martes, 27 de mayo de 2008

Sepelio

Héctor Vallés

Desde que Arnaldo fue adquiriendo fama de loco, ninguna muchacha de buena familia quería salír con él. Por tanto, el joven hijo del doctor Morales, tenía que quedarse leyendo novelas rusas y enzorrarse en su habitación en la casa de su padre en Ocean Park, hasta por fin, después de mirar las páginas melodramáticas por par de horas, adquirir el sopor necesario para quedarse dormido de plano en su muelle colchón Sealy Posturepedíc. Otras veces iba al cine a ver una película de Drácula o Frankestein y después —sobrecogido por semanas de lujuria acumulada— se dírigía a los muelles a beber y bailotear con prostitutas.

Eso fue antes de que su infamia llegara a aquellos reductos de la ciudad. Una vez que esto sucedió, sin embargo, hasta las mujeres decadentistas de los prostíbulos le sacaron el cuerpo. Es decir, si no estaban demasiado borrachas o drogadas. Como esto ocurría con cierta frecuencia, Arnaldete pudo por tanto lograr un grado de satisfacción sexual y emotiva en aquellos tiempos difíciles.

Pero no siempre. Arnaldo Morales pasaba muchas noches en coca, sin comerse ni un tostón, releyendo Los hermanos Karamasov en una habitación que daba al patio frondoso de la casona del doctor Arnaldo Morales Senior, el cual estaba contentísimo de que su híjo estuviera por fin sentando cabeza. El aburrimiento y la añoranza sexual y emotiva de Arnaldo Morales se remontaban sin embargo, en realidad, a paroxismos delirantes. Por más que las orgías y francachelas de Dimitri y los pufos mentales de Alosha, y la fiebre política de Iván Karamasov llegaran a alturas de naves de catedral gótica, Arnaldete lo que quería era tener una novia.

Pero nada. Desde que el muchacho había comenzado a ver al siquiatra doctor Mauricio Monserga, después que tuvo varias rabietas que tomaron al barrio por sorpresa y que nadie supo a que se debían en realidad, si no era a la vez que Pinkie le había dado con una piedra en la cabeza y le habían tenido que tomar catorce puntos, es decir, cuando tenían ambos nueve años, nadie se le arrimaba.

Desgraciadamente, más o menos después de una década más tarde del famoso peñonazo, ese muchacho que antes había sido como un angelito, callado por regla general, se había obnubilado, había pegado tres gritos en varias ocasiones, como se dijo anteriormente, y hasta había corrido detrás de Pinkie (dicho sea de paso, el vecino de al lado), con el cuchillo de cocina de su casa.

Esto, por supuesto, tambíen había ocurrido en el interín. Pero si se piensa que, ya entonces, Arnaldete tenía veintiún años, es decir, en edad de merecer novia formal y terminar prácticamente, carrera universitaria y matricularse en la escuela de medicina o de derecho, o de sicología o de lo que fuera, donde fuera (en Santo Domingo si fuese necesario), su comportamiento no procedía y daba mucho que desear. Por tanto, se encontró sentado en la poltrona sicoanalítica del doctor Mauricio Monserga, examinando detenidamente sus etapas orales, anales y fálicas, y su ira desmesurada hacia las figuras masculinas en su vida. O al menos ese era el ideal analítico del ilustre Monserga.

—Ya es tiempo de que me busque una novia, doctor...¿Usted no cree?

—Ya habrá lugar para eso más tarde...

—Me sacan el cuerpo las muchachas, doctor.

—Si fuera a usar el argot barriobajero de Trastalleres, Arnaldo, diría que tienes la paranoia.

—Doctor--, suspiró Arnaldo --si todo el mundo habla desde que vengo aquí.

—Hoy en día todo el mundo ve un siquiatra que otro. No hay nada extraordinario en eso.

—Espero que tenga razón.

—No lo dudes...Pero tienes que dejar de salir con putas, muchacho. Es decir, esos muelles están llenos de drogos como si fuesen cucarachas. Vete tú a saber qué caso de sífilis galopante te puede caer encima.

—Para eso está la penicilina, doctor don Mauricio.

—¡Que te puede acaecer una mala muerte de cantina! ¿Tú sabes lo que es eso? ¡Una mala muerte de cantina!

—Todo se resolvería si tuviese una novia formal. Lo juro.

—Después que te arregles la cabeza, muchacho. Lee, lee que el bachillerato en humanidades es buen entrenamiento para la carrera de abogacía.



