miércoles, 2 de julio de 2008

CASONA COLONIAL

de Gustavo Gabriel Levene

La portada daba acceso a un zaguán de ladrillos, y una galería dispuesta en escuadra comunicaba con las piezas. Una gran sala con retratos de rostros severos, sofás de madera negra con tapices rojos, un comedor de larga mesa, testimonio de lo numerosa que había sido la familia, y una alacena que evidenciaba la tradición "dulcera" del ambiente. Por último los dormitorios… todos con cómodas y arcones, tan antiguos que levantando sus tapas parecían despertar miriñaques.

Pero la niñez no sabe de habitaciones, cuando largos parrones y amplios jardines hacen de antesala a la quinta. Esta era una verdadera unidad biológica: además de la botánica, la zoología. Desde luego gallinas, conejos, un chiquero con chanchos, una jaula con cotorras y hasta un palomar.

Y la quinta fue el escenario de mis mejores emociones, porque nada hay como los árboles para multiplicar la diversidad de juegos infantiles. Cuando los vi, me preparé a disfrutarlos, pensando en la cabalgadura mansa de sus ramas, cuna de latiguillos y. de horquetas; en el hartazgo prematuro de la fruta pintona; en el escondite seguro del follaje para eludir los coscorrones; en su altitud para hurgar vidas vecinas; en el latrocinio de huevos empollados... Sólo que, al principio, nada de esto pude realizar, pues apenas enfilaba hacia la quinta, la abuelita o las tías me llamaban para que yo escuchara las voces ancestrales.

-Venga, niño, que ha llegado la tía Balbina y quiere conocerlo.

O si no:

-Gustavito, está don Palemón, primo de su bisabuelo. Usted tiene que saludarlo...

Nunca supuse pudiera tenerse tantos parientes y que las visitas fueran una actividad iniciada por la mañana y capaz de prolongarse tenazmente, hasta después de la cena. Encarcelado en la sala, escuché ese patriciado provinciano de segura cortesía, atestiguada historia de una clase que se iba. Y por unos días, el único árbol al que trepé de continuo fue el de más espontáneo y hondo arraigo en mi provincia: el árbol genealógico.

Lo asombroso, lo nuevo para mis ojos de chico de gran ciudad es la visión de las montañas dispuestas en varios planos, de diverso color y altitud. Son enormes y de una luminosidad extraordinaria. La nieve de los picos más altos alterna con el azul del cielo. Y por eso la cordillera no parece hecha allá arriba de tierra oscura sino de resplandores. Son como gigantes que velaran un sueño que ellos mismos han estructurado.

Dominando los techos, la torre de la iglesia catedral. Dominando las almas, las campanas, cuando dan las horas, adquieren una extraña dimensión de espacio y tiempo. Por doquier y en cualquier momento, el oro de esas voces de bronce. Y sin embargo, evocando mi niñez deslumbrada por el paisaje de Catamarca, se me ocurre que el reloj de agua de los antiguos está danzando en las acequias o que la arena. bajando en granos finos de una a otra ampolla, marca el paso a los burritos que avanzan lentamente por la calle.

Un muchachote de dieciocho años, José Gordillo, hacia los mandados y limpiaba la quinta. Una muchacha, "la Isabel", servía la mesa y arreglaba las piezas. La madre de Isabel, "la muda", era la cocinera. Al principio, me resultó inconcebible el que no hablara y, durante va­rios días, espié esperando verla salir de su silencio y conversar como los demás. Por su­puesto, siguió expresándose por gestos rapidísimos que, más tarde, vencido mi primer temor, aprendí a hacer yo también para poder llevarle alguna orden. Pero yo exageraba tanto los ademanes que mis morisquetas resultaban incomprensibles para la muda, quien, cuando creía entenderlas, preparaba un menú contrario al encargado.

-¡Chei, changuito, paráte! ¿Qué es lo que vendís?

