y con la familia, y siempre se dijo que, si algún hombre poseía la sabiduría de celebrar respetuosamente la fiesta de Navidad, ese hombre era Scrooge.

¡Ojalá se diga con verdad lo mismo de nosotros, de todos nosotros! Y también, como hacía notar Tiny Tim, ¡Dios nos bendiga a todos!

A la una de la mañana

Poema en Prosa


¡Solo por fin! Ya no se oye más que el rodar de algunos coches rezagados y derrengados. Por unas horas hemos de poseer el silencio, si no el reposo. ¡Por fin desapareció la tiranía del rostro humano, y ya sólo por mí sufriré!

¡Por fin! Ya se me consiente descansar en un baño de tinieblas. Lo primero, doble vuelta al cerrojo. Me parece que esta vuelta de llave ha de aumentar mi soledad y fortalecer las barricadas que me separan actualmente del mundo.

¡Vida horrible! ¡Ciudad horrible!

Recapitulemos el día: ver a varios hombres de letras, uno de los cuales me preguntó si se puede ir a Rusia por vía de tierra -sin duda tomaba por isla a Rusia-; disputar generosamente con el director de una revista, que, a cada objeción, contestaba:

«Este es el partido de los hombres honrados»;

lo cual implica que los demás periódicos están redactados por bribones; saludar a unas veinte personas, quince de ellas desconocidas; repartir apretones de manos, en igual proporción, sin haber tomado la precaución de comprar unos guantes; subir, para matar el tiempo, durante un chaparrón, a casa de cierta corsetera, que me rogó que le dibujara un traje de Venustre; hacer la rosca al director de un teatro, para que, al despedirme, me diga:

«Quizá lo acierte dirigiéndose a Z...;

es, de todos mis autores, el más pesado, el más tonto y el más célebre; con él podría usted conseguir algo.

Háblele, y allá veremos»; alabarme -¿por qué?- de varias acciones feas que jamás cometí y negar cobardemente algunas otras fechorías que llevó a cabo con gozo, delito de fanfarronería, crimen de respetos humanos;
negar a un amigo cierto favor fácil y dar una recomendación por escritoa un tunante cabal. ¡Uf! ¿Se acabó?

Descontento de todos, descontento de mí, quisiera rescatarme y cobrar un poco de orgullo en el silencio y en la soledad de la noche.

Almas de los que amé, almas de los que canté, fortalecedme, sostenedme, alejad de mí la mentira y los vahos corruptores del mundo; y vos, Señor,

Dios mío, concededme la gracia de producir algunos versos buenos, que a mí mismo me prueben que no soy el último de los hombres,que no soy inferior a los que desprecio.

de Charles Baudelaire

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