2

Y por tanto Arnaldete leía sobre los bajos fondos de Moscú y San Petersburgo, para no mencionar las prisiones en Sibería durante el siglo diecinueve. Pero precisamente estas lecturas le creaban añoranza de visitar los antros en los muelles, a manera de así acumular experiencias propias, quizás para sus propias novelas. Pensaba Arnaldo que si escríbía una novela de fama internacional--y las novelas de los bajos fondos tienen ciertamente un vetusto abolengo internacionalizante--llegaría, a pesar quizás de su locura, a tener las muchachas más espeluznantemente bellas en toda la capital, para no mencionar las europeas, las neoyorkinas, etc.

Sin embargo, cada vez que se le ocurría llamar a una muchacha bien —o no tan bien pero al menos normal— el resultado era el mismo.

—Yo sí sé quien es usted pero desgraciadamente usted no tiene buena fama, señorito Morales. Además, yo no salgo con un muchacho que además de loco, tiene fama de prostibulario...Quién sabe qué enfermedad se me podría pegar, con solo respirarme de cerca. Porque yo de lo otro no, claro está...

—No sí ni lo pensaría.

—Pues no.

Esa fue la única vez que Arnaldo habló con Eulalia Bustamante. El numero de teléfono se lo había dado un amigo, como una posible muchacha que quízás saliese con él. Pero nanai. Aunque hacía poco tiempo que Eulalia había llegado a Santurce de Naranjíto, ya había oído hablar de Arnaldete,"el sícoanalizando". Por supuesto que nunca salió con Arnaldete; ni tan síquíera se vieron jamás. Es decir hasta que...



3



Eulalia murió de un aneurisma. Así, de sopetón. Un día llegó a casa de La Facultad de Comercio, se sintió mareada y fue a recostarse un momentito. ¡CATAPUN! No se despertó jamás. Es de esperar que se hubiese confesado y comulgado, tal como es prescrito a los miembros de La Iglesia de Roma. De eso sin embargo estamos seguros. Como no, la muchacha no salía apenas a no ser a la iglesia Santa Genoveva de Hato Rey. Así, ¡CATAPUN! Sinceramente, no somos nadie.

Pues bien, esto ocurrió en el momento quizás más aburrido de la vida de Arnaldo, cuando ya se había recorrido todos los muelles de San Juán y se había leído todas las novelas decimonónicas rusas de renombre. No solamente eso, pero cuando las muchachas le habían dado tantas calabazas de entrada que no le quedaba otro recurso que leer y leer. Dicho sea de paso, el veintiunañero hasta había decidido descontinuar el análisis y bandeárselas por sí solo en la capital, con la esperanza de que la gente se olvidara de su historia después de una cantidad razonable de tiempo y lo dejaran en paz en su búsqueda de compañía femenina y noviazgo formalizado y casto.

—Le ocurrió cuando se despuntaba mujer, dijo alguien en la Ehret de Hato del Rey.

—Si al menos hubiese cumplido los veinticinco,¡pero a los diecinueve añitos!

La madre de Pínkie, quíen no conducía--había cogido pon para venirse hasta la funeraria alegando conocer a la fenecida desde los dos días después de nacida--tomaba parte en el llanterío, rodeada de niñas núbiles. El ataúd estaba allá en la parte de atrás de la capilla y era prácticamente inasequible, a causa de hileras sucesivas de plañideras adolescentes y sus apropiadas chaperonas. Eso fue cuando entró Arnaldo si no novelando, ciertamente, novelereando. No, pero esto es una broma. En realidad Arnaldete tenía sobradas razones para participar en el velorio. Para empezar, quería saber qué aspecto tenía aquella muchacha de la cual estaba supuesto a estar formalmente enamorado, como correspondía a un muchacho con historial siquiátrico.

Pero aquellas oleadas de gente no le permitían que llegase al regazo de su amada y llorase lágrimas tiernas y ansiosas, destruido, como es digno de un amor atormentado. Arnaldo se tapó la boca con el puño y tosió apropiadamente, como quien se quiere suicidar con el uso exagerado de la nicotina.

—Vas a morir como el pez, por la boca--, le comentó un hombre con sortija gruesa con el caduceo de médico engastado en un zafiro.

—Ojalá que muriese ahora mismo de otro aneurisma.

—Lo sé, es trágíco. Degraciadamente la ciencia médica no ha llegado a curar este síndrome sanguíneo venoso.¿Eras tú de sus amistades más allegadas?

Arnaldo titubeó momentaneamente. --En sí era su novio...Claro está, cómo decirle...que no la he visto nunca personalmente.

El médico achicó los ojos, extrañado. --Con el permiso--. Y se escabulló por entre la dolida concurrencia. Sí, él también había oído hablar del caso Arnaldo Morales, y su mente raudocíentífíca lo reconoció ipso facto.