-Saándias y melones, niño…

El burro se detiene solo, como si comprendiera que la voz ofertante de su jinete es el comienzo de una venta. El changuito es un chicuelo desastrado, descalzo, piel oscura, con ojos muy grandes, que parecen más absortos por un mirar de asombros sosegados. Le he hablado burlonamente en el lenguaje de él, pero después de la respuesta se ha quedado impasible, mirándome tranquilo. Le digo que baje la mercadería y golpee en la puerta, que tal vez le compren. Así lo hace. Pero, apenas desciende con las alforjas, me ocupo de lo que me interesa.

-¿Me priestás el burro? ¡Hasta la esquina nomás!

=Y güeno, ¡vaia!

No comprende que pueda haber alguien ansioso por subir a ese animal que él, tediosamente, cabalga todo el día, obligado por la economía regional a formar con el burro una centáurica entidad. Y, mientras el muchachito deja caer la mano de bronce del llamador, yo, con otra mano que desearía más fuerte, castigo al pollino para obtener velocidades imposibles, tan imposibles como las ventas que los changuitos, respondiendo a interesadas sugestiones, ofrecen a cada rato en casa de mi abuela.

Un día, esperando los burritos, observé que desde la ventana de la casa de enfrente, una chiquilla pelirroja me hacía las clásicas señas del amor: guiñaba el ojo y me mandaba besos.

Había amado a Delia como un chico, pero la olvidé como un hombre. Es decir, la olvidé tan absolutamente que, sin ningún remordimiento, me dispuse a correr la aventura que signos tan claros iniciaban. Contesté con gestos equivalentes, pero expresados con discreción. La pelirroja debía, sin embargo, tener apuros que yo no compartía, pues al rato nomás una "chinita" de su casa puso en mis manos un billete borroneado, en ese papel que tan diversos fines cumple en el almacén. "¿Querés ser mi novio?" decía, sin eufemismos. Y luego, al pie, un nombre: "Catalina", seguido de un ovillo gráfico, que con seguridad pretendía ser la rúbrica.

¿Podía negarme? Contesté: "Sí. quiero", firmé con letra clara y... me metí en mi casa porque en ese momento llegaba, del fondo de la quinta, un irresistible olor a dulce de membrillo y pensé, cuerdamente. que la paila no podía esperar.

Al día siguiente. mientras debajo de un naranjo hacia "roncar" el trompo, vi llegar a un hombrón barbudo y con botas, imagen exacta de esos gigantes que hacen de canallas. Aunque la figura era sorprendente, no le presté atención hasta que Gordillo me explicó se trataba del señor Lagos, padre de Catalina, quien, muy enojado, había pedido hablar con la abuelita.

Intranquilo me acerqué a la sala. Recordaba, con la conciencia turbada, mis relaciones de la víspera. Y el remordimiento de una conducta ligera se mezclaba a una vaga evocación de "Romeo y Julieta", cuya lectura acababa de realizar y que fueron desgraciados, según se sabe, por la intromisión de las familias.

Con Shakespeare y sin el trompo pegué el oído a la puerta en el preciso momento en que la voz del gigantón, más que decir, gritaba: "Señora, ese papel es un insulto al honor de mi familia y no puedo soportar más" . . . Yo tampoco pude soportar más y salí disparando. ¿Cómo dudar de que el padre energúmeno se oponía al noviazgo?

Cuando estaba en peligro corría a cobijarme debajo de la cama. Allí estuve hasta que horas después vinieron a explicarme: el señor Lagos, inquilino moroso de mi abuela, había ido a protestar por una nota en la cual se le recordaba que los alquileres se vencían mientras él, con sus demoras invencibles…

La familia festejó risueñamente mi equivocación. Yo me alegré de no haber descuidado el dulce de membrillo. Y sin Shakespeare, volvió a "roncar" el trompo.

"¿Piña y riña?". Creo que ése era su nombre. La "piña" se formaba con las más diversas contribuciones de cada muchacho: bolitas, trompos, cortaplumas, figuritas, etc. El botín así constituido se colocaba sobre el suelo; nosotros formábamos a su alrededor un apretado círculo. Cualquiera podía "agarrar la piña" y llevársela a su casa. Sólo que ello daba a los demás el automático derecho de correr a quien se atreviera y hacer con él una "riña". En realidad, todo eso no era sino un pretexto para iniciar carreras desenfrenadas, concluidas casi siempre en una batalla campal de la que resultaban involuntarios protagonistas los vecinos y transeúntes. La policía aparecía tardíamente, aumentando la fruición del juego, al traer esa variante azarosa de gambetear a los vigilantes. Y todo estaba previsto: el número de trancos y de metros para llegar a ese asilo de salvación que era la puerta de la casa.