Arnaldo se encogió de hombros y trató de vencer la resistencia de la oleada plañidera. En un momento, sin embargo, en que Arnaldo viró la cabeza hacia atrás, siguiendo con la vista un llantén particularmente estridente, divisó a doña Pitusa, la madre de Pinkie, tener un apropiado desmayo de velorio por enésima vez. Las núbiles niñas bien, por supuesto, la recogieron y le dieron sales a oler. Despertó, tuvo la realización de dónde estaba, y le dio otro consecuente patatús. Arnaldo se le ocurrió de que quizás le podría introducir a las núbiles adolescentes, sobre todo una con una nariz de enchufe que se enjugaba los ojos verdes con un delicado pañuelito de encaje.

Sin embargo, esto fue sólo de pasada. En realidad, quería ver a su novia y entonces ya tendría un más acendrado criterio para tomar una decisión. Por tanto, a rempujones, se avalanzó hacia la caja eterna de la que era la homenajeada y despedida en aquella función social.

4

Era flaca, como un espárrago. La nariz aguileña, de aletas distendidas, sobresaliendo a través del tul mortuorio desde una cara enjuta, la mostraba como una vampiresa casta y brutal. Nadie se podría haber enamorado de aquel espantapájaros: era demasiado requetefea. Además, tenía una verruga en la punta de la nariz de la cual sobresalían ralos vellos como si fuese un erizo en la segunda peña del Ultimo Trolley. A Arnaldo le sobrevino una enorme emoción en aquel momento y se deshizo en un llanto fúnebre. De hecho, en un determinado momento la tomó por sus gélidas manos, cruzadas en el pecho como dicta la etiqueta funeraria, y derramó tiernas lágrimas de amante a lo Aleksandr Pushkin. Después le plantó un beso en las mejillas enjuntísimas, y en la punta de su nariz de guerrera azteca.

No rechistó, a pesar de las asperezas de la piel de la difunta. Aún hubo que desarraigarlo dedo por dedo de la fenecida, horas más tarde, cuando iban a llevarla en luctuoso sepelio, primero a Santa Eulalia de los Naranjos, su iglesia onomástica, para que recibiera los aspergios de rigor de las blancas manos rechonchas del padre León, y luego al panteón de la familia en el cementerio La Vírgen de las Naranjas, también de Naranjito. Demás está decir, que el padre de la fenecida lloró copiosas lágrimas sensibles al saber que al menos su hija era regalada en melindres amatorios, si no en esta vida donde los muchachos le huían despavoridos, al menos después de muerta.

El padre lo consideró señal de buen aguero y supuso en el fondo de su acongojado corazón, que su hija ya descansaba en la gloria. Este, el dueño de la cadena de mueblerías, El rey de los muebles, al contrario, por una de esas cosas de la vida no había averiguado todavía quién era Arnaldo Morales, aquel que todo el mundo en el área metropolitana conocía como "el sicoanalizando".

Esto por supuesto lo descualificaba de amante casto y doliente, ya que además las malas lenguas corrían por todo San Juán diciendo que lo habían visto en La Riviera, en El Jockey Club, y en Los Cuatro Pechos De Mi Llorona, bar poco conocido al lado de una quebrada en Guaynabo, besuqueándose con alguna más baja que de los bajos fondos. Pero no le dijeron nada, piadosamente, a don Carlitos Bustamante, como era conocido afectuosamente en los Rotarios. Después de todo, a sus cincuenta años por fin se establecía en Hato Rey, en Baldrich, para lo cual había trabajado vehementemente como un animal, como quien dice toda su vída, y que ahora desgraciadamente le tocaba este revés del destino, poco después de mudarse a una casa amplia decorada con piezas de lo más refinado de El rey de los muebles, con un estéreo en el cual podía oírse lo mejor de El trío los Panchos y Rafael Hernández con una precisión de apariciones espiritistas.

Y vuelvo a repetir, ahora esto. Por más que le hubiese pedido a santos y vírgenes que se la devolviesen, que fuese solamente un mal sueño del que despertara y, allí su única hija, el fruto de la única mujer que le había hecho caso cuando era un advenedizo de una jalda, aún en Naranjito...



5

Alguien empujó a Arnaldo dentro de un automóvil que formaba parte de la procesión funebre que había de transitar por pueblos y montañas con una seriedad de tumba de rigor. Miró a través del cristal del Plymouth negro y supo que no regresaría vivo de aquel viaje, como quien se dirigía en un tren transiberiano a cumplir una sentencia de cadena perpetua por haber asesinado a una vieja usurera en Moscú o en Kiev. Las demás personas en el carro, unas viejas vestidas de luto, soplándose las narices con sendos pañuelos de encaje, lloraban a moco tendido, como es apropiado de plañideras a pago. Arnaldo sacó un paquete de cancerígenos y le ofreció a las lloronas. Dos aceptaron. Arnaldo les prendió los sendos cigarrillos con su encendedor de oro y se echó la cabeza hacia atrás, después de haber abierto un poco el cristal de la ventana del automóvil para no viciar demasiado el aire acondicionado, y caviló por unos momentos sobre el sentido de la vida y la teleología del universo.

Después se relajo que daba gusto y fue cayendo en un sueño profundo y divertido, sobre panteones y prostíbulos, que en sí hubiera servido de varios relatos que el presente historiador tendrá que algún día abordar, cuando llegue a la edad madura y sabia de los ochenta años. Para adelantar algo, sin embargo, diré que Arnaldo se encontraba vagando por el cementerio que nunca vío hasta más tarde en Naranjito y que, entre panteón que viene y panteón que va, se topo cara a cara con su dulce Eulalia Bustamante, llamándolo con un ademán del dedo índice, de que se acercara a ella y viviera con ella para siempre y para siempre, criando malvas en aquella recoleta necrópolis.



6

Un hombre vestido de negro, de cabello blanco y líneas pronunciadas en una cara larga, lo sacudía por el hombro y le repetía que nadie debería dormir cuando la hija de don Carlos Bustamante estaba siendo bendecida, por última vez, en la santa iglesia.

—¿Qué iglesia?--respingó.

El hombre le apuntó con el dedo índice a un edificio crema, de campanario atemporal, que se cernía sobre la hilera de automóviles estacionados, trepada al final de unas escaleras de piedras encaladas. El sol de medio día le golpeó directamente en los ojos a Arnaldo. Se protegió con la mano abierta. Asió la manivela, abrió el automóvil y salió afuera.

Se escuchaba una música luctuosa de misa solemne, de una pintiparada depresión subida. Arnaldo buscó entre los pantalones a por un cigarrillo y lo encendió mientras caminaba por una acera bordeada de una hilera árboles. Abajo, en aquella tierra entre la balaustrada de hierro y el valle, se desplegaban los naranjos colmados de fruta. Fue dejando la iglesia atrás, trepada en aquel nivel, y concentró la vista en las montañas ceniza y azuladas en la lontananza.

Pensó profundamente sobre la literatura decimonónica rusa de vampiros y los ojos se le aguaron en un arrobo transmundano. Decidió en aquel momento no volver a los muelles en la vida y esto le sirvió de acto de contricción. Después, no recordó más que unas lentas campanadas y la gente saliendo por las puertas de la iglesia. El ataúd era cargado por seis hombres de las asas, lentamente, con dignidad apropiada de entierro de hija de rico hombre. Arnaldo siguió la marabunta que se dirigía, entre tortuosas calles adoquinadas, hacia el portal del Campo Santo que ya se perfilaba sumido en el olor a gladiolas y demás flores víoláceas. Más tarde, en el preciso momento exangüe de dar a la tierra lo que, al fin y al cabo, siempre fue suyo, Carlitos Bustamante puso una docena de rosas encima del féretro y se desplomó y, como suele suceder en estas ocasiones, estuvo a punto de caer plantado junto con su hija en la fosa.



7

Después se fue desperdigando la gente hacia las casas y los automóviles. En algún momento, en medio de aquel silencio sólo interrumpido por algún sollozo, Arnaldo dijo en voz alta, --¡Quisiera olvidarme del universo!-- La gente lo miró como a loco, se encogieron de hombros, y siguieron regresando por las calles estrechas. Arnaldo, por supuesto, se quedó atrás

mirando hacia la lontananza moral y física, al igual que a aquellos espirituales angelitos, vírgenes, Cristos y santos que adornaban aquel último lugar de reposo.

Nadie sabe en qué viajes astrales participó aquel atardecer Arnaldo Morales, mientras fumaba empedernidamente. Sólo hay constancia lógica de que estuvo cavilando horas por aquellos parajes, tratando de conjurar el cuerpo o el alma de la única novia que tuvo. También consta en la leyenda de que Arnaldo Morales pidió direcciones de dónde quedaba el burdel de Naranjito, o el casino o qué sé yo. Finalmente, se sabe que allí se encontró con una mujer algo cenicienta, de unos ojos enormes, hundidos, una nariz aguileña y unos dientes algo separados. Quizás estaba de suplente aquella noche aquella mujer que lo tocó por el hombro con dedos gélidos de ultratumba y le sonrió y le dijo,

—Ahora sí, ahora sí seré tuya para siempre— mientras la vellonera maullaba alguna ranchera.

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