Recuerdo inolvidable el de una tarde que, no conforme con mirar como testigo, resolví tomar la "piña" y arriesgar la "riña". Corrí . . . y me corrieron. Me parecía sentir el aliento de los perseguidores y empecé a comprender la imprudencia de mi audacia a medida que se acortaba la distancia entre los muchachos y yo. ¡Ah, por muy rápido que se corra siempre hay alguien capaz de alcanzarnos! Resolví una maniobra: arrojar parte de la "piña" para detenerlos en su recuperación y poder así ganar tiempo. Largué el lastre de tres bolones y gané quince metros de ventaja. ¿Quince metros? Tal vez más, porque unos segundos después ya no oía tan cerca las piernas enemigas. Sólo un galope se escuchaba con nitidez. Volví la cara para mirar y ¡maldición! La policía de Catamarca, tradicionalmente a pie, con el inofensivo ritmo catamarqueño, había sido dotada de caballos no catamarqueños y el galope era el de un agente que me perseguía. Faltaban cuarenta metros para la puerta salvadora, cuando otro vigilante apareció al frente.

Quedaba como recurso la nueva técnica: oponer el teléfono a la caballería. Y me subí al palo de la red que en esos días se había inaugurado en Catamarca. Trepé por los ganchos previsores y llegué a los seis o siete metros. Al pie del palo la policía juntó sus fuerzas, los dos vigilantes montados se encontraron y hubo deliberación. Luego uno de ellos partió (¡a pedir refuerzos!) mientras el otro desmontaba y se quedaba vigilando. Tenía el rostro severo y sólo una vez me dijo:

-¿Y hasta cuándo, mocito, piensa quedarse ái?

No le contesté: necesitaba todo el aire para no caerme. Empezaba, en efecto, a sentir cierto mareo por la altura no común (¿me estaría apunando?), cuando un auto apareció, se detuvo frente a la casa de mi abuela y de él descendió un señor alto, delgado, igualito al que yo había visto dibujado en la tapa del Quijote.

El vigilante que me cuidaba, al verlo se acercó, se cuadró con rigidez desusada y, haciendo la venia, saludó con un tonante:

-¡Buenas tardes, señor Gobernador!

¿No sería una pesadilla? ¿No se le iba la mano a la policía catamarqueña, llamando como refuerzo para detener a un chico cuyo único botín era una "piña" de dos cortaplumas, tres bolitas y cuatro cobres. al mismísimo Gobernador de la Provincia? Había oído decir que el Gobernador era como el Presidente de los catamarqueños, y mi mareo aumentó . . .

El Gobernador me vio, habló dos palabras con el agente, éste saludó, montó a caballo y se fue. Mientras tanto, el chofer llamaba a la puerta de la casa de mi abuela y yo, convencido de la inutilidad de prolongar la resistencia, resolví entregarme. Bajé y, confundido, me acerqué a la suprema autoridad. Esta me acarició con un afecto que no creo se tenga con los presos. Se abrió la puerta en ese instante y apareció mi abuela. El Gobernador la saludó con hidalga naturalidad.

-Buenas tardes, doña Eleodora. Y penetró en la casa.

Era el doctor Guillermo Correa, que había anunciado su visita y la realizaba precisamente el día en que yo había resuelto levantarme con la "piña", la policía salir con los caballos y el teléfono ofrecer incomunicadas y salvadoras altitudes. Hombre cuya cultura armonizaba el mundo de los libros, con ese otro mundo psicológico de indispensable lectura cuando se gobiernan las ínsulas, el doctor Correa sonrió cuando escuchó el relato de mi travesura. Y en la sala, soñé con las ventajas futuras que la amistad del Gobernador podría depararme: los vigilantes respetuosos pasaban a mi lado sin tocarme.